Gracias, dádivas y mundanos dones

Hace un par de semanas -el 23 de julio, para ser más exacto-, en esta tribuna hice algunos comentarios, que no afirmaciones categóricas, a propósito del denominado caso Gürtel. Ahora, después de conocer la decisión de la Sala de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (TSJV) que, entre otros particulares, acuerda el sobreseimiento libre de las actuaciones al considerar que los hechos no son constitutivos de delito, el asunto vuelve a suscitar mi interés. Sobre todo porque la lectura de la resolución confirma la vieja teoría de que cada día que pasa es más confusa la raya que separa lo censurable del delito. También porque ilustres cabezas, jurídicas y no jurídicas, han dado muy sensatas opiniones a las que deseo sumar las mías, aunque no sean iguales de sesudas. En cualquier caso, conste para aviso de maliciosos que trataré de que mis juicios no desmerezcan por el hecho de llevar la defensa de algunos imputados en el asunto.

Sé de sobra que el diagnóstico es peliagudo. El cohecho, como otros delitos -el tráfico de influencias, por ejemplo-, no es figura penal de fácil tratamiento. Los jueces de estos agitados tiempos judiciales que vivimos tienen ante sí un problema de solución complicada: distinguir la intención última del sujeto obsequiado y del individuo dadivoso. Calar en el propósito de quien recibe el regalo o la dádiva y de quien los da es la compleja misión de los que, primero, redactan la ley y, después, han de aplicarla. De éstos, o sea, de los jueces, unos lo han hecho ya y otros, los magistrados del Tribunal Supremo, tendrán que hacerlo cuando el anunciado recurso del fiscal les llegue, cosa que, por lo que el señor presidente de la sala ha anticipado, no sucederá antes de ocho meses.

Ni el blanco es la pureza, aunque sí su símbolo, ni el negro es el pecado, aunque sí su distintivo. Entre ambos hay una lista de grises que van desde el perla al marengo. En paralelo pudiera decirse que entre lo legal y el delito hay una especie de limbo de tolerancia en el que, sin ley que las respalden, pero tampoco que las castigue, ciertas prácticas o costumbres adquieren carta de naturaleza, de modo que nadie o casi nadie se rasga las vestiduras. De ahí que no falten quienes configuran el delito del artículo 426 del Código Penal (CP) de peligro abstracto y hasta de cohecho etéreo, idea que está presente en algunos pronunciamientos del Tribunal Supremo, como en la sentencia de 16 de marzo de 1998 o en el auto de 1 de julio de 2007, al afirmar que el bien jurídico protegido con la incriminación de esa conducta es preservar la confianza ciudadana de que los funcionarios ejercen sus funciones con integridad y sometimiento a la ley.

Un punto trascendental, pues afecta a la antijuricidad, es el de la cuantía del regalo. El gran jurista Carrara escribió que la Justicia se ofende etiam uno nummo, o sea, aun por un solo céntimo. No distinguía entre munus et munusculum, es decir, entre dones y regalillos. Sin embargo, creo que los casos que él llama minúsculos son regalos de pequeño valor realizados a título de cortesía en los que no es lógico pensar que pueda influir en el cumplimiento de los deberes del funcionario. La interpretación extensiva del artículo 426 CP llevaría al colapso de la justicia penal en España, pues son pocos los políticos que se resisten al poder fascinador del regalo que aceptan al considerar natural recibirlos.

El problema, por tanto, no está cuando la dádiva o el regalo se ajusta a lo adecuado o proporcionado según pautas sociales. Algo que nada tiene que ver con la repugnancia que produce ver a una autoridad o funcionario, sea político o no, comiendo en un restaurante de postín con el beneficiado por una concesión, del tipo que sea, como lo es y en igual grado, verle sentado en localidad de barrera en una plaza de toros o disfrutando con la parentela de unas vacaciones gratis en un hotel propiedad del personaje favorecido. Todo esto y más tiene que desaparecer del ámbito de la función pública.

No cabe duda de que en este asunto lo más comprometedor para el presidente Camps ha sido la actividad del prójimo dadivoso y lo que puede representar. Pero como certeramente apuntaba el director de EL MUNDO en su carta del 12 de julio de 2009 -Arroz a la Lewinsky-, «la sanción penal no se construye con hipótesis sino con certezas (…) y la función jurisdiccional no se ejerce en el vacío sino en la vida real». Luego, a renglón seguido, Pedro J. formulaba la pregunta de dónde poner el listón de la exigencia ética y citaba ejemplos de obsequios, presentes, viajes e incluso condonación de créditos con obvio propósito de favorecer personalmente a mandatarios varios y que, en su opinión, a efectos del Código Penal, encajaban más y mejor en el concepto de dádivas que unos trajes de confección.

Lo advierte el auto del TSJV al decir -con prosa alambicada, desde luego- que «no cabe en el ámbito del Derecho Penal estimar que pueda existir un automatismo genérico en considerar que la conducta de admitir una dádiva por una autoridad o funcionario público, con independencia de otras posibles valoraciones de tipo ético, implique prácticamente de modo casi inevitable que se estime que necesariamente se realiza en consideración a su función, por el mero hecho de constatarse que se reúne la cualidad de autoridad o funcionario público». Fin de la cita. La tesis no es novedosa, pues no somos pocos quienes pensamos que el artículo 426 CP es excesivamente vago y castiga conductas éticamente reprobables pero sin gravedad merecedora de reproche penal. Por eso, habría que poner límites al precepto y precisar qué tipo de regalos son corruptores. Más aún cuando, a partir del principio de culpabilidad, la autoridad o el funcionario acepta el regalo sin conciencia de que se le hace por razón de su cargo, o para que ejecute un acto justo, que no debiera ser retribuido. Se me ocurre que habría que establecer un límite cuantitativo a la dádiva y al regalo, al igual que ocurre con el hurto donde la cuantía de 400 euros es la franja que separa el delito de la falta.

Distinta es la cuestión de si el presidente Camps dijo o no la verdad cuando explicó que él había pagado los trajes. Raimundo Lulio, en el Libro de los mil proverbios, aconseja tener miedo cada vez que no se dice la verdad. A mi entender, no es el error sino la mentira lo que daña al político y conviene recordar que una de las primeras leyes del universo es que no hay que osar decir nada en falso.

La Justicia, que es de orden natural, y la ley penal, que es norma humana, no siempre coinciden. Equilibrar la una y la otra es la dura tarea que ante sí han tenido los magistrados del TSJV y tendrán los del TS a quienes corresponde pronunciar la penúltima palabra en un asunto tan interesante en su planteamiento como escurridizo en las consecuencias. Dicen algunos que el cohecho pasivo impropio -yo prefiero denominarlo cohecho menor- tiene muy escasa toxicidad y no produce suerte alguna de adicción. El argumento no es del todo sólido, ya que con la dádiva el novicio puede iniciar su carrera viciosa hasta llegar al más alto peldaño de la corrupción. No obstante, de lo que sí estoy convencido es de que el Derecho penal jamás puede convertirse en un infierno para practicantes de malas costumbres y menos cuando la dolencia pudiera enmendarse con una oportuna gimnasia intelectual y, sobre todo, moral.

Ovidio, en su Ars amatoria, nos enseña que «los regalos seducen a los hombres y a los dioses». Más al pelo viene el refrán de mi Castilla del alma y del que he echado mano para titular estos párrafos de que «gracias, dádivas y mundanos dones, tapan las bocas y ciegan los corazones». Pues eso.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.