Gracias, Majestades

Si la teoría de los caracteres nacionales fuera cierta, cada comunidad política tendría un monarca correspondiente con sus vicios y virtudes. La versión en el refranero de este principio la encontramos en la famosa frase «cada pueblo tiene el gobernante que se merece». Para nuestra fortuna, salvo en el caso de los arcaicos supremacistas y racistas del actual independentismo catalán y vasco, atascados en sus mentes «privilegiadas» entre los siglos XVII y XIX, existe total coincidencia en que tal idea constituye una absoluta superchería. La humanidad no habita solo en el planeta de los extremismos de acrisolada virtud o maldad irrefrenable.

En la vida cotidiana, lo que encontramos no son simplificaciones, sino irregularidades, asimetrías, grietas, sorpresas, buenas y malas. Existen gobernantes extraordinarios de gentes que quizás no lo son tanto. O mandatarios gangsteriles, amorales y corruptos, en naciones formadas por personas dignas y valerosas que merecerían mejor destino. Las percepciones nos engañan de continuo. Constituyen estructuras mentales emanadas del archivo cultural y la historia. Son pequeñas cajas negras, gracias a las cuales nos sumergimos en la realidad que nos rodea. Como «Verdades cansadas», calificó a los estereotipos y presunciones George Steiner. La virtud humana es un bien escaso y el buenismo una patología infantil. Peor que este resulta la superioridad moral autoatribuida de sectores importantes de la sociedad española, una mezcla castiza de aldeanismo y complejo de inferioridad. ¿Cómo se atreven a juzgar, cuando tienen el patio lleno de estiércol?

Uno de los métodos posibles para discernir con algún sentido de justicia la trayectoria propia y ajena se basa en la comparación, que permite interrelación y aprendizaje creativo. Es decir, el que fabricamos no contra otros, desde la economía moral del resentimiento, sino con un sentido de humanidad. En las fechas en las cuales el Rey Don Juan Carlos anuncia su retirada pública y la Reina Doña Sofía cumple su trayectoria de servicio a España, resulta importante cobrar perspectiva. Saber de qué estamos hablando, sin caer en banalidades, juicios apresurados o, peor aún, estereotipos difundidos en teleseries o documentales coloreados más falsos, decían nuestros abuelos, «que un duro a peseta». En 1975, cuando comenzaron su reinado, la renta per cápita española era de 3.201 dólares anuales. En 2014, cuando concluyó, de 29.623. Es un dato, no menor, con los matices del caso. Terminaba un régimen como el franquismo, que giró alrededor de una figura tan providencialista como Francisco Franco. La reciente publicación del extraordinario libro Don Juan contra Franco a cargo de dos grandes periodistas de ABC, Juan Fernández-Miranda y Jesús García Calero, prueba con valiosos documentos que el general ferrolano pudo ser monárquico en su juventud, aunque el vencedor de la guerra civil distó de serlo.

La legitimidad de la monarquía que asumieron Don Juan Carlos y Doña Sofía remite no a periodos de emergencia cronificados, sino a la constitución histórica de los españoles, una forma de Estado tan inmemorial como probada a lo largo de los siglos. España pasó del estadio tribal a la monarquía, para expresarlo con mayor claridad, al igual que otras naciones europeas actuales muy antiguas, no fundadas hace dos siglos o cinco minutos. En su historia moderna nacional, no nacionalista, porque este fue un invento decimonónico tóxico, existieron dinastías, integraciones y desintegraciones, lo habitual dentro de una monarquía compuesta o compacta, cuyo cuerpo material y simbólico estuvo compuesto de reinos, señoríos, jurisdicciones y ciudades.

Del mismo modo que la España actual inauguró su andadura institucional entre 1975 y 1978, con la proclamación de la Constitución, el final del reinado de Don Juan Carlos y Doña Sofía reitera la historicidad de la monarquía española. Todos los monarcas tienen con la institución a la que sirven dos deberes fundamentales, la consecución de herederos y la transmisión de la herencia recibida. Ambas tareas han sido satisfechas a cabalidad por los Reyes eméritos. Sin embargo, en un mundo como el nuestro, saturado de símbolos y emociones, todo requiere comunicación y explicación. Lo que no se cuenta, no existe. Aquello que no transmite una emoción, se ignora, no logra traspasar la barrera constituida por la economía de la atención. En este sentido, el balance de su reinado, el impacto a largo plazo de 39 años de cambios razonables, la «normalización» de España, continúa por realizar. Aunque algunos lo quieran negar por miseria de corazón y razones sectarias, la transición española resultó de un largo proceso de conversación recuperada entre las dos Españas, iniciado en la década de los cincuenta y madurado en los sesenta. Lo protagonizaron personas valientes, hombres y mujeres de ambos bandos, que asumieron la guerra civil como el mayor fracaso colectivo de nuestra historia. Desde luego nada de lo que se pudiera sentir orgullo. El milagro español consistió luego en la fundación de una democracia europea avanzada, al que se sumó la entrada en las Comunidades europeas y la OTAN, la inmersión en las corrientes de la globalización, con éxitos y fracasos.

Los Reyes Juan Carlos y Sofía han sido trabajadores infatigables y promotores de la imagen de España en el ancho mundo, en especial fuera de Europa, lo que resultaba imprescindible para que el entierro definitivo de la imagen de España como espacio de la anomalía, se pudiera lograr. La reconstrucción de lazos emocionales y políticos con los españoles de las muchas diásporas del siglo XX fue una tarea a la que dedicaron energía y patriotismo. Por experiencia personal conozco lugares remotos, en especial en la América hispana, en los que desvelaron una placa, dejaron un recuerdo o inauguraron un centro cultural o colegio. Tras ellos, España volvía a estar en el mapa, recuperaba su posición. Los grandes eventos que constituyeron la exposición universal sevillana, los JJ.OO. de Barcelona y la capitalidad cultural de Madrid en 1992, contaron con su apoyo entusiasta. Los dos grandes cambios de la sociedad española de los últimos cuarenta años, la integración de las mujeres en la sociedad civil productiva con una aportación decisiva, y la apertura de empresas, personas y comunidades a las corrientes de intercambio global, deben mucho a su tarea. Si en el haber entra una transformación prodigiosa y una presencia segura y constante, que alcanzó una de sus expresiones fundamentales en la cercanía a nuestras víctimas del terrorismo, en el debe hay elementos a los que se da demasiada importancia, en todo caso materia judicial, como corresponde.

No es el momento de una exigencia narcisista de comportamientos ejemplares, sino de cobrar perspectiva y quizás, al menos en un instante de belleza, sentir un modesto orgullo de lo conseguido. De lo que fuimos, de lo que somos y de lo que seremos. Aquello de lo que se ocupa la historia, jamás predecible, nunca determinada, más grande siempre que la verdad, grande o pequeña, del historiador que la contempla y escribe. Entre 1975 y 2014 ha sido un privilegio para la inmensa mayoría vivir en España, mientras cada mañana los Reyes Juan Carlos y Sofía, servían a los españoles. Muchas gracias majestades. No nos olviden: forman parte de nuestras vidas.

Manuel Lucena Giraldo es miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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