No habría habido milagro español en los sesenta sin sol y playa, tronco de un árbol que puede seguir creciendo indefinidamente en calidad, cantidad y diversificación. Cuando no exportábamos nada, la única fuente de divisas era el turismo. Este bendijo la década prodigiosa, la del 7 por ciento de crecimiento anual, con las suecas de Landa y Sacristán, los intercambios, la mezcla de ideas y de flujos corporales. Fue el cambio más veloz que España ha conocido. El 'primum movens' de tal fenómeno fue Manuel Fraga, o algún asesor suyo cuyo nombre nunca conoceremos y que ha entregado su mérito al ministro franquista de Información y Turismo, monstruo de la naturaleza, campeón de oposiciones y presidente de la Xunta. Desde los paradores de Fraga hasta el hastiado hoy de la izquierda delincuencial, otra vez dos Españas: una ha hecho historia puertas afuera, otra se ha resistido al transcurso del tiempo y al Código Penal puertas adentro.
Esta última viene en el retrato repentino que, en plan Dorian Gray, muestra con espantosa crudeza el verdadero estado moral de lugares preciosos como Mojácar, siempre Mojácar, que diría Sánchez a la periodista 'groupie' por excelencia. Lo que ahí se escondía –la oscura trama que canalizó el maná del turismo, con su estanquera todopoderosa, una estirpe de la promoción inmobiliaria alojada en el PSOE, el revés del cambio de color político en la alcaldía y el remate de un intento de pucherazo a lo bestia, comprando el voto– da para una novela. No una de denuncia, ¿para qué? A estas alturas, quien necesite ilustración sobre la orgía de las concejalías de urbanismo y la índole clientelar de la política local y autonómica del régimen socialista andaluz, que en teoría ya no está pero que se resiste a desaparecer, es que no se entera de nada o es que está en el ajo y quiere ganar tiempo. O perderlo. La novela debería ser a lo Cela, con ese punto absurdo, joyas verbales como escupitajos, gotas de surrealismo, todo formalmente atado a la crónica grotesca, tipos en los que no pensamos hasta que llega narrada la bajeza de personajes amorales mezclados con otros que son paisaje. Sin la capacidad de no sentir nada por nadie, necesidad estilística a la que Cela accedió a la primera de cambio, con veintiséis años y tras 'La familia de Pascual Duarte', no existiría el fructífero tremendismo, ni él habría pillado el Nobel, ni nos daríamos cuenta ahora mismo, ochenta y un años después de publicada aquella su primera novela, de las semejanzas entre los estragos del hambre de posguerra y los destrozos de la gula de hoy.
Creo que no estábamos preparados para la noticia: aquí todavía se practica el pucherazo cochino de la compra de votos. Nos sonaba a caciquismo, a Restauración. No es que no sospecháramos trampas, pero las creíamos más sofisticadas, no de Código Penal: campañas institucionales orientadas a ensalzar al partido, regalos electorales que pagarán los nietos de los beneficiados, demagogia a raudales, cosas así. A lo mejor somos tan ingenuos que ni siquiera habíamos pensado en la cantidad de municipios (o ciudades autónomas, ahí Melilla) cuyo censo es tan pequeño y el poder está tan reñido que echarse a la calle con sobres de cien euros te puede girar el resultado. Una inversión rentable, vamos. Lo que es peor, los pagadores no percibían el riesgo de delinquir de forma tan grosera y tan expuesta.
Pero es que con Mojácar, siempre Mojácar, hija, han reventado otras pústulas de la España de progreso, salpicando de pus a cargos socialistas de relumbrón. Luego hay en Melilla un líder al servicio de Marruecos que había sido condenado, junto con un cargo socialista, por lo mismo. Hay cosas aquí que, bien analizadas, resultan inexplicables: que tal antecedente no lo tuviera nadie en mente, o que Mustafá Aberchán, líder de Coalición por Melilla que llegó a presidir en su día la ciudad autónoma, mantuviera su cargo orgánico. La investigación por la compra de votos se extiende a otros municipios e implica a socialistas. Sin embargo, la campaña del plebiscito sobre Sánchez de mañana, que llaman elecciones municipales y autonómicas, todavía podía extender la necesaria novela realista hacia el género negro. Y lo ha hecho en Maracena, Granada, en forma de secuestro de una concejal. Pistola, cuchillo, señora atada con bridas en el maletero de un coche. En fin, estas cosas terribles ocurren, ¿qué se sabe? Que el juez ha implicado en la trama del secuestro al secretario de Organización del PSOE de Andalucía. La secuestrada estaría a punto de denunciar irregularidades urbanísticas y el ejecutor del secuestro habría sido el novio de la alcaldesa. Se conocieron por Tinder. ¿A que parece una serie de Netflix?
El futuro procesal nos dirá si los condicionales perfectos se convierten en pretéritos perfectos. Desde luego, ha sido un fiasco del siete la campaña del plebiscito que de todos modos habría perdido Sánchez, aunque esta afirmación nunca podrá demostrarse y el partido de los cien años de honradez (pero ni un minuto más) gozará de un melancólico recurso contrafactual: si no hubiera sido porque la policía se puso a actuar en ese momento… ¿Dónde coño estaba Marlaska? Un poco como aquella frase legendaria de Otegi cuando en 2005 la fiscalía pidió prisión para él: «¿Esto lo sabe Conde-Pumpido?» Han tenido que pasar dieciocho años para que una salida tan sorprendente cobrara pleno sentido. Porque lo más deleznable de la campaña sanchista no son esos presuntos delitos, sino los 44 etarras ex que van en las listas de uno de sus miembros. Sí, el sanchismo es un régimen donde el PSOE solo es el hermano mayor.
Juan Carlos Girauta