Gran ciencia, pequeña ciencia

Octubre nos ha obsequiado, como cada año, con la concesión de los Nobel –que se entregarán en diciembre–, una fiesta para la Ciencia, con mayúsculas. Y es que, a menudo, premian grandes descubrimientos que suponen un cambio de paradigma o invenciones que revolucionan el mundo de la tecnología o del conocimiento. De hecho, durante las últimas décadas la ciencia parece dominada por grandes proyectos que, a menudo, son de alcance internacional o incluso mundial.

Así, cuando el Nobel de Física honró en 2011 a Perlmutter, Schmidt y Riess por el descubrimiento de la expansión acelerada del universo, venía a reconocer la labor de dos grandes equipos internacionales independientes: el Supernovae Cosmology Project y el High Redshift Supernova Project, colaboraciones en las que participaban varias docenas de investigadores que habían utilizado los mayores telescopios del mundo, tanto en tierra como en el espacio, para observar supernovas extraordinariamente violentas que, con esos potentes instrumentos, pueden llegar a verse aunque las explosiones sucedan a distancias lejanísimas.

En 2013, los agraciados fueron Higgs y Englert por sus trabajos pioneros sobre el bosón de Higgs. Pero el desencadenante del premio fue el descubrimiento experimental de dicha partícula en el CERN, una organización científica basada en Ginebra en la que trabajan 4.000 personas, una plantilla a la que se suman otros 10.000 científicos e ingenieros que trabajan en diversos institutos alrededor del mundo colaborando con el CERN. De manera un tanto similar, el Nobel de Física de 2017, otorgado a Weiss, Barsh y Thorne, venía a premiar el logro de la detección de ondas gravitacionales desde los dos observatorios LIGO, una instalación de altísima tecnología en la que se han invertido cientos de millones de dólares y en la que colaboran más de un millar de físicos e ingenieros repartidos por todo el mundo.

Gran ciencia, pequeña cienciaEsta Gran Ciencia, que utiliza las mayores instalaciones científico-tecnológicas del mundo, está dominada por grandes líderes científicos, mueve presupuestos multimillonarios e involucra a equipos de numerosos miembros. Es una ciencia en la que los grandes resultados se publican en forma de abundantes artículos en revistas de gran alcance, publicaciones en las que el número de autores puede superar el centenar o incluso el millar. A menudo la labor de los miembros de estos equipos queda diluida en esas grandes listas. Los científicos, miembros de esas descomunales maquinarias a veces no están seguros de en cuántas publicaciones aparecen. Para encontrar su nombre entre los autores de una publicación deben recurrir al buscador en su ordenador.

Sin querer restar valor a la gran ciencia, motivado por el reciente Nobel de Física, hoy quisiera romper una lanza por la ciencia pequeña, la que se desarrolla de manera individual y silenciosa en cientos de pequeños laboratorios y departamentos universitarios. La que cultivan científicos modestos, movidos por su curiosidad fijándose objetivos, sub-objetivos, o sub-sub-objetivos de pequeño alcance, lejos de las escalas que promueven el CERN o la construcción de los telescopios gigantes, como el Telescopio Extremadamente Grande (ELT), lejos de las grandes cuestiones, de las grandes instalaciones, de las grandes publicaciones y del gran público.

Efectivamente, el Nobel de Física de este año ha sido otorgado al cosmólogo estadounidense de origen canadiense James Peebles y a los astrofísicos suizos Michel Mayor y Didier Queloz, estos últimos pioneros en la caza de exoplanetas. En lo que sigue voy a tratar de argumentar que todos ellos son virtuosos representantes de la ciencia pequeña. Peebles ha sido profesor universitario en Princeton durante toda su carrera. Fruto de su creatividad personal son sus contribuciones al modelo del Big Bang que explica el origen y la evolución del universo. Su forma de trabajar, sus ideas personales, su manera de interpretar las observaciones del fondo cósmico de microondas, contribuyeron de manera sobresaliente a hacer de la cosmología una verdadera rama de la física. Sentó las bases para que la cosmología pasase de ser una serie de entelequias y conjeturas a una disciplina auténticamente científica y cuantitativa, en la que las medidas y las predicciones podían realizarse con precisión. No utilizó grandes infraestructuras, tan solo sus dotes creativas y el gran rigor de su manera de pensar.

Cuando Michel Mayor fue nombrado profesor en la Universidad de Ginebra en 1983, sus trabajos trataban sobre las propiedades estadísticas de las estrellas dobles. Un tema muy de moda por aquel entonces, pues las observaciones indicaban que la mitad de las estrellas podrían formar parte de sistemas estelares dobles o múltiples. A partir de esos trabajos fue interesándose por encontrar compañeros progresivamente más ligeros en torno a estrellas de tipo solar. A principios de la década de 1990, se encontraba trabajando sobre esta cuestión con su estudiante de doctorado Didier Queloz. El tema exigía grandes cantidades de tiempo de observación, un tiempo que resulta extremadamente difícil de conseguir en los telescopios más potentes del mundo. Así que Mayor y Queloz se vieron obligados a recurrir a telescopios menos competitivos y concretamente el telescopio de 1,93 metros del Observatorio de la Alta Provenza, un instrumento que había sido construido en 1958 y que, al estar situado en un observatorio nacional, y a una altitud de tan solo 650 metros sobre el nivel del mar, no era excesivamente solicitado.

Para compensar los límites en sensibilidad de su telescopio, Mayor se interesó por desarrollar una nueva generación de espectrógrafos en colaboración con grupos de astrónomos franceses. Conseguir la financiación necesaria para construir el espectrógrafo ELODIE, que debería ser instalado en ese telescopio de la Provenza, no fue tarea nada sencilla. En la década de los 1990 los países occidentales ya gastaban grandes recursos en organizaciones internacionales, lo que permitía instalar potentes telescopios a gran altitud, en los lugares más oscuros y de cielos más despejados del planeta, como Hawái, Atacama, o nuestras Canarias. Observatorios como el de Alta Provenza habían pasado a tener una segunda prioridad.

El profesor Mayor y su estudiante persistieron, a pesar de todo, en su modesto proyecto. Invirtieron muchas noches en observar un gran número de estrellas con el telescopio de 1,93 metros equipado con ELODIE. Su perseverancia hizo que, en 1995, descubrieran el primer objeto de masa planetaria en torno de una estrella de la secuencia principal similar a nuestro Sol. El planeta fue bautizado con el nombre de la estrella seguido de la letra b: 51 Pegasi b.

A partir de los trabajos de Mayor y Queloz pronto se desencadenó mucha gran ciencia. Algunos de los mayores telescopios del mundo han dedicado un buen porcentaje de su tiempo a detectar y a caracterizar exoplanetas y se han lanzado telescopios al espacio consagrados a este fin. Se han catalogado hoy unos 4.000 exoplanetas, muchos de ellos con características similares a la Tierra. Según declaraciones del propio Mayor a este diario, en unos 10 o 15 años tendremos buenos planetas candidatos en los que buscar vida. El estudio de los exoplanetas es hoy uno de los principales temas tractores de la gran ciencia. Si Mayor y Queloz comenzaron la pesca de los exoplanetas con caña de pescar, los proyectos actuales de gran ciencia utilizan técnicas de la pesca de arrastre masivo tratando de que ni una sola estrella, ni un solo exoplaneta, pueda escapar al escrutinio de los grandes equipos de trabajo.

Vemos pues cómo, al igual que en muchas otras ocasiones, esta gran ciencia de los exoplanetas surgió de la ciencia pequeña. De esos estudios modestos que desbrozan los caminos sinuosos por los que deambulan a veces los científicos, separándose de las grandes autopistas de la ciencia oficial. Este último Nobel de Física pone de manifiesto la belleza de la ciencia pequeña, el trabajo discreto, abnegado e individual en el que priman la curiosidad, la intuición y el deseo de saber por saber.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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