Grandes males, ¿pequeños remedios?

Dicen las encuestas que bulle el caldero electoral y cunde la sensación de que cualquier cosa puede pasar. Desde las elecciones europeas de 2014 el tablero electoral español ha cambiado más que en los 30 años anteriores y el volcán electoral no da signos aun de haberse apagado. Tres recientes –y excelentes– artículos publicados aquí en los últimos días (El Congreso se fragmenta, de Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes; Dilemas del PSOE, dilemas de España, de Félix Ovejero; y La España de los ingratos, de Manuel Mostaza) abordaban, desde perspectivas distintas, problemas de gobernanza, de representación y de legitimidad que están hoy presentes en nuestro paisaje político y que se relacionan de modo diverso con los cambios en el sistema de partidos y en las orientaciones electorales de la población. Yo quiero tocar un punto concreto que frontal o tangencialmente se aborda también en esos trabajos: la dialéctica entre los partidos nacionales y los de ámbito territorial autonómico e incluso provincial que cada vez pesan más en la determinación de gobiernos y equilibrios políticos.

Grandes males, ¿pequeños remedios?La primera cuestión por elucidar es si existe o no una prima que el sistema electoral concede a los partidos de ámbito territorial limitado frente a los partidos nacionales. Pese a la extendida creencia en sentido contrario, no es cierto que en el cómputo global del Congreso los partidos nacionalistas estén primados en su representación, al menos desde un punto de vista sobriamente aritmético, el de la relación entre votos y escaños. Las formaciones nacionalistas, regionalistas o localistas no asociadas a partidos nacionales (es decir, sin incluir Navarra Suma, Foro Asturias ni las confluencias de UP) sumaron en toda España el 11,6% de los votos y el 11,4% de los escaños en las últimas elecciones. Ese equilibrio entre votos y escaños se ha mantenido prácticamente invariable elección tras elección.

Es cierto en cambio que existe una prima en la representación de las circunscripciones menos pobladas respecto a las de mayor población, que teóricamente podría favorecer esa deriva localista. Las 28 circunscripciones que eligen cinco o menos diputados (26 provincias, Ceuta y Melilla) suponen el 20,9% de la población electoral, pero eligen el 29,4% de los diputados. Pero de esta desviación no se deriva hoy por hoy una pérdida de representación de los partidos de ámbito nacional, puesto que el 89% de los diputados designados en esas 28 circunscripciones pertenecen a partidos nacionales o vinculados por pactos estables a ellos (caso de Navarra Suma), es decir, la misma proporción que esos partidos nacionales tienen en el conjunto del Congreso. Es en estas provincias de la llamada España vacía donde algunos anticipan una revolución electoral en favor de partidos localistas, siguiendo el ejemplo de Teruel Existe, que les convertiría en kingmakers del futuro Gobierno. A riesgo de equivocarme, creo que –como comentó Mark Twain al reportero del New York Journal que buscaba confirmación sobre los rumores del fallecimiento de aquél– tales augurios son una exageración. Saldremos, al menos en parte, de dudas en febrero en Castilla y León.

Pienso en todo caso que más que mirar a la ley electoral y las supuestas ventajas que otorga a los partidos de ámbito inferior al nacional, ya que tales ventajas en realidad son muy discutibles, a lo que hay que mirar es a las razones que han dado lugar a que estos partidos hayan acumulado un valor estratégico muy superior a su fuerza electoral. Por lo que se refiere a los partidos nacionalistas, la principal de todas ellas ha sido el reiterado recurso a estas formaciones como complemento parlamentario por parte de los grandes partidos nacionales aplicando una lógica a medio y largo plazo perversa. Porque el asunto no es tanto el hecho de buscar acuerdos con ellos, cuanto aceptar la lógica de intercambio que esos partidos nacionalistas invariablemente han propuesto: votos contra competencias.

Este es el verdadero problema. En 23 de los 44 años transcurridos desde las elecciones de 1977 el partido o la coalición que ha formado Gobierno no ha tenido un respaldo parlamentario mayoritario. Exceptuando el período de UCD, en el que hubo más acuerdos transversales entre derecha e izquierda, en todos los demás períodos de gobierno en minoría apenas se ha acudido a esos acuerdos, sino que se ha buscado el apoyo de los partidos nacionalistas. Invariablemente, estos pactos han consistido en esencia en apoyo nacionalista a iniciativas del Gobierno en el Parlamento nacional a cambio de mayores recursos y/o menor presencia del Estado. Los nacionalistas siempre han sido astutos en estas ocasiones: en lugar de comprometerse con los partidos nacionales en gobiernos de coalición han establecido con ellos una relación de naturaleza descaradamente mercantil, que no les comprometiera a renuncias o siquiera modulaciones de sus políticas o de su ideario.

El precio pagado por esta estrategia ha sido considerable en términos de repliegue del Estado en Cataluña y el País Vasco. Desde el desencadenamiento del procés se añade a ello una amenaza existencial para España. Cierto que, como recuerda Félix Ovejero, el cobro de la tarifa ha sido una constante de la «colaboración a la gobernabilidad» de los nacionalistas. Sin embargo, el cuadro cambia cuando se acoge como cooperantes a esa supuesta gobernabilidad a «partidos cuyo objetivo fundamental proclamado es la destrucción de nuestro Estado común». Estamos ya en otra fase, en la que lo que está en juego es la propia supervivencia de la Nación española.

Las culpas históricas están repartidas: el PSOE ha cedido más y durante más tiempo, pero el PP tampoco está libre de pecado en el tarifazo que han administrado los nacionalistas. En el envite de ahora, en cambio, la responsabilidad exclusiva recae en el PSOE. Podría buscar un acuerdo transversal que le liberase de la dependencia de sus aliados coyunturales. Podría llamar a las urnas para no continuar en esa dependencia. O puede seguir como hasta ahora. Lo primero es difícil. Lo segundo es arriesgado. Lo tercero –y me temo, a la vista de los antecedentes, más probable– es gravemente peligroso. No ya para el PSOE, sino para España.

Pero hay algo más en el horizonte, por más que en mi criterio se está sobrevalorando el posible impacto de las nuevas formaciones de ámbito aun más limitado (provincial) de la España vacía. Ya veremos, pero si el fenómeno arraiga entonces hay que plantearse algunas preguntas más en busca de algunas verdades inoportunas. Porque ya no sólo estaríamos hablando de estrategias erróneas de los partidos nacionales, sino de un fallo sistémico de articulación política y de gobernanza, un cierto fracaso del modelo que se deriva del Título VIII de la Constitución incapaz de dar cauce a los agravios –reales o sentidos, tanto da puesto que las consecuencias son las mismas– de quienes se ven (o creer verse) excluidos del progreso que otros logran.

No cabe duda de que los partidos que han articulado fundamentalmente la representación política en este período de nuestra historia –el PSOE y el PP– han visto reducida su capacidad de atraer mayorías que permitieran formar gobiernos monocolores y no hay visos de que ninguno de los dos vaya a conseguirlo en los años venideros. De ello no debiera deducirse que estemos condenados a ver pasar gobiernos frágiles, contradictorios, polarizadores, incoherentes o deletéreos. Probablemente, para evitar todo eso sería preciso, de momento, algo que hasta ahora ha sido tabú: acuerdos transversales entre los grandes partidos nacionales. Alemania ha tenido gobiernos de coalición en mayor o menor medida transversales de forma prácticamente ininterrumpida desde la constitución de la República Federal. En este tiempo, más de doce años (con Kiesinger y Merkel en la cancillería) gobiernos de Große Koalition entre democristianos y socialdemócratas. Que se sepa, ninguno de los dos partidos ha dejado de ser alternativa del otro ni se ha desnaturalizado, ni ha renunciado a sus ideas ¿Tan difícil es hacer algo parecido?

José Ignacio Wert fue ministro de Educación, Cultura y Deporte. Su último libro es Los Años de Rajoy (Almuzara, 2020).

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