Grecia, alfa y omega de Occidente

Suena a paradoja que, siendo Grecia la cuna de la cultura occidental, pueda ser su sepultura. Pero hay muchos puntos que aclarar en tan rotundo vaticinio. El primero, definir la cultura occidental, asentada en dos principios: «El hombre (no los dioses ni la naturaleza) como medida de todas las cosas» protagórico y el «sólo sé que no sé nada» socrático, en apariencia contradictorios, pero que han servido de lanzadera para todo tipo de saberes y le han dado primacía sobre todas las demás culturas; y a Europa, dominio sobre el resto del mundo durante más de veinte siglos.

De la «decadencia de Occidente» viene hablándose desde que Spengler publicó hace un siglo un libro con tal título. La Primera Guerra Mundial había dejado Europa en ruinas, y aunque hubiera habido otras muchas anteriores, ninguna alcanzó efectos tan devastadores, a más de verse por primera vez soldados americanos combatiendo en suelo europeo. Aún más amedrentadora fue la aparición de movimientos políticos de extrema derecha y extrema izquierda ajenos a la cultura occidental. El comunismo, sobre todo en su versión leninista, y el fascismo, en su versión nazi, subordinando la razón individual a la razón de Estado, significaban diluir el hombre en la masa anónima y sustituir el conocimiento abierto por el dogmatismo más cerrado. La primera víctima de ese vuelco, o retroceso, fue la democracia, la gran conquista política griega, barrida por el vendaval autoritario.

Lo que siguió lo saben ustedes y no hace falta detallarlo: una crisis económica brutal, un desconcierto generalizado, la hora de los dictadores y otra gran guerra, que convierte Europa en colonia de las dos grandes potencias vencedoras, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Si alguien pensó que llegaba su ocaso, no le faltaban razones. Pero a la historia le gusta sorprendernos y las décadas que siguieron –pese a llamarse «guerra fría»– fue una de las más prósperas y me atrevo a decir felices, al menos para la mitad de esta península occidental de Asia. Mientras las dos superpotencias se miraban por encima de sus cabezas nucleares, Europa se reconstruía e incluso empezaba a cumplir su viejo sueño de unificarse. Es verdad que la parte oriental estaba bajo la bota de un amo bastante menos rico y mucho más cruel, pero también hubo allí progreso y, sobre todo, no hubo guerra, que es lo que más lastra el desarrollo de las naciones.

Esta etapa se acabó con la victoria de uno de los gigantes sobre el otro, que puso fin al equilibrio del terror y, paradójicamente, inició una era mucho más inestable e impredecible. Aparecen nuevos protagonistas, China, India, y nuevos desafíos, el fundamentalismo islámico sobre todo, con nuevas reglas, lo que hace mucho más difícil hacerle frente. Constatándose muy pronto que los Estados Unidos solos no podían garantizar la paz y seguridad del mundo entero. Tras varias guerras libradas pero no ganadas, y sentir el zarpazo del nuevo enemigo en su propia casa, los norteamericanos han elegido una estrategia mucho más defensiva, mientras Europa ni siquiera tiene estrategia ni capacidad para defenderse. Y como las desgracias nunca llegan solas, vuelven a surgir movimientos de extrema izquierda y extrema derecha impensables hace sólo veinte años. Revive el nacionalismo, que creímos enterrado con la última gran guerra, resurge el marxismo-leninismo, que pensábamos había quedado aplastado por el muro berlinés al derrumbarse, con el denominador común de xenofobia, radicalismo y euroescepticismo, en prácticamente todos los países, los escandinavos incluidos. En algunos, de forma testimonial; en otros, como Francia, con tal fuerza que aparece por delante de todas las demás formaciones políticas en las encuestas; y en uno, imponiéndose con claridad en las elecciones: Grecia, desafiando abiertamente a Europa, su hija cultural y política. Común denominador de todos esos nuevos partidos es el «populismo», la apelación al ciudadano anónimo, frustrado por la crisis y engañado por los gobernantes, que clama por nuevos líderes. Los viejos griegos los llamaban demagogos, de demos, pueblo, y ago, conductor. A estas alturas, los conocemos de sobra para saber lo que ofrecen: soluciones sencillas a problemas complicados. Algo que entra fácilmente, como su llamada a los instintos más que a la razón. Las consecuencias las hemos visto dondequiera que han alcanzado el poder, sin importar que sean de izquierda o de derecha. La realidad es demasiado compleja para dejarse embridar por fórmulas sencillas o convencer por motivos emocionales. Pero, de momento, la realidad es un récord de paro y recortes de todo tipo, que empuja hacia los cambios radicales, sobre todo entre los más afectados, los jóvenes, dispuestos a dinamitarlo todo, y una clase media que se consideraba burguesía para encontrarse de golpe y porrazo convertida en proletariado. Un caldo de cultivo ideal para los demagogos. De ahí que haya titulado esta diatriba sobre el delicado momento que atravesamos con las letras alfa y omega del alfabeto griego. Grecia, donde, por un milagro que aún hoy nos asombra e ilumina, surgió la cultura occidental, y que supo resistir la embestida asiática, es hoy precisamente la primera que se aleja de Europa y se rinde a los cantos de sirena de la demagogia, la simplificación, la ira, la irracionalidad, que se extienden como una mancha de aceite por aquellos países que se refugian en la complacencia y los pueblos que buscan la vuelta a la tribu.

De todas formas, me quedan dos dudas a la tesis que acabo de exponer. La primera, que estemos siendo víctimas de un equívoco y confundamos la Grecia actual con la clásica. Y no es así. Grecia empezó a olvidar su clasicismo cuando pasó a ser bizantina y lo dejó totalmente en los cuatro siglos de ocupación turca. Pero los europeos seguimos viendo en ella los valores éticos y estéticos de su clasicismo, por lo que le perdonamos todos los pecados. Hasta que a los griegos actuales se les fue la mano. Pero que la Grecia actual deje de pertenecer a Europa no significa el fin de Europa.

Por otra parte, siendo la occidental la única cultura antidogmática, capaz de asimilar lo mejor de otras, lo que le ha permitido sobrevivir tanto tiempo sin restringirse a un pueblo o a un país y convertirse en cultura transeúnte –Atenas, Roma, resto de Europa, Estados Unidos–, ¿no estará preparándose para dar el gran salto a Asia y, dentro de poco, la veamos aparecer con ojos oblicuos y rasgos orientales?

Ojalá sea así, aunque los europeos no seamos ya sus protagonistas. Pues en caso de que Occidente esté de verdad en la decadencia, la cultura que venga, es decir, la forma de vida que nos espera, será mucho más dura, mucho más exigente, mucho menos compasiva y, por qué no decirlo, mucho menos humana, al no ser ya el hombre la medida de todas las cosas.

Pero si la perdemos será por no haber respetado sus principios de rigor y responsabilidad. Como parece haber ocurrido ya en Grecia.

José María Carrascal, periodista.

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