Grecia: ¿castigar o ayudar?

Para que el asunto de Grecia llegue a buen puerto hace falta que los responsables europeos se pongan de acuerdo sobre lo que pretenden, si ayudarla o castigarla. Esta disonancia ha contribuido a agravar la crisis griega y es posible que acabe perjudicando a todo el mundo.

Una premisa realista: la salida de Grecia del incómodo seno de la eurozona no es admisible. Tendría unos costes literalmente incalculables: quienes pretenden cifrarlos sólo atienden a las pérdidas y ganancias inmediatas, sin considerar que el abandono de Grecia significaría el final del proyecto europeo tal como fue concebido y la renuncia a esos valores europeos de los que tanto presumimos, que, junto con el cansancio de los combatientes, han hecho posible terminar con siglos de contiendas entre los que hoy son miembros de la UE. Ocupémonos, pues, en ver cómo ayudar a Grecia a que siga perteneciendo a la eurozona sin que ello suponga una carga eterna para sus socios.

Grecia necesita tiempo para poder convertir sus ideas en planes y ponerlos en marcha, y necesita financiación hasta que esos planes den los resultados esperados. Esa financiación no puede estar sujeta a la aceptación íntegra de unas condiciones que, si bien han castigado la falta de responsabilidad de los anteriores gobiernos, ni han ayudado ni ayudarán a la recuperación de la economía: la evidencia de los últimos cuatro años basta para certificar lo que muchos sabían, que la contracción fiscal impuesta bajo la etiqueta de austeridad no haría sino agravar la recesión. ¿Significa eso el fin de la austeridad, de lo que aquí bautizan como austericidio, un barbarismo que no debería manchar los labios de un universitario? De ningún modo: los griegos tienen –como tenemos nosotros, aunque en menor medida– austeridad para rato, porque durante unos años creyeron ser más ricos de lo que eran, y ahora hay que devolver lo que se pidió prestado y se gastó en consumo. Por eso propuestas como la de elevar el salario mínimo hasta un nivel superior al español deben ser puestas en cuestión. Pero no hay que confundir austeridad y miseria, y por eso la creación de un fondo de auxilio a las personas en situación de necesidad extrema debe ser una prioridad.

Tampoco se trata del final de las reformas: una economía débil y poco productiva –como lo es, aunque en menor medida, la nuestra– ha de sufrir reformas en casi todos sus aspectos. Basta mirar nuestra propia historia para recordar que sin reformas no estaríamos en la Unión Europea y que llevó mucho tiempo y no poco esfuerzo adoptarlas. Pero si bien un plan de reformas es desde luego indispensable, no puede ser diseñado en un despacho e impuesto desde fuera, no por una cuestión de orgullo nacional –el penúltimo refugio de un granuja– sino porque suelen ser los nativos quienes mejor saben de qué pie cojea el país y qué es lo que en cada momento se puede conseguir, mientras la experiencia nos enseña que planes redactados por organismos lejanos han dado a veces resultados muy distintos de los perseguidos. Cierto que los expertos locales pueden ser sospechosos de defender a los adversarios de las reformas; pero en este caso, y aunque parezca paradójico, un partido como Syriza puede ofrecer garantías de emprender reformas que los partidos de siempre no hubieran abordado.

En resumen, hay base para llegar a un acuerdo bueno para todos. Vale la pena despejar, por si acaso, tres objeciones comunes. La primera es la del riesgo moral: si aflojamos, ¿no volverán los griegos a las andadas? Si el general Marshall se hubiera hecho la misma pregunta cuando visitó Alemania en 1948, el plan que llevó su nombre no hubiera nacido. Por fortuna, Estados Unidos dio un voto de confianza a la nación en ruinas. Sin ese voto de confianza, el proyecto europeo no tiene posibilidad de éxito. La segunda es: ¿cuánto va a costar la ayuda esta vez? Unos cálculos necesariamente toscos la cifran en algo menos de cuarenta mil millones de euros, el 4% del PIB español… el 0,4% del de la eurozona y algo menos del 0,3% del de la UE. Mucho dinero, sí, pero… ¿demasiado?

La última es la del precedente: ¿no habrá que ser igualmente indulgente con otros deudores? No, porque a cada uno hay que dar un trato acorde con sus capacidades. España no es Grecia, no necesitamos el mismo trato y no debiéramos haber exigido mano dura con Grecia. España tampoco es Alemania. Hemos seguido las instrucciones y nuestra economía se está recuperando, pero hemos hecho los deberes sólo a medias y nuestra recuperación sólo parece brillante comparada con la situación del entorno europeo. Comportarnos como si ya formáramos parte del Norte es hacer el ridículo. España debiera estar con quienes pretenden humanizar –que no dulcificar– las políticas hasta hoy seguidas; en eso deberíamos invertir la autoridad que nos confiere estar en el camino de las reformas. En una palabra: con la generosidad hacia Grecia podríamos contribuir al proyecto europeo con lo único que nuestras maltrechas finanzas nos permiten regalar, que es el ejemplo.

¿Y la deuda? Hay quien dice que todos estaríamos mejor si borráramos la pizarra y partiéramos de cero. De eso, otro día.

Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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