Grecia: la crisis que nunca acaba

El tren de pasajeros que chocó con un tren de mercancías en Tempe, Grecia, en la madrugada del 1 de marzo.Vaggelis Kousioras (AP)
El tren de pasajeros que chocó con un tren de mercancías en Tempe, Grecia, en la madrugada del 1 de marzo.Vaggelis Kousioras (AP)

Una antigua canción griega reza: “Lo que empieza bien, acaba en dolor”.

No he podido encontrar otra frase que exprese más acertadamente la crisis que nos afectó en 2010 y que continúa en la actualidad.

Grecia ha sido un país pobre desde la creación del Estado griego. Sus ciudadanos habían aprendido a vivir con unos ingresos mínimos y unas economías sangrantes. De repente, a partir de mediados de la década de los ochenta, esta realidad cambió radicalmente. Se produjo un rápido aumento de los ingresos y la prosperidad, que nadie sabía de dónde procedía.

El entonces Gobierno socialista del Pasok se jactaba del desarrollo y de las inversiones. ¿De qué desarrollo y de qué inversiones? Se trataba de una riqueza virtual, en principio procedente de las subvenciones de la Unión Europea, que se repartían entre particulares o empresas que tenían estrechas relaciones con el partido de los gobiernos de turno. Junto con los subsidios, se desarrolló también un crédito descontrolado, con préstamos concedidos por cualquier motivo y en cualquier ocasión. Los destinatarios de estos préstamos no fueron solo los ciudadanos, sino también el Estado.

Así llegamos a la crisis de 2010 y a unos años dolorosos, que aún continúan con dramáticas consecuencias. De la riqueza y el crecimiento virtuales hemos pasado al período de los memorandos, los recortes, el control de los hombres de negro y las sanciones.

Todos los gobiernos que asumieron la gobernabilidad del país desde 2010 tenían como único objetivo sacarlo de los memorandos y el control externo. Cada vez que conseguían una reducción de los duros términos que se habían impuesto, lo celebraban como si fuese un éxito.

Sin embargo, había un aspecto oscuro que se hacía sentir de vez en cuando, y que se hizo evidente por completo en la reciente tragedia ferroviaria de Tempe.

Los gobiernos que gestionaron los memorandos y las sanciones tenían como prioridad exclusiva lo visible, o sea, las condiciones que habían impuesto la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, cuya observancia e implementación podían supervisarse externamente. Todas las demás funciones del Estado, que estaban fuera del sistema de supervisión, quedaron a su suerte.

La tragedia ferroviaria del pasado 28 de febrero en Tempe, que ha conmocionado al país, es producto y resultado de esa táctica miope.

En 2017, la empresa ferroviaria estatal Trainose fue vendida a una empresa ferroviaria italiana. El Gobierno, en ese momento, declaró con orgullo que estaba cumpliendo con los plazos de los préstamos y avanzando en las privatizaciones. Sin embargo, solo se privatizaron los ferrocarriles, mientras que la red ferroviaria siguió siendo propiedad del Estado griego.

Y aquí empiezan los problemas. El accidente que se cobró la vida de 57 pasajeros lleva exclusivamente el sello de la incapacidad del sistema estatal. Me centraré en algunos breves detalles.

En 2007, Grecia se adhirió al Sistema Europeo de Control de Trenes (ETCS). Según el acuerdo original firmado, el proyecto debía ponerse en funcionamiento en un plazo de 54 meses, es decir, en 2012. Las autoridades dijeron en 2022 que el sistema estaría operativo a finales de 2023, es decir, con un retraso de 16 años. Pero ni siquiera esta afirmación es creíble, cuando todo el mundo sabe que el sistema de control electrónico de la red ferroviaria sigue pendiente, salvo una mínima parte, y se desconoce cuándo se instalará.

El accidente ocurrió alrededor de las once de la noche. Este tren es el tren favorito de los estudiantes atenienses que estudian en Salónica. Lo prefieren por dos razones. La primera, el billete es más barato. La segunda, que ganan un día extra en Atenas, pero a la vez tienen la posibilidad de llegar a Salónica a tiempo para las clases del día siguiente. Esta fue la razón por la que la mayoría de las víctimas del accidente eran estudiantes.

Y como guinda al pastel, por decirlo así, las autoridades habían destinado en la estación de Lárisa, la cuarta en tráfico de toda Grecia, a un jefe de estación inexperto, que ni siquiera se dio cuenta de que había ocurrido el accidente.

En una época en que todo el mundo habla del cambio climático, los griegos estamos pagando las consecuencias de la obstinación del aparato estatal.

Ahora, como táctica habitual, todos los gobiernos anteriores critican al Gobierno actual por no haber evitado el accidente, cuando ellos tampoco habían hecho nada en absoluto para mejorar la red durante su mandato.

La crítica no procede del capaz al incompetente, sino del afortunado al desafortunado.

El accidente ocurrió al final de las vacaciones de tres días con motivo del carnaval.

Permítanme volver a recordar el verso de la canción: lo que empieza bien, acaba en dolor.

Y permítanme agregar el que le sigue: solo los corazones rotos lo saben.

Desde la crisis de 2010 hasta la reciente tragedia ferroviaria, los corazones rotos en Grecia son parte pero también consecuencia del sistema.

Petros Márkaris (Estambul, 1937) es el autor de las novelas policiacas protagonizadas por el inspector Kostas Jaritos. Su nuevo libro es La conjura de los suicidas (Tusquets), de próxima publicación. Traducción de Joaquim Gestí.

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