Grecia, los insensatos y el euro

Las Bolsas europeas están subiendo y la Comisión ha mejorado sus previsiones de crecimiento del PIB para este año y el que viene. En 2016, la eurozona puede crecer más deprisa que Estados Unidos. Y esto sucede mientras el drama griego se aproxima a su catarsis, lo cual hace que algunos opinen que la crisis del euro está llegando a su fin, con o sin Grecia. ¿Es verdad?

Para responder a esta pregunta, dejemos por un instante la política y centrémonos en la economía. Un repaso de los síntomas de la crisis (el insostenible ascenso de la deuda soberana, la vulnerabilidad de los bancos) y su principal causa (la pérdida de competitividad de la periferia) muestra notables avances. Se han reducido déficits, y la deuda pública, salvo la de Grecia, tiene los intereses más bajos que se recuerdan. Los grandes bancos han pasado estrictas pruebas de solvencia o están reponiendo su capital, y sus préstamos al sector privado están aumentando. Irlanda, España, Portugal y Grecia —sí, incluso Grecia— han corregido la desventaja que sufrían frente a sus socios comerciales en costes laborales. El arsenal de la eurozona para combatir la crisis, que estaba vacío, se ha llenado de armas: fondos de rescate especiales, herramientas de política monetaria capaces de sostener a los bancos y a los Gobiernos, estrictas reglas fiscales y supervisión bancaria del BCE.

Esto significa que la unión monetaria es sólida y que, al contrario que tantos agoreros en la prensa de habla inglesa, no hay que perder la esperanza sobre el futuro del euro. Pero sería irresponsable suponer que la crisis ha terminado y que será fácil superar un impago griego o su salida del euro. Primero, desde luego, por motivos políticos. La peligrosa partida que están jugando Grecia y sus acreedores enfrenta a dos bandos débiles, un pueblo exhausto y radicalizado por seis años de depresión económica y 18 países que tienen sus propias dificultades y no quieren pagar lo que consideran errores de otros. Si Grecia se va, ahora o dentro de unos años, nadie sabe cómo cambiará la complicada tarea política de mantener unida una eurozona truncada. Es una pregunta que los más prudentes prefieren no responder.

En la mejor de las circunstancias, los países de la periferia tardarán años en reducir la deuda y el desempleo a niveles aceptables. Y no parece que vaya a mantenerse la afortunada combinación de petróleo barato, dólar al alza y tipos de interés en mínimos históricos, que está impulsando el crecimiento actual de Europa. El empujón a la demanda mundial gracias a los bajos precios del crudo es temporal, y ya se han recortado las inversiones en energía y las importaciones rusas. El valor del dólar refleja una diferencia de estrategias de crecimiento que de momento favorece a Estados Unidos, pero es improbable que dure, porque EE UU tiene un déficit comercial considerable, y la eurozona, un superávit. En cuanto a los bajos tipos de interés del BCE, es muy posible que sean incompatibles con el crecimiento y el pleno empleo en Alemania y con los elevados tipos de interés al otro lado del Atlántico.

El último motivo para la cautela es que Italia, la tercera economía de la eurozona, ha dado escasas señales hasta ahora —a diferencia del resto de la periferia— de recobrar su competitividad. Incluso con un dólar alto, sus costes laborales unitarios siguen siendo desmesurados en comparación con los de sus principales socios, especialmente Alemania. Las exportaciones están aumentando, pero —al contrario que otros países periféricos— han seguido perdiendo cuota en sus principales mercados. Con sus mediciones del clima empresarial y la corrupción, el Banco Mundial sigue colocando a Italia al nivel de los países en vías de desarrollo. Los recortes presupuestarios seguramente evitarán la bancarrota nacional. Pero, a no ser que haya amplias reformas para remediar su persistente falta de competitividad, es difícil que pueda restablecer un crecimiento suficiente y sostenido. España, Irlanda y Portugal han avanzado más que Italia en su proceso de reformas y tienen mejores perspectivas, pero también afrontan sus propios retos políticos y económicos.

Quienes piensan que el euro está condenado a morir se equivocan, pero quienes creen que el drama griego no es para tanto y que la crisis del euro está desvaneciéndose son complacientes e insensatos.

Uri Dudash es director del Programa de Economía Internacional del Carnegie Endowment for International Peace. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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