Grecia no sufre por un exceso de Europa

Nunca como en esta crisis de la deuda soberana se había visto un contraste tan profundo entre la lucidez de los análisis que nos dicen lo que hay que hacer y la falta de voluntad y liderazgo para hacerlo. La contundencia de los comentaristas que afirman que ni Grecia ni ninguno de los países en apuros saldremos de esta con una estrategia equivocada (la anorexia fiscal) solo resulta emparejada por la impotencia de Europa a la hora de intentar otra cosa.

Parte de la discusión orbita en las dificultades impuestas por Alemania. El Gobierno de Merkel, condicionado por las inestabilidades de su coalición y por la creciente hostilidad de los medios y de la opinión pública alemana contra los pecados fiscales de los países periféricos, se opone a un tesoro europeo y una eventual agencia de deuda capaz de emitir eurobonos para defender el euro frente a los especuladores. Resulta difícil negar la responsabilidad de Alemania. No solo porque no es pensable que una decisión europea sea decidida sin Alemania, no digamos ya contra Alemania. También porque Alemania ha conseguido remontar esta larga crisis del año 2008, relanzando sus exportaciones y manteniendo diferenciales de crecimiento y empleo, en un contexto en que casi todos los demás socios de la zona euro se despeñaban.

Irónicamente, Merkel es presentada a menudo en las prensas nacionales como una gobernanta fuerte, a la que los demás seguirían dócilmente, emperrada en imponer penitencias de austeridad a los países pecadores -Grecia y los que vengan detrás- y beneficiaria del galope de un gigante industrial cuyas exportaciones impulsan su crecimiento, indiferente a la sobrevaluación del euro. Lo cierto es más bien que ha actuado acuciada por la política doméstica, debilitada como todos por la pertinacia de la crisis y por una coalición en la que los liberales están hundidos en las encuestas y en las urnas, y en la que sus propias bases (CDU-CSU) cuestionan su falta de visión. A duras penas sobrevive a una ristra de derrotas regionales, coronadas por el desastre en su propia circunscripción de Mecklenburg. Para empeorarlo todo, sus dificultades crecen por la espada de Damocles que su Tribunal Constitucional esgrime en cada paso de la construcción europea. Hace tiempo que hemos aprendido que la Constitución alemana -varias veces reformada- reserva para el Bundestag la última palabra respecto de cada cesión de soberanía a la Unión supranacional.

Más desmoralizadoras aún resultan las controversias cruzadas acerca de quién ha ganado y perdido más con la moneda única, de la que Alemania se ha beneficiado tanto, y tantos sacrificios impone a los periféricos. Pero a la vista está que los análisis en torno a los réditos del euro en términos de coste y beneficio desde las contrapuestas ópticas nacionales (trufadas de cortoplacismo, miopía, regresiones y otras formas de distorsiones cognitivas), no solo resultan estériles (no exit, no turning back), sino contraproducentes: estimulan los resentimientos de unos contra otros, en lugar de ayudarnos a comprender que estamos juntos en esto y solo juntos saldremos de esta, a condición de que, de manera sostenida y coherente, hagamos lo correcto, y no los errores ya ensayados.

El enfoque que aún inspira la respuesta ante esta crisis sigue siendo equivocado: los Estados de la UE compiten entre sí en la imputación de las culpas de la marejada de fondo. Se cruzan reproches (despilfarro, endeudamiento). Agitan sus opiniones públicas en un cóctel de malestar y de miedo al populismo, rayano en la incitación a una estampida de pánico. El resultado es un mapa de tensiones que se duelen como cuerpos estirados desde caballos que empujan en direcciones distintas. La Europa apenas resultante se arriesga a la suma cero, en oposición a toda hipótesis de win-win situation, muy lejos del entendimiento de cuánta unión nos queda todavía por delante y cuánta más nos hace falta si es que queremos acometer los retos con posibilidades de sobrevivirlos.

Digámoslo rotundamente. A lo largo de tres años, la hegemonía conservadora ha venido imponiendo en la UE una estrategia errónea que no nos está sacando de la crisis -la austeridad a todo coste- con esa misma mayoría de derechas que excluye las alternativas opuestas desde el arco progresista: estímulos selectivos al crecimiento y empleo, tesoro europeo, eurobonos, agencias europeas de deuda y calificación, nuevo pacto fiscal y social... Duele que esas propuestas resulten audibles solo cuando las proclaman figuras de la ahora idealizada etapa áurea (Delors, Kohl, González, Blair, Schröder...). Es un ejemplo gráfico del déficit de visibilidad del Parlamento Europeo (PE), donde venimos resaltando esos mismos postulados día sí y día también. Y ello aún más a partir del Tratado de Lisboa (TL) que hace del PE no solo el más poderoso de la historia de la UE, sino también el más poderoso de Europa.

Así las cosas, el examen de las cuentas todavía por saldar señala dos prioridades: primero, embridar los mercados para relanzar el empleo. No iremos a ninguna parte primando intereses de la deuda artificialmente inflados por unos mercados que apuestan por ganar sí o ganar también (con sus seguros de default), incluso cuando ello implique posponer las inversiones productivas que puedan generar crecimiento y promover el empleo. Y debemos hacerlo además pensando sobre todo en los jóvenes: la desesperación de la generación Erasmus es simplemente inasumible. Segundo, debemos recuperar el primado de la política, superando ese déficit de crédito que no es solo financiero puesto que afecta directamente a la razón de ser de los Gobiernos, de la democracia y del voto. Y para ello es preciso relanzar al Parlamento. En el escalón europeo, ello quiere decir reclamar para el PE el peso que el TL le da, como único órgano directamente legitimado por su elección por la ciudadanía.

Esto hace aún más insoportable la imagen de un directorio franco-alemán asimétrico, del que los demás Gobiernos serían subalternos, correa de transmisión o lastre. No solo porque la secuencia de arreglos sincopados entre Merkel y Sarkozy ha impuesto una y otra vez la táctica too little, too late al resto de la eurozona, secundada por el grupo de Estados con moneda propia, incluido el Reino Unido. También porque, sobre todo, ello impone un paradigma de primacía intergubernamental por encima de la Unión: la desparlamentarización de la política en Europa, con deterioro del vínculo representativo entre quienes deciden -los menos- y quienes soportan los efectos de la decisión -los más-. El resultado no es otro que este colosal malestar y desafección ciudadana.

Dicho más abruptamente: no es cierto que la política en los Estados miembros sufra por exceso de Europa. Al contrario: la política europea (esa que aún brilla por su escasez o por su ausencia, la que nos hace falta y echamos de menos) sufre por la resistencia que le oponen los viejos residuos de soberanía. No es que Grecia, y los demás, no ganen para los disgustos que les repercute Europa, sino que la causa europea no gana para los disgustos que le causan las barreras opuestas por los Estados desde un exceso de inercia y de fragmentación. En plena era global y en esta interminable crisis, impacta constatar que no haya todavía intereses europeos netamente por encima del rescoldo de antiguos intereses nacionales. No hay una conciencia de ser en sí y para sí de la europeidad del sujeto y del objeto en la definición de los problemas que enfrentamos.

Parte de los Gobiernos y de las fuerzas sociales continúa sin asumir a fondo que no hay nada que hacer si no reforzamos la senda de la integración económica, fiscal, presupuestaria, jurídica, civil, ciudadana y democrática que deberá hacer de la UE un actor relevante. Hace tiempo que resulta insostenible la contradicción entre nuestras necesidades de gobernanza económica en la globalización y nuestras propias flaquezas en la defensa del euro. Aún más chocante todavía parece nuestra actitud ante la inmigración, lastrada de negativismo, cuando no por los prejuicios y la estigmatización, ante unas perspectivas demográficas abocadas al declive de la población europea. Y aún más frustrante el balance que hasta la fecha arroja muestra dimensión exterior.

Al fin, la buena noticia: es más abrumadora que nunca la evidencia disponible de cuánto podríamos ganar si acertáramos a poner en común mayores activos fiscales, presupuestarios, diplomáticos, de seguridad y de cooperación. En economía de escala, rentas de situación, optimización de recursos, efectividad y eficacia en la defensa y promoción de nuestros objetivos. Reduciremos despilfarro y conseguiremos más el día en que los europeos tengamos finalmente el coraje de quererlo lo bastante, ajustemos nuestros actos a nuestros intereses, y nuestras decisiones al discurso proclamado.

Por Juan F. López Aguilar, presidente de la Delegación socialista española en el Parlamento Europeo.

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