Grecia y Alemania

Pasado hace ya el sofocón griego –no me refiero al clima– y recordando aquella interminable noche de negociaciones del 12 al 13 de julio, es tiempo de que los europeos nos preocupemos de lamernos las heridas, que yo creo han sido hondas, y de que calibremos cómo han quedado las cosas. No sé si los resultados han sido buenos, porque ese es asunto que no aciertan a presagiar ni siquiera los economistas de relumbrón. Pero, al menos, hemos incorporado palabras nuevas al diccionario europeo, como «Grexit» (la salida de Grecia del euro) o «diktat» (el ordeno y mando de Berlín). Parecían desde luego las dos ideas rampantes en esa noche de domingo a lunes y, en cierto modo, aún siguen escritas en el menú principal del merendero europeo.

Cuando se llegó al acuerdo final, muchas campanas tocaron a rebato celebrando el triunfo alemán y la humillación griega. No sólo eran campanas en Berlín, sino en Londres e, incluso, en algunos ámbitos españoles intelectuales y políticos. Yo, sin embargo, no estoy tan seguro de esa victoria germana. Pasadas unas semanas y, mientras la «troika» vuelve con sus miembros vestidos como el cobrador del frac a pasearse por la plaza Sintagma de Atenas –«los bárbaros llegarán hoy, vendrán a legislar», escribió Kavafis–, a mí me parece que Tsipras no ha perdido tanto como se supone ni el tándem Merkel-Schäuble ha ganado todo lo que se dice.

Grecia y AlemaniaNo voy a referirme a cuestiones económicas porque, si no dan una los especialistas, ¿qué voy a saber yo? La profesión de economista es una de las mejores que existen en el mundo, como la de meteorólogo o entrenador de fútbol: si fallas, no pierdes casi nunca ni el trabajo ni el prestigio; en todo caso, cambias de empresa. En cambio, equivócate si eres médico o piloto y ya verás la que te cae. No resulta exagerado lo que digo: el mundo está en crisis desde 2008 y los grandes teóricos de las finanzas nos han explicado con brillantez por qué ocurrió; pero ninguno ha dado con la receta para sacar a las economías de la UCI. Y ahí siguen ellos, cual pavos en sus tribunas, dando doctrina.

El «premier» británico Cameron ha dicho que no aportará un céntimo para el rescate griego. «¡Qué vergüenza!», exclamaría Lord Byron si su corazón, enterrado en Missolonghi, al oeste de Grecia, reviviera de pronto. Y Keats retiraría uno de los mejores poemas ingleses de todos los tiempos, su «Oda a un ánfora griega», de las antologías publicadas en Oxford, en donde estudió Cameron. ¿Lo recuerdan?: «La belleza es verdad y la verdad belleza. Nada más es preciso saber en la tierra».

Un reputado y estupendo novelista catalán acuñó hace semanas una suerte de «boutade» que ha hecho furor entre otros escritores y algunos periodistas: «Los griegos no han dado un palo al agua desde Aristóteles», dijo. Si se refería a la actividad mercantil o sencillamente laboral, puede que tuviera razón. Pero en modo alguno a la literaria, ¡por Dios!, que es la actividad de este creador. No me parece que Salvador Espriú, por ejemplo, llegue al nivel poético de Constantino Kavafis, Giorgos Seferis, Odisseas Elytis o Yannis Ritsos, que son poetas griegos del siglo XX. Ni me parece que haya una novela española reciente que alcance la altura intelectual, vital y emotiva de «Alexis Zorba, el griego», deNikos Kazanzakis. Hay gente que mata por hacer un buen chiste, pero los chistes suelen envejecer pronto. Qué quieren: a mí me gusta más el «sirtaki» de Theodorakis bailado por Anthony Quinn en una playa de Creta que la sardana dominical de la plaza de la catedral de Barcelona. Y lo dice un madrileño que detesta el chotis.

Lo que ha hecho Tsipras con su referéndum y, a renglón seguido, su aceptación de las condiciones impuestas por Europa para su rescate, ha podido parecer un dislate político. Y no lo es tanto. Porque lo que sí ha conseguido, ante los ojos de un gran número de europeos, es poner a Alemania, con razón o sin ella, contra las cuerdas de la ética política. Y Merkel, que ha calmado con mano de hierro los indudables excesos griegos mientras atendía las exigencias más feroces de sus paisanos, ha quedado retratada como una suerte de mercader sin alma, tan sólo atenta a los números de su caja registradora y olvidada de los sueños europeístas de sus paisanos Adenauer, Brandt y Köhl. Para muchos europeos, en especial para los más jóvenes, las principales víctimas de la crisis económica, Tsipras es un héroe vencido, quizás un héroe loco, pero héroe al fin y al cabo, en tanto que Merkel es una suerte de vieja hidra vencedora, pero hidra en todo caso. No hay que olvidar que, a menudo, en la historia, los héroes no mueren del todo y resucitan de cuando en cuando, aunque sea con nombres nuevos. Es posible que haya gente que sueñe hoy con un Hércules que acabe para siempre con la Hidra ge rmana de las nueve cabezas: es mitología griega, claro.

El acuerdo, en todo caso, tiene el aspecto de ser un gran fracaso histórico. Y no por las cuentas que podamos echar ahora. Sino por la renuncia a la idea original de Europa, que se basaba en cuatro pilares: democracia, solidaridad, defensa del estado de bienestar y libre mercado. Los tres primeros han sido dañados, mientras que el último de esos principios es el gran vencedor. Y nadie puede echarle a la Tsipras la culpa de esa derrota. La única forma de recuperar la confianza en una idea europea sería lograr de nuevo el equilibrio entre esos cuatro fundamentos. Pero, ¿qué político de hoy es capaz o tiene la voluntad de hacerlo?

Quizás puedan dar con la solución los brillantes economistas, los ávidos mercaderes y los avispados comerciantes. No sé si alguno de ellos habrá leído aquel sencillo y hermosísimo verso de Odisseas Elytis: «Me dieron la lengua griega, la casa pobre en las playas de Homero».

Javier Reverte, periodista y escritor.

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