Grecia y los restos de arqueología

Describir los destrozos causados por la crisis griega en Europa exigiría una amplia monografía: tal es su magnitud. En esta sede vamos a tratar de exponer aquéllos que nos parecen de mayor envergadura por estar llamados a dejar una huella profunda y duradera.

Probablemente no sea una casualidad el hecho de que Bruselas sea la referencia de Europa si se tiene en cuenta que Bélgica es uno de los países donde más floreció la industria del encaje de bolillos. Porque, en efecto, la arquitectura europea, por su complejidad responde a esa forma sutil de trenzar hilos y más hilos en que consiste el famoso bordado. Si convenimos que destacan en ella los ingredientes del federalismo (con el Parlamento y el Consejo de ministros como colegisladores) llegaremos con facilidad a la conclusión de que todo el edificio se basa en delicadas formas de equilibrios de las soberanías, de atribución o cesión de competencias, de confianza mutua, de respeto a las reglas comunes... Si no estamos dispuestos a asumir tales ingredientes es mejor que renunciemos cuanto antes al producto final.

Grecia y los restos de arqueologíaPues bien, en la crisis que estamos viviendo los dirigentes que han tomado parte en ella han destacado la quiebra de la confianza mutua. Para expresar mejor esta idea preferimos echar mano de un concepto capital en la construcción del federalismo, el de la lealtad institucional explicado por los juristas alemanes desde hace ya más de un siglo, y que básicamente significa la obligación de mantener una actitud positiva o constructiva en las relaciones que traban los diversos componentes del Estado federal. Tal lealtad impide el abuso en el ejercicio de lo propio, un abuso que se percibe fácilmente cuando de una determinada acción se derivan perjuicios para los intereses comunes pues con ello se compromete el funcionamiento mismo del sistema y de su armonía.

Sostenemos que Grecia rompió esa lealtad con la convocatoria unilateral de un referéndum. Que ésta es la más tosca de las herramientas con que cuentan los sistemas democráticos lo pone de manifiesto el hecho de que los dictadores son sus más destacados entusiastas (Franco nunca convocó elecciones pero sí nos obsequió varios referendos). En el delicado contrapeso de poderes que representa la Unión europea, el hecho de que un gobernante saque a la población a la calle -por su cuenta- es de una gran deslealtad, pues ignora algo evidente: que sus colegas pueden hacer lo mismo en sus respectivos países. ¿Qué ocurriría si el primer ministro holandés convocara a su pueblo con los modos -por cierto atropellados- en que lo ha hecho el primer ministro griego?

Y es que la forma en que el partido Syriza y luego el Gobierno griego se han conducido desde hace meses es de una imprudencia que se ha revelado explosiva. Queremos decir que los candidatos de las elecciones del pasado mes de enero, sobre todo los del partido que quiere obrar de una manera diferente a como lo han hecho los demás en los últimos decenios, están obligados a explicar a la ciudadanía las circunstancias en que se desarrollaría su acción política, caso de alcanzar el poder. Y esas circunstancias eran y son todas ellas adversas: acreedores con carpetas abultadas al acecho; un Estado que emite desde su condición de tal pálidas señales; en fin, una capacidad de decisión institucionalmente limitada desde el punto y hora en que Grecia se incorpora a la UE y, después, al euro. Parece mentira tener que aclararlo: Grecia, como cualquier país de la Unión, dispone de una soberanía compartida, por lo que las decisiones que tomen sus ministros reunidos en Consejo o su Parlamento se han de producir necesariamente en un terreno de juego muy acotado, sintiendo el aliento cercano y constante, molesto a veces, benéfico otras, de sus socios.

Es una irresponsabilidad hacer en los mítines ofertas que son pompas de jabón lanzadas al viento, el que por cierto suele soplar en el Partenón. Es decir, lo que se advierte -y esta observación vale no sólo para Grecia- es una falta de adecuación del funcionamiento del modelo democrático nacional a la existencia de unas estructuras, las europeas, que, al exigirnos a todos remar en la misma dirección, deben recrear el sistema en su conjunto ajustando, de un lado, sus fundamentos básicos, pero también las piezas que le permitan caminar erguido: desde la idea de la soberanía a las citas electorales, las reglas en ellas imperantes, el papel de los parlamentos nacionales, etcétera. Es urgente que nos metamos en la cabeza que Estados-nación y políticas europeas cada vez más entrelazadas y sólidas no pueden convivir fácilmente o, por lo menos, no pueden hacerlo siguiendo las partituras tradicionales.

El resultado a la vista está: los ciudadanos de los países en crisis pierden la paciencia y son el caldo de cultivo de opciones antieuropeístas y populistas; los del Norte se irritan; los del Este desconfían de los mecanismos de rescate; el eje franco-alemán se resquebraja ... y todo el conjunto corre el riesgo de convertirse en una triste osamenta extendida y desarticulada en un campo de batalla.

Campo en el que ya emiten ayes de dolor las instituciones comunes heridas, especialmente el Parlamento y la Comisión, oscurecidas por el Consejo europeo y el Ecofin. El presidente Hollande acaba de proponer un Gobierno y un Parlamento sólo para los países del euro. A nuestro juicio, multiplicar los regímenes especiales es el camino contrario para avanzar: las políticas económicas han de ser impulsadas por las instituciones ya existentes y esas instituciones han de insistir en que los presupuestos de los Estados miembros -con euro o sin euro- tengan como horizonte la estabilidad económica y la mejora de la calidad de vida de los europeos. Algunos elementos para guiar esta política se encuentran ya en las disposiciones que se conocen como semestre europeo, pero deberían completarse con un Tesoro europeo y emisiones de deuda pública en euros.

Algunos especialistas imputan la debilidad de Europa a la inexistencia de un pueblo (de un demos, ya que estamos liados con Grecia). A nuestro juicio, los perfiles de ese pueblo son necesarios pero sólo pueden dibujarse echando mano de la identidad cultural común en cuya rica tradición deben anclarse las mejores de nuestras iniciativas porque desde que Europa emerge en la Edad Media como civilización consciente es la cultura precisamente su fundamento básico.

Y al mismo tiempo se deben tejer, aderezar y aprestar los intereses también comunes, aquellos que nos obligan a permanecer unidos porque nos conviene (la defensa de las libertades y derechos fundamentales, la calidad de vida y de protección al consumidor, el mercado interior, las políticas económica y tributaria europeizadas, la disciplina segura de los bancos, de los seguros, de nuestras inversiones, etcétera). Identidad cultural pues e intereses comunes son elementos suficientes para conformar el pueblo europeo.

Sabiendo por supuesto que, pese a tal identidad y tales intereses, Europa no es una nación, ni falta que hace pues para nada necesitamos de esa pasión colectiva subrayada por los exclusivismos -y la sangre- que es propia de los nacionalismos.

Desde las instituciones europeas y desde los Estados miembros (Alemania, Francia, España, Holanda, Finlandia, etcétera) debe imponerse un caminar cuidadoso que ponga el esfuerzo necesario en acomodar las convulsiones y daños que estamos viviendo a la mesura, en todo caso, al principio de proporcionalidad. Por su parte, Grecia es un país milenario que está acostumbrado a convertir en objetos de interés cultural y turístico los restos de ánforas y vasijas rotas. Esperemos que su actual Gobierno no quiera convertir también a la Unión Europea, a base de improvisaciones, en un amasijo de restos arqueológicos.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo. El primero acaba de publicar Memorias europeas (editorial Funambulista, Madrid, 2015).

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