Desaparecida, afortunadamente, en nuestro derecho la facultad de obtener la confesión forzada del culpable a través de la tortura, la generalización de la intervención de las comunicaciones de los imputados con sus abogados permitiría renacer, en cierto modo, ese método inquisitorial, sustituyéndolo por el aprovechamiento de situaciones en las que la apariencia de confianza en la comunicación con el abogado permitiría obtener datos incriminadores directamente del acusado, en contra de su voluntad”. Es parte del Auto del Tribunal Superior de Justicia de Madrid que el 25 de marzo de 2010 anuló las resoluciones que habían autorizado la intervención de todas las comunicaciones personales de los imputados en prisión preventiva con todos sus abogados, presentes o futuros. Allí donde el cliente ve por primera vez a su abogado y le confiesa o no lo que ha hecho en la engañosa privacidad de un locutorio usado como caja de resonancia para el buen fin de la instrucción. Como dice el Tribunal Supremo en su sentencia de 6 de julio de 2009: “No hay causas graves y causas leves, sino procesos justos o injustos. La exigencia de eficacia en la lucha contra el delito no puede tener como contrapartida una excepcionalidad procesal definida por la quiebra de los derechos fundamentales… aceptar este planteamiento sería tanto como entronizar el principio de que el fin justifica los medios”.
El Colegio de Abogados de Madrid no sólo condenó los hechos, sino que los trasladó al Consejo General del Poder Judicial y a la Fiscalía General del Estado, entre otras autoridades, pidiendo el ejercicio de acciones. Nadie hizo nada. El Colegio se personó en la causa y apeló todas las resoluciones que ordenaron las escuchas. La personación fue admitida y el recurso elevado a la Sala del TSJ de Madrid. Sus argumentos están fielmente reflejados en aquel buen Auto de marzo de 2010. El Colegio entendió que, restablecido el derecho de defensa donde se violó, estaba logrado su objetivo institucional y no debía intervenir en la depuración de las responsabilidades penales de jueces y fiscales. Utilizar la función social del Colegio para impostar reivindicaciones sobre la conducta personal de los funcionarios intervinientes nos pareció que entrañaba el riesgo de caer en la demagogia y que, sin duda alguna, quedaba fuera de la perspectiva institucional que debe mantener la voz representativa de la abogacía.
Quince años atrás, probablemente a ningún juez o fiscal se le hubiera ocurrido violar así la confidencialidad de las comunicaciones entre abogado y cliente, ignorando la doctrina constitucional y las normas procesales, la jurisprudencia del Tribunal Supremo y la del TEDH. Nunca había sucedido nada semejante. Pero asistimos a una clara regresión del espíritu que hizo posible la Constitución ¿Tenemos que recordar cómo acaban de imponerse unas tasas judiciales de importe absolutamente desproporcionado para la cuantía de la mayor parte de los asuntos y para la capacidad de muchas familias con el pretexto de que hay quienes abusan de los tribunales y del derecho al recurso? ¿Tienen que pagar todos el abuso de algunos, si es que lo hay? Muerto el recurso se acabó la rabia, desde luego, pero el proceso justo será menos justo y menos igual para todos. ¿Continuarán ejecutándose desahucios sin asistencia letrada? ¿Tendremos que seguir lamentando el deterioro inducido por la desatención de las administraciones en un servicio público esencial de utilización masiva y calidad excepcional como es el turno de oficio? Seguramente veremos cómo se vuelve a limitar el derecho de los ciudadanos más necesitados.
A estas alturas del siglo XXI el sistema de garantías constitucionales debería reforzarse con una Ley Orgánica de la defensa que regulara de forma sistemática este derecho fundamental, igual que existe una Ley Orgánica del Poder Judicial o un Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. ¿Por qué ser menos? Sin embargo, la tentación es la contraria: debilitar el sistema de garantías, restringir el acceso a la justicia y al recurso, sojuzgar al abogado perdiendo lo esencial de su función en un bosque de normas fragmentarias y antiguas, someterse al juicio discrecional de jueces porque ellos si saben lo que hacen cuando coincide con la opinión de quienes detentan el poder. Si hay que retroceder en los principios y valores constitucionales que definen nuestro Estado social y democrático de derecho, será que lo demanda la sociedad para preservar este orden precario de los tiempos de crisis. Algunos se quedan así tranquilos.
La búsqueda económica de la eficacia, el deseo de influir rápidamente en la opinión pública, la entronización de una política aritmética y la sustitución de una ética de los medios por una dudosa ética de los fines, ponen en riesgo la defensa, que es un valor lento, una obligación de medio y no de resultado, un derecho que demora y encarece los procesos. De su mano, el abogado que ejerce la defensa al límite —su obligación— se ve como un estorbo. Aunque realmente sea una garantía necesaria para la realización de la justicia como valor superior del ordenamiento jurídico. No caben aquí atajos: el Estado de derecho se desangra por cualquier grieta. Los abogados, que portamos el interés del ciudadano en el sistema de la justicia, lo sabemos. Conseguiremos ser escuchados.
Antonio Hernández-Gil es decano en funciones del Colegio de Abogados de Madrid y candidato en las próximas elecciones de este Colegio.
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