Guam: una isla tranquila a su pesar

Guam amanece presta, como una paloma, en esta tensa expectativa en la que las amenazas llegan desde ambos lados del océano. Esta isla del Pacífico Norte, del tamaño de Ibiza, es la mayor de la Micronesia y la más meridional del archipiélago de las islas Marianas. Sus habitantes han acatado con lealtad y paciencia la autoridad de las metrópolis colonizadoras: España, entre 1668 y 1898, y los Estados Unidos, desde 1899 hasta hoy, con la excepción de los cuatro años de ocupación japonesa en la Segunda Guerra Mundial. Al sur de Guam anclaban las legendarias naos y galeones de Acapulco, y su impronta permanece entre sus habitantes. La población chamorra, indígena de las islas Marianas, es fruto de la mezcla con españoles, filipinos y mexicanos.

Guam es un territorio física y culturalmente emplazado entre las Filipinas y la América española, con tradiciones musicales, religión, vocabulario, refranes, cuyos habitantes comen tradicionales tortillas de maíz, cantan villancicos y atesoran los vínculos familiares, elementos que junto con un movimiento por recuperar las tradiciones indígenas, hoy siguen constituyendo una bandera de identidad que es esencialmente hispana y mestiza. La sangri yama, todavía me decían los viejos chamorros en Saipán, donde llegué a los 23 años para trabajar en el museo local. Algunos todavía chapurreaban un español testimonial.

Con todo, esta expectación actual en la que está sometida la isla supone una novedad, porque históricamente las agresiones han llegado a Guam silenciosa e inesperadamente. En 1898, el bombardeo norteamericano al fuerte abandonado del puerto de Apra cogió por sorpresa a los españoles. Su capital, Agaña, con las ruinas del fuerte de San Rafael al frente, era ciudad por Real Decreto de 1686 y se trata por tanto de la primera ciudad occidental de toda Oceanía, como recordaba a mis alumnos de la Universidad de Guam. Allí, en junio de 1898, ni españoles ni chamorros tenían noticias de la guerra. El que iba a ser último gobernador español, Juan Marina, tuvo la decencia y la dignidad de mantener su palabra y acudir a un acto de parlamento con los norteamericanos, desarmado y vestido completamente de blanco, sin tropa de escolta. Y allí mismo fue hecho prisionero. Llegué a conocer a su nieto, también Juan Marina, que a sus 96 años y con palabras emocionadas me repetía: «Mi abuelo murió de pena. De la pena de haberse visto obligado a rendir Guam». La historia maltrata a los perdedores.

En enero de 1899 los habitantes de Guam rehusaron asistir a la izada de bandera norteamericana, pero mal que nos pese, la simpatía hacia nuestros gobernadores fue la excepción más que la regla. La isla pasó a ser botín de guerra de los Estados Unidos con la firma de la Paz de París de 1898, que fracturó el archipiélago de las Marianas entre dos administraciones, no sin la protesta del político progresista Francisco Pi y Margall, que desde su tribuna parlamentaria alzó la voz para oponerse: «Debo rechazar en absoluto toda cesión de territorios y de pueblos que se haga sin el consentimiento explícito de sus habitantes…». Resultó en vano: la Marina de los Estados Unidos gobernó Guam de manera autoritaria y ejecutiva hasta 1941, y Alemania adquirió de España la soberanía del resto de archipiélagos españoles de la Micronesia, solo para perderlos por sorpresa ante Japón quince años después.

Por cierto que, por mucho que nostálgicos del imperio y leyendas urbanas afirmen por la red, España no conservó la soberanía de ninguna isla de Micronesia, ni existieron otros derechos más que unas bases de carboneo en las islas de Saipán, Yap y Ponapé, que nunca fueron necesarias.

En esta tensa espera en que las amenazas de Corea del Norte han sumido a Guam, Eduardo «Eddie» Calvo, gobernador actual de Guam y descendiente de un gobernador español, demuestra temple, dentro de la preocupación. «Hay que estar preparados. Tampoco debemos olvidar lo que pasó la última vez», me decía en similares circunstancias hace unos años, mientras comíamos en Agaña.

Es cierto. En 1921 un oficial de la Inteligencia norteamericana, teniente coronel Earl H. Ellis, escribió un profético informe en el que alertaba del peligro que Japón representaba para Guam, peligro que por cierto ya habían visto venir los españoles en 1896. Ellis recomendaba armar la isla con cañones de largo alcance, para repeler una invasión. Sus recomendaciones no fueron seguidas, y apenas dos décadas después, incapaz de sostener una defensa prolongada, Guam se convertía en el único territorio norteamericano en ser ocupado por los japoneses. El capitán George J. McMillin, último gobernador de la Marina de los Estados Unidos, fue capturado en ropa interior por las tropas japonesas y sacado a la fuerza a la Plaza de España, que todavía hoy conserva su nombre. La historia reservaba así una estéril revancha póstuma a Juan Marina.

Arrasada en su entera totalidad en 1944 por las fuerzas norteamericanas que bizarramente combatieron para liberarla, la isla perdió buena parte de su encanto tropical. El casco histórico de Agaña prácticamente desapareció. Ahora se toman pasos decididos para reconstruir el palacio del gobierno español, con el soporte de la documentación histórica recopilada por la universidad.

En la isla de Guam, prepararse para el desastre no es una novedad. Todos quienes hemos vivido allí hemos sufrido los tifones o temblores que la sacudían hasta hace poco más de una década. Buena parte de las casas son de cemento armado y cuentan con persianas metálicas, además de generadores eléctricos, reservas de agua, medicinas y alimentos. A fuerza de desastres naturales, las familias locales están habituadas a vivir una o dos semanas sin electricidad o abastecimientos. La administración de los Estados Unidos ha logrado hacer de este territorio el más desarrollado y próspero de Micronesia.

El discurso belicista puede conducir a un desastre en el que el eje estratégico del Pacífico Norte seguirá estando en torno a esta isla, cuyos habitantes aguardan expectantes unos acontecimientos que acaso pueden ver venir, pero cuyas claves siguen estando fuera de su alcance.

Carlos Madrid, director del Instituto Cervantes en Manila.

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