Guantánamo, las huellas de la tortura

El candidato a la presidencia de los Estados Unidos Barack Obama se fijó en Guantánamo para visibilizar el cambio que prometía, por eso, al día siguiente de su toma de posesión anunció el cierre de ese extraño lugar, declarando ilegal la tortura que allí se practicaba. Era un gesto ético que debía devolver la confianza de sus conciudadanos en los valores humanitarios sobre los que se había construido el país y que había que mantener "también en tiempos difíciles".

Pero la ética tiene sus exigencias. Hay una ética complaciente que interpreta el crimen o la tortura como atentados a la moralidad de la ley, de suerte que bastaría ajustar la ley a los derechos humanos para que todo quedara sanado. Y hay otra ética que exige, a quien la invoque, hacerse cargo de los destrozos que las torturas legales causan en la sociedad para poder "mirar hacia delante y no hacia atrás" como quiere su jefe de Gabinete, Rahm Enmanuel. La ética política propia de los tiempos que corren es de ese tipo. La autoridad de la ley, con ser importante, lo es menos que los daños en humanidad que causa un crimen o la tortura en la sociedad, es decir, en el verdugo, en la víctima y en el resto de ciudadanos.

La sociedad, es verdad, no reacciona de la misma manera ante el crimen político que ante la tortura porque ve en el crimen una amenaza a lo más propio y, en la tortura, un instrumento del Estado, a veces exagerado, destinado a proteger vidas y haciendas. Minusvalorar la tortura es, sin embargo, un grave error porque su práctica mina las bases de la convivencia.

El crimen mata, en efecto, físicamente, mientras que la tortura busca la deshumanización del torturado. Jean Améry, un superviviente de Auschwitz que no pudo sacudirse nunca la ignominia de los castigos que padeció, dejó escrito un testimonio esclarecedor de esa bajada a los infiernos. "Con el primer golpe", dice, "se quebranta la confianza en el mundo del que esperas cuide de tu ser físico y metafísico. Es como una violación sexual. La violación corporal es una forma consumada de aniquilación total de la existencia". Aniquilación de la existencia humana porque el dolor obliga a renunciar a las convicciones más profundas para concentrarse en el cuerpo. Sólo se es piel, carne y huesos. La vergüenza por haber sacrificado su vida espiritual le acompañará de por vida. La última etapa de ese proceso de deshumanización consiste en reconocer la superioridad del torturador. "¿Cómo puede uno recibir golpes", dice Robert Antelme, otro superviviente, "y pretender tener razón?". Quien es capaz de reducir a un hombre a mero cuerpo tiene que ser "un dios o al menos un semidiós", precisa Améry.

Lo que sí es innegable es que mediante la tortura el ser humano alcanza el éxtasis del poder, a saber, expulsar al otro de la condición humana. De Guantánamo nos vino una sobria confesión que coincide con las noticias que nos han llegado de los campos nazis: "Ahora soy medio animal y dentro de un mes seré un animal del todo".

La deshumanización alcanza también al torturador. En la escuela de Himmler se preparaba a los cachorros nazis para sus futuras tareas enseñándoles "a soportar el sufrimiento ajeno". Recibían el certificado de aptitud cuando lograban extirpar de sí mismos todo sentimiento de piedad. Y es que no se viola en vano la dignidad del otro. Hay que pagar con el precio de la propia indignidad. El funcionario de la prisión de Guantánamo podrá volver a casa, una vez cumplido el horario, y oír música, pero seguirá con la infamia que se ha ganado. La ley de obediencia debida, que invoca Obama, podrá liberarle de la condena pero no del destrozo humanitario.

Tampoco queda intocada la humanidad del espectador. El ciudadano de una sociedad con Guantánamo al fondo sólo puede vivir su vida si considera aquel lugar como un espacio marginal en el que se han suspendido excepcionalmente los derechos humanos. Un lugar así sólo es soportable a la buena conciencia si se nos presenta como un paréntesis, como una excepcionalidad.

Guantánamo es, desde luego, un lugar marginal, excepcional, extramuros de la polis estadounidense. No una cárcel, donde sí hay derechos, sino un "espacio sin ley" en el que los retenidos no son acusados de nada preciso, ni hay tribunales a los que recurrir, ni juicio a la vista, ni siquiera son declarados prisioneros de guerra sino inscritos como "combatientes ilegales". Se les priva del derecho pero no se les deja en paz, sino que quedan sometidos al albur del carcelero cuya voluntad es la única ley. Guantánamo era lo más parecido a un campo de concentración, con un agravante. Una de las pocas normas que los nazis observaron con regularidad prusiana con los deportados consistía en desnaturalizarlos completamente, es decir, en despojarlos de los pocos derechos civiles que les habían dejado las leyes de Nürenberg de 1935. Por eso una orden del capitán de la SS, Dannecker, ordenaba que los judíos "deberían ser privados de su ciudadanía bien antes o bien en el día de su deportación". Llegaban al Lager desprovistos de su categoría de sujetos de derechos para que fuera legal el uso de toda forma de violencia. Por lo que sabemos, a los "combatientes ilegales" de Guantánamo se les ahorraba esa formalidad, aunque las consecuencias eran parecidas en cuanto a la privación de derechos. Lo problemático de Guantánamo es que, aunque física y legalmente sea un lugar marginal o excepcional, moralmente está en el centro. Esa ciudad sin ley no se la inventaron los carceleros, sino que la decidieron los Bush, Cheney, Rice, Rumsfeld, es decir, los estrategas de una política que ha sacudido al mundo.

Éstas son las secuelas sociales de la tortura, un proceso de deshumanización que afecta al torturado, al torturador, al dirigente y al ciudadano que hizo su vida en ese tiempo como si Guantánamo no existiera.

Si Obama se plantea dejar atrás el legado de George W. Bush y "colocar a Estados Unidos en el buen lugar de la historia", no le bastará con cerrar Guantánamo, cambiar la ley sobre torturas y aceptar que el fiscal general persiga a los abogados de los informes que cuadraron el círculo haciendo que actos de lesa humanidad adquirieran el rango de prácticas legales. Al fin y al cabo, los abogados hacen informes, dan opiniones y eso no parece que sea delito, por muy descabelladas que sean. La responsabilidad alcanza desde luego a los dirigentes políticos, y, más allá de las responsabilidades políticas, el problema es la salud moral de una sociedad que vivió felizmente teniendo al lado un campo de concentración.

Reflexionando sobre la significación de Guantánamo, el politólogo italiano, Giorgio Agamben, ha llegado a decir que el campo es el símbolo de la política moderna. Es desde luego una exageración pero el exabrupto apunta en una dirección que debería dar que pensar. Se multiplican, por un lado, los "espacios sin ley" aplicados preferentemente a emigrantes sin papeles, mientras que, por otro, "tres cuartas partes del mundo han recurrido a la tortura en los últimos años", según Amnistía Internacional. ¿Será que vamos hacia una democracia con muchas leyes y poco derecho?

Elie Wiesel dejó dicho que "los santos son los que mueren antes del final". La resistencia del ser humano respecto a la tortura tiene un límite. Mientras no se supere ese punto es posible la dignidad, pero una vez alcanzado no hay santidad ni heroicidad que valgan. El torturador busca ese límite porque en él está el secreto que espera arrancar del torturado. Dick Cheney lo justifica diciendo que gracias a esas confesiones se ha garantizado la seguridad de los que ahora le critican. En La Obra, Kafka también habla de un ser vivo tan obsesionado con la seguridad que al final los túneles que deberían protegerle se convirtieron en su propia trampa.

Reyes Mate, profesor de Investigación del CSIC en el Instituto de Filosofía.