Guardería universitaria

En mis escarceos como portavoz en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados me alarmó que el entonces ministro Maravall motejara a la enseñanza universitaria como «post-secundaria». Veinte años después en ello estamos...

El bachillerato se ha visto en ese periodo prácticamente erradicado, para convertirse en el apéndice final de la Secundaria. El cuerpo de Catedráticos de Bachillerato, que por la calidad de sus integrantes hacía presente en esa etapa los ideales de excelencia atribuibles a la Universidad, fue pasado por las armas de la reforma educativa. Ésta se centró en localizar y eliminar el fracaso escolar. Tan loable propósito se tradujo en muy positivas iniciativas compensatorias, atentas a la situación de inferioridad de sectores del alumnado derivadas de la marginación social, la escasez de medios económicos en el ámbito familiar, circunstancias fisiológicas que redujeran el rendimiento académico o incluso, más tarde, dificultades de comprensión lingüística de la población inmigrante ajena al ámbito cultural hispano.

Hasta ahí nada que objetar. Lo que acabó arruinando tanto esfuerzo fue la consolidación dogmática de un caprichoso diagnóstico: el fracaso escolar no era en realidad un problema de los alumnos sino el «sistema». Excluidos de éste los alumnos y marginados a priori los padres, el sistema lo acabarían constituyendo los profesores, condenados a convertirse en carne de cañón de la reforma. Llovieron CEPS, cursos y cursillos, baremos, burocracia a granel y sustitución de los cuerpos por la mera «condición» de esto o de lo otro, traducida en modestos incrementos de nómina. La Universidad, mientras, organizaba su novedosa autonomía, conquistada tras no pocas trifulcas en los prolegómenos de la transición a la democracia.

Arrasada la enseñanza secundaria, ha llegado al parecer la hora de que la misma barbarie burocrática ajuste cuentas con la pretenciosa postsecundaria. Bolonia sirve de enigmática excusa. Mientras la Universidad de Palermo aprovecha para replantear los estudios de Derecho y diseña un nuevo Grado -por supuesto, de cinco años de duración- aquí se pretende resucitar en la Universidad el fenecido bachillerato con minigrados. El objetivo clave sin embargo será -cómo no...- la lucha contra el fracaso del «sistema», o sea de los profesores; pese a que nos hallamos ya en una etapa de educación no obligatoria, con alumnos mayores de edad a los que no cabe tratar como infantes sin educarlos en la irresponsabilidad.

Se ponen en marcha vanguardistas -entiéndase, burocráticos...- procesos de autoevaluación del sistema, o sea, de los profesores. Los cuerpos docentes se han convertido, por el momento, en los únicos de la función pública donde el sistema de acceso por público concurso oposición se ve sustituido por clandestinas «acreditaciones». Se aborda luego el proceso, triunfalmente aplicado en Secundaria, de eliminación del fracaso escolar por decreto. En la mentada autoevaluación se hace responsable del número de suspensos al profesor. Hasta el más lerdo acaba entendiendo que el profesor óptimo es el que concede aprobado general; amnistía hasta ahora reservada (seguro que lo conté en «Qué hemos hecho con la Universidad», Aranzadi 2007), a la celebración de sus nupcias o de su jubilación del profesor. La cuestión no acaba ahí. El profesor verá igualmente desvelada su escasa calidad por el número de alumnos no presentados. Sin embargo, no se le permite expedir órdenes de caza y captura a la policía, para que localice al alumno absentista. Él mismo habrá de considerarse integrado en una versión docente de la Interpol.

Al cabo de más de cuarenta años de empeños docentes, debo autocalificarme como un pésimo profesor. Hace decenios que sigo un sistema de evaluación continua, que tiene por objeto apreciar el trabajo de los alumnos que están por la labor y ahorrarles el trance menos universitario imaginable, según mi modesto leal saber y entender: el examen. Una decena de ejercicios hechos en su casa, con los libros delante, y comentados en clase permiten a decenas de alumnos sacar desde aprobado a matrícula de honor sin examen alguno. Quien paga la ronda soy yo: he de revisar más de un centenar de ejercicios por semana, dedicando a ello un tiempo que podría emplear de modo más vistoso en investigación. La mitad de los alumnos se prestan al juego; el resto, al examinarse, tiene ocasión de demostrar su ignorancia. Siendo el resultado fácilmente previsible, el número de no presentados acaba siendo significativo. Como consecuencia, dado que buena parte de mis alumnos se apuntan a estudiar la semana anterior al examen, soy un pésimo profesor, porque me niego a regalarles el aprobado.

Lo curioso es que todo esto se haga mirando a la Meca académica (Bolonia), donde al parecer han descubierto algunos decenios después que el profesor debería personalizar su trabajo con los alumnos, con sistemas no muy distintos de los que vengo poniendo en práctica. Esto sin embargo es sólo el comienzo.

De Bolonia nos llevan a Oxford y descubren una piedra filosofal: la tutoría. Para no quedarse cortos la califican de «integral», lo que me suscita cavilaciones problemáticas que opto por no llevar demasiado lejos. Como en todo experimento de alto riesgo, hace años se pidieron voluntarios. Me presenté. Al fin y al cabo, dejé una estimulante y prolongada actividad parlamentaria para no limitar a seminarios quincenales mi presencia en la Universidad. Se pretendía por entonces que todos los alumnos de primer curso tuvieran tutor; más tarde se extendería a otros grupos; algo parecido a lo de la Gripe A.

Dos alumnas me fueron encomendadas (no se prevé que el alumno presuntamente huérfano pueda elegir tutor o encargado). Pregunté por ellas en clase y al finalizar les comenté la buena nueva: tenían tutor. Me miraron espantadas: «pero ¿qué hemos hecho?». Al parecer entre los alumnos no se habían solicitados voluntarios sino que se había recurrido a la ruleta rusa. Aplicando los principios clínicos del consentimiento informado, constaté la renuncia a tratamiento y se dio por finalizado el parentesco académico. En realidad hubo suerte, porque las alumnas estaban en clase. Otros compañeros lo tuvieron más complicado; llamaron repetidamente por teléfono sin éxito. Uno de ellos confesó públicamente que la abuela de la interesada llegó a amenazarle con acusarlo de acoso si insistía en sus pintorescas pretensiones.

De esto hace ya algún año. Para éste me encomiendan veinte alumnos, con los que tengo que hablar tres veces (no dos ni cuatro), aunque lo más importante es que rellene un acta donde conste lo que he dicho a cada uno; o sea, es fácil adivinarlo; me han puesto un tutor (coordinador, creo que se llama...). Me tranquilizan asegurándome que estas actas serán destruidas dentro de cinco años. O sea que debo confeccionar sesenta actas, que -en el mejor de los casos- nadie leerá y dentro de un quinquenio serán destruidas; apasionante...

No faltan en nuestras universidades profesores que se curtieron luchando por la autonomía universitaria contra la dictadura ministerial. Ahora las universidades están regidas por expertos en gestión que rivalizan presumiendo de ser los primeros en secundar las ocurrencias de la anónima dictadura burocrática. Hasta en el metro he encontrado anuncios (nada gratuitos) destinados a inmortalizar tan lamentable docilidad.

Cuarenta años después del 68, quizá haya llegado el momento de apelar de nuevo a la imaginación; porque al poder lo único que se le puede ocurrir cualquier día es sustituir, en un alarde sinceridad, el traje académico por el babi.

Andrés Ollero Tassara, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.