«Pido a los españoles que quieran derogar el sanchismo, el populismo y el independentismo que me den un mandato»; «somos coherentes con el resultado de las urnas y proporcionados en la toma de decisiones»; «negociamos con la Constitución en la mano». Alberto Núñez Feijóo estableció en la Puerta del Sol, probablemente tarde pero de forma clara, las líneas maestras del complejo proceso de negociación de gobiernos regionales con Vox superpuesto a la campaña electoral del 23-J.
Los cuatro argumentos son sencillos de entender: primero, la aspiración de una mayoría amplia que permita un Gobierno fuerte y sólido, sin Vox en su seno. Segundo, esa ambición tiene que ser compatible con el mandato de alternancia que surgió de las elecciones autonómicas, porque esos eventuales acuerdos con Vox forman parte sin duda de la expectativa con la que el ciudadano acudió a las urnas, y situar a ese partido bajo un estigma antidemocrático, mientras se legitiman las cesiones del PSOE hacia formaciones contrarias a la Constitución, conduciría a un monopolio del poder que no se corresponde con la mayoría social; no se dan, mal que pese, las circunstancias de confianza para la gran coalición. Tercero, la distribución de cargos, competencias y puntos programáticos se hará en función de la correlación de fuerzas. Cuarto, el PP en ningún caso puede entregarse a la radicalidad y el frentismo, y los límites de esa relación con Vox los establecen la modernidad constitucional, los derechos fundamentales y los consensos sociales.
Feijóo salía así por fin al paso de lo que parecía una sucesión de estrategias desmadejada e incoherente que ha provocado una semana adversa. «Evidentemente, el PP gana si es Sánchez el centro del debate y pierde si es Vox», escribía Federico Jiménez Losantos el viernes. Esto lo sabía el presidente del Gobierno, consciente de la emoción de rechazo hacia su estilo de gobernar, cuando decidió que la campaña de las generales discurriera en paralelo al proceso institucional de constitución de ayuntamientos y asambleas. Quizá no lo sabía María Guardiola, la líder del PP extremeño.
Guardiola obtuvo un inesperado y muy meritorio resultado: igualó en escaños al PSOE, aunque quedó por debajo en votos, después de lograr una transferencia de electores socialistas superior al 10%, la mayor de todo el país, en muy buena parte gracias a su perfil ecléctico. Por primera vez en la historia, la derecha suma mayoría absoluta en Extremadura: José Antonio Monago gobernó en 2011, pero lo hizo con el respaldo externo de IU. Una lectura egoísta de los datos llevó a sus colaboradores más cercanos a contemplar como deseable la repetición electoral casi desde la misma noche del 28-M.
Esa inclinación entusiasta hacia sus exclusivos intereses personales explica la nefasta gestión que ha hecho de su posición. Según la minuciosa reconstrucción del sagaz David Vigario en EL MUNDO, los primeros mensajes de Guardiola a los negociadores extremeños de Vox arrojan la interpretación evidente: «Los extremeños nos han pedido que echemos al PSOE. Ni tus votantes ni los míos entenderían otra cosa que no fuese un acuerdo». Si el límite del pacto es la entrada en el Gobierno tenía derecho a discutirlo, cuando Vox apenas supera el 8% y reclamaba una vicepresidencia y un peso verdaderamente desproporcionado.
Pero su primera decisión incomprensible fue la de asumir que el PSOE se haga con la mayoría en la Mesa de la Asamblea: en esa parte de la negociación, con Vox echado al monte, el partido de Santiago Abascal tenía acción de oro porque sus votos son imprescindibles para hacerse con ese órgano. Al perderlo, se ciega casi cualquier salida y entrega toda la iniciativa a Guillermo Fernández Vara, que había llegado a anunciar su retirada de la política y ahora podrá presentarse a una investidura en la fecha que más le convenga a Sánchez para poner en evidencia que el PP protagoniza en Extremadura un bloqueo institucional.
Mucho más corrosiva fue la letanía posterior de entrevistas, colocando sobre Vox un veto existencial en un plano moral de demonización que a ella le impide cualquier posibilidad de marcha atrás -so pena de echar por tierra su credibilidad- y desde ese momento queda establecido en el debate público como el listón para el PP: pone en evidencia el pacto ya cerrado -Valencia-, condiciona los que están por alcanzar -Aragón, Baleares, Murcia...-, la sitúa a ella como obstáculo personal intransferible del que queda pendiente en Extremadura -y por tanto como culpable de la probable repetición- y marca la campaña de las generales que aspira a ganar Feijóo. Reveladora fue la continua utilización de la primera persona: «Lo que yo quiero», «mi dignidad», «mi voluntad»... Porque yo lo valgo. Este martes se reunirá con su militancia en un cónclave en el que constatará el fuerte malestar interno.
Vox ha escogido el peor camino: el de comportarse como la contraparte de Sánchez. «La derecha que prefiere la izquierda», como le dijo Pablo Casado en aquella tarde memorable. Si el PSOE tiene alguna opción de evitar su derrota, se la debe a Vox, que se desliza por una pendiente muy preocupante. El cambio de su modelo de organización hacia una estructura más vertical y autoritaria, no por casualidad en vísperas del acceso al poder o al menos al control sobre el poder; la purga silenciosa pero implacable de las figuras más liberales de la formación, y la entrega del mando orgánico al lepenista Jorge Buxadé sugieren el abandono de las posiciones institucionales, de complemento conservador al PP, y su caída en la antipolítica. La continua provocación en la selección de perfiles o la agitación nihilista de la violencia machista así lo evidencian. Feijóo tendrá que conducirse con templanza y audacia si quiere que las inevitables negociaciones con Vox no espanten la emoción de centralidad que él estaba capitalizando. Sánchez sólo tiene el camino creíble de repetir su bloque.
La democracia es una conversación pública de voces plurales. «En el Parlamento hay que oír todas las voces, aunque nos incomoden, y especialmente las que nos incomodan», fue una acertada declaración de Meritxell Batet durante esta legislatura. El parlamentarismo es uno de los grandes regalos que España le ha dado al mundo: el próximo viernes, como preámbulo de la Presidencia española de la UE que comienza el sábado, el Rey conmemorará en la Basílica de San Isidoro las Cortes de su antepasado Alfonso IX en León en 1188. Fueron las primeras de la Historia: confiemos en nosotros mismos.
Joaquín Manso, director de El Mundo.