Guatemala, 40 años después

Hace exactamente 40 años, ardió la Embajada de España en Guatemala, incendiada por unidades del Ejército y de la policía local. Murieron 37 personas y se salvaron dos: el embajador de España, Máximo Cajal, y un indígena que estaba entre la treintena de oriundos del Quiché que habían ocupado pacíficamente la cancillería para reclamar la intercesión de España contra la persecución de que eran objeto por parte del Ejército guatemalteco. El pobre indígena fue luego sacado a la fuerza por la policía de la habitación de hospital, ejecutado y tirado a la cuneta. A Cajal lo salvaron los amigos. La intención del Gobierno guatemalteco bien clara estaba: eliminar testigos y principalmente al embajador de España, tachado en Guatemala (y en algunos pasillos del poder en Madrid) de peligroso revolucionario.

En estos 40 años, las cosas han cambiado, especialmente para España, un país radicalmente distinto y mejor, aunque aún hoy ejecutando una política exterior de limitado alcance. No pretendo instituir una causa general sobre la acción exterior española, pero me parece que vale la pena hacer un ejercicio comparativo. No pretendo, sobre todo, traer de nuevo a colación un tema, el de Cajal en Guatemala, que ha sido estudiado y desmenuzado hasta la saciedad. Todos en el mundo le han dado la razón condenando los desmanes de Guatemala y me parece que así podemos darnos por satisfechos. Hasta el Vaticano se ha puesto de parte de Cajal anunciando el proceso de beatificación de los tres misioneros españoles del Quiché, a los que el embajador intentó proteger y que, además de sus pacíficos feligreses en la Embajada de España, fueron asesinados entre 1980 y 1981.

Para comprender, por una parte, lo que es Guatemala, basta con leer la nueva novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos recios, un durísimo alegato contra las clases pudientes, contra la CIA, el FBI, la compañía bananera estadounidense United Fruit y, en última instancia, el Gobierno de Estados Unidos. La alianza de tanta gente torva hizo posible que desensillaran al presidente Árbenz, un demócrata cuyo único pecado había sido pretender, como su antecesor, cobrar impuestos a la United y fomentar la creación de un sindicato. La United nunca había pagado impuestos y no tenía intención de empezar a hacerlo. Sabían que Árbenz no era comunista, sabían que Guatemala no era el caballo de Troya de la URSS en Centroamérica. No les importó. No había nacido quien fuera a estropear el chiringuito de férreo control social y económico establecido en el país centroamericano.

En 1980 no sería Cajal, desde luego. Tampoco lo sería hoy porque las cosas en Guatemala apenas han cambiado. En España, sí. Allí, no. Cajal se libró de morir por milagro.

La reacción de España al asalto de su Embajada fue blanda. Es verdad que el Gobierno rompió las relaciones diplomáticas con Guatemala. No había más remedio que hacerlo. El deliberado intento de asesinato de un embajador no puede quedar impune. Pero fue una ruptura incómoda, como pidiendo perdón por dar un paso inevitable, aunque quedaba claro que se trataba de un trámite molesto previo a la reanudación cuanto antes de una amistad que estaba por encima de incidentes de todo orden. Para España, el estropicio guatemalteco llegaba en un momento delicado porque afectaba directamente al sueño de empatía y solidaridad internacional por la recuperada democracia posfranquista. La diplomacia española se movía con timidez en el mundo de las relaciones internacionales y el incidente con Guatemala era un estorbo inconveniente: nos colocaba bajo un foco del que no estábamos seguros si era bueno o malo. Más bien malo, a la luz de la hermandad latinoamericana que pretendíamos relanzar desde ángulos menos patrioteros y más liberales. Tan malo, al menos, como el otro tema vergonzante e intratable de aquel momento, la cuestión del Sáhara español.

Hay un elemento perturbador en todo este asunto: una porción importante de la carrera diplomática, siempre conservadora en exceso, pensaba de Máximo Cajal que “este chico habría hecho mejor callando y no provocando un problema evitable que emborronó el buen nombre de España”. Esta forma tan timorata de hacer las cosas en política exterior ha ocurrido con excesiva frecuencia. En los últimos tiempos, habiendo coronado con éxito muchas de las acciones que se le pedían, la carrera diplomática, enfrentada con un problema mayúsculo, al menos tanto como los de Guatemala y el Sáhara español, ha actuado con extraordinaria timidez e indolencia: la venta en el mundo de nuestras razones en la cuestión de la pretendida e injustificable independencia catalana. Y no digamos en el tema de las absurdas embajadas de Cataluña en el mundo. Menos mal que nuestro refugio europeo es sólido y nos libra de hacer más tonterías.

Una sugerencia moral: después del incidente de Bengazi en el que murió el embajador estadounidense en Libia, lo esperaban en el aeropuerto de Washington el presidente Obama y la secretaria de Estado Clinton. En el aeropuerto de Barajas, el día del regreso de Máximo Cajal a Madrid, no lo esperaba ni el ministro de Asuntos Exteriores.

Fernando Schwartz es escritor.

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