Guatemala, un volcán

Hay lugares donde la belleza natural parece venir acompañada de una maldición. Guatemala, uno de los países más atractivos del planeta, donde se ocultan joyas de la naturaleza llenas de color e historia, padece una sucesión de infortunios. Es el país más grande de Centroamérica, con 12 millones de habitantes. Más de un 50% son ladinos (mestizos blancos), y gran parte del resto son mayas, aunque según las zonas, las lenguas (como los colores de sus vestimentas) son muy variadas, hasta 23. También es diversa la implantación de religiones, pues junto al catolicismo y el sincretismo con creencias autóctonas son influyentes sectas protestantes, varias financiadas desde EE UU. No obstante esta la diversidad étnica y lingüística, Guatemala tiene unas características homogéneas de carácter y costumbres, a diferencia de otros mosaicos como el boliviano.

Siempre han acompañado a Guatemala desastres provocados por la naturaleza, tan pródiga, paradójicamente, con esta tierra. Volcanes en erupción o frecuentes terremotos han sido una constante, junto con huracanes (recuérdese hace nueve años el devastador Mitch) o tormentas tropicales, como la reciente, que dejó "sólo" 200 muertos, conocida como Stap, cerca del lago más hermoso del mundo, Atitlán, rodeado de volcanes.

Junto a esas desgracias hay otra, obra humana en este caso, que devastó al país durante 40 años y que fue una guerra cuyos acuerdos de paz se firmaron en Madrid en diciembre de 1996. Sin embargo, esos acuerdos, que abrían la puerta a la esperanza de que ese país levantase la cabeza y tuviese más suerte con su dirigencia política, se transformaron en desencanto, pues la sangre fluye ahora incluso más que entonces.

ras el derrocamiento del dictador Somoza en Nicaragua en 1979 y el golpe de Estado para prevenir lo mismo en El Salvador el año siguiente, desde este vecino país se exportó a Guatemala el modelo de escuadrones de la muerte. Ello asoló de violencia una tierra en la que, además del combate con la guerrilla, se produjo un auténtico genocidio, investigado (con numerosas trabas, pues hay políticos de entonces en activo y con larga sombra, como Ríos Mont) por la Audiencia Nacional española. Ésta persigue sobre la base de la jurisdicción universal no sólo la muerte de los españoles asesinados en el asalto a la Embajada de España en 1980 o de algunos religiosos españoles, sino también la devastación de poblados mayas y las miles de desapariciones y ejecuciones extrajudiciales.

Esos vientos dejaron unas tempestades que en otros países lograron contrarrestarse (como el también sufriente El Salvador), poniendo las bases para la convivencia pacífica. En Guatemala, en cambio, no sólo no existe seguridad, sino que la violencia se ha convertido en impunidad. Las esperanzas de la comunidad internacional se desvanecen ante el fracaso absoluto del Estado para hacer frente a los violentos organizados en otros tiempos en fuerzas militares, y que ahora integran carteles de droga creados según el modelo colombiano hace 20 años. Existen además las maras o pandillas juveniles peligrosas, y no es infrecuente el linchamiento popular al margen de la Administración judicial de responsables de delitos o de la venta de niños en adopción. La vida no tiene apenas valor. En febrero fueron asesinados tres diputados salvadoreños (uno, paradójicamente, hijo de d'Aubuisson, creador de las fuerzas paramilitares) y, tras ser encarcelados cuatro responsables de estos delitos, pronto murieron a balazos en su celda.

Tras 40 años de guerra interna, Guatemala tiene alto riesgo de caer víctima del narcotráfico (con cuatro grupos locales muy poderosos), y la existencia de casi 6.000 asesinatos el año pasado dice todo. Lo peor es que el Estado es inoperante contra todo ello. La fortaleza institucional de Guatemala es la más baja del continente junto a la de Colombia; la pérdida de legitimidad del Estado está por debajo de Burundi, y el deterioro de las fuerzas de seguridad está al nivel de Sierra Leona, según Foreign Policy.

Noticias esperanzadoras salvan a veces de ese aturdimiento, como el premio concedido por el rey de España a la Fundación Myma Mack por su lucha contra el crimen organizado. El nombramiento reciente como ministra del Interior de una mujer, Adela Camacho, muy comprometida con los derechos humanos, o la muy importante aprobación en agosto en el Congreso guatemalteco de una comisión contra la impunidad. Ésta es una muy excelente noticia, y hace pocos meses era dudoso que prosperase. Ahora la comisión tendrá que funcionar con todos los poderes y mecanismos del Estado de derecho y proceder a las necesarias depuraciones policiales y judiciales.

La sangrienta realidad descrita está centrando el debate para las elecciones del domingo 9 de septiembre, aunque la gran pobreza que afecta al 56,2% de los habitantes y la articulación de un Estado vertebrado y no virtual son otros retos. Para las presidenciales, las encuestas dan ventaja, entre los cinco candidatos a Álvaro Colom, de centroizquierda, aunque parece que en cualquier caso será precisa una segunda vuelta el 28 de octubre. Rigoberta Menchú se sitúa en el quinto lugar. En las parlamentarias se elegirán 158 diputados, partiendo con ventaja la coalición gobernante de centroderecha. Además, hay elecciones municipales.

Para los comicios, en que participarán los seis millones inscritos para votar (que es tanto un derecho como un deber), el Tribunal Supremo Electoral ha dictado varios reglamentos y se ha producido una acertada descentralización de las juntas receptoras de voto, creándose 681 circunscripciones rurales que acercan la Administración electoral a las aldeas. Además de la transparencia y limpieza de estos comicios, debemos desear que los resultados sienten las bases para que Guatemala sepa acabar con los rescoldos y la lava extendida por las laderas de este pueblo que lleva años sufriendo y anhelando justicia, paz y prosperidad.

Jesús López-Médel es observador internacional de la OAE en Guatemala y diputado por Madrid (PP).

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