Guerra

Remitiendo ya la resaca electoral, es tiempo de rebobinar la Historia y repensar los temas pendientes de mayor urgencia. Recordemos que Francia está en guerra con el autodenominado Estado Islámico, que ya lo estaban USA y Rusia bajo el paraguas de la ONU y que hace poco han decidido implicarse Alemania e Inglaterra. ¿España está en guerra? Como nación, no, por supuesto. Pero ¿somos beligerantes en tanto que europeos y occidentales? Los partidos han eludido la cuestión durante la campaña, porque nadie aspira a un patinazo como el de Afganistán y porque las encuestas de opinión afirman que los españoles no apoyan entrar en un conflicto armado.

El asunto resultó, durante la campaña, bastante pintoresco. Los partidos tradicionales no querían complicarse las elecciones con opiniones apresuradas que pudieran restarles votos y afirmaban que tomarían sus decisiones a tenor de lo que dijesen las urnas, esto es: echaban balones fuera. O peor aún: PP y PSOE insinuaban a veces que podrían no asumir sus compromisos con nuestros si esa era la opinión mayoritaria del pueblo español.

Por su parte, los emergentes acuñaron ideas que, cuanto menos, resultaban ingenuas, como aquello que proclamó Ada Colau, rechazando la guerra, al afirmar que la mejor manera de enfrentarse a la violencia es ofrecer flores y música. Si la alcaldesa de Barcelona, a la que yo quizás hubiera votado hace unos meses para la alcaldía, caso de ser barcelonés, abriese ahora un banderín de enganche para regalar flores y cánticos a los «yihaddistas» de Siria e Irak, por favor, que no cuente conmigo. Me imagino el asombro del terrorista que, mientras afila su cuchillo, ve venir a una mujer con pelo corto y pantalones, con un ramillete de violetas en la mano y seguida por un corro de gentes bailando la sardana. Al tipo se le caería el pañuelo negro de la cara de puro pasmo. Ni Monty Python habría mejorado la escena.

Pablo Iglesias no llegó tan lejos, pero me sorprendió oírle formular algunos criterios muy banales sobre el conflicto. Este político, que sin duda ha tenido el mérito de agitar las aguas quietas del sistema cuando más falta hacía, tiende a parpadear con frecuencia ante las grandes decisiones y a pedir un referéndum tras otro. Y ojalá que se le quite ahora la tendencia, enfrentado ya a cuestiones de Estado. En los días previos al 20-D, afirmaba que no quiere recibir de vuelta de la guerra soldados españoles en cajas de madera, olvidando que un ejército profesional es una tropa de voluntarios cuyo contrato incluye, entre otras cosa, jugarse la vida cuando es preciso y la patria lo demanda. ¿O es que queremos un ejército sólo para verlo desfilar todos los 12 de octubre?

Por lo que se refiere a los partidos nacionalistas y Ciudadanos, el PNV se echó a un lado, mientras los catalanes soberanistas andaban enredados –y ahí siguen– en su jolgorio particular de la independencia y no están para mirar otros mapas que el de su barrio. En cuanto a Rivera y los suyos, aunque el líder proclamaba la necesidad de combatir junto a sus aliados, me parece que lo decía con la boca un poco pequeña, escudado en proponer una suerte de pacto de Estado antiyihadista cuyo contenido parece muchos más que confuso.

Pero el reloj ha arrancado de nuevo y muy pronto nuestros aliados van a pedirnos decisiones importantes. Y si bien es cierto que gobernar España es ahora una cuestión difícil, el tiempo corre y el enemigo común no ha sido derrotado. La lucha sigue.

Recuerdo, aunque la situación no sea en muchos aspectos parecida, aquel día de 1938 en que el «premier» británico Chamberlain pactó con Hitler y Mussolini no ir la guerra, en la famosa conferencia de Múnich, a cambio de sacrificar a sus aliados checoslovacos. Al llegar a Londres, mostró orgulloso el papel de los acuerdos a los fotógrafos y afirmó que se abría un «tiempo de paz». Churchill diría después: «Tuvimos que elegir entre la humillación y la guerra. Aceptamos la humillación y luego vino la guerra». Costó casi cinco años derrotar al nazismo y la vida de muchos millones de europeos.

Nazismo y yihadismo no son movimientos semejantes, ya digo. Pero tienen bastantes aspectos en común: el desprecio a la vida, el odio a la democracia y a los derechos humanos, el placer en el ejercicio de la violencia sádica, la muerte como bandera, la pasión totalitaria y el fanatismo, en un caso racial y en el otro religioso. Además, sus filas estuvieron y están llenas de delincuentes comunes. El yihadista, por otra parte, disfruta de algunas ventajas: es un ser feliz que conquista laureles de héroe si consigue matar a mansalva, sin perecer en la lucha, y gana el paraíso eterno si muere en el empeño. Y si le capturan y le envían a una cárcel europea, disfrutará de las ventajas y derechos que las democracias conceden a los reclusos.

Pero tampoco se trata sólo de saber quién fue y quién es el enemigo. Es preciso aclarar también por qué se lucha. Y ese es un papel importante en las democracias que deben, sobre todo y en primera línea, cumplir los gobernantes y sus opositores. Yo creo que hay momentos en la historia en que se precisa de hombres o mujeres valientes que sepan marcar la línea que hay entre la paz y la guerra, entre la humillación y la libertad, y explicarlo. Porque la naturaleza de guerra –ya saben: Clausewitz dixit– no es más que la continuación de la política por otros medios.

El mal avanza siempre mucho más rápido que el bien y hace que, a menudo, como en los cortejos fúnebres, los hombres caminemos compungidos y cabizbajos detrás de nuestras desdichas. Pero hay un instante en que debemos detenernos y decir basta. Lo de poner la otra mejilla es de buenos cristianos; pero suena muy mal cuando, en lugar de amenazarte con un tortazo, te quieren rebanar el pescuezo.

Hay días en que me gustaría ser francés o inglés.

Javier Reverte, periodista y escritor.

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