Guerra a la guerra

Tomando impulso de las palabras y las obras de Jesús que culminan en la bienaventuranza de «los que construyen la paz» (Mt 5, 9), no cabe mucha duda de que la tradición de la no violencia activa a favor de la justicia es la ética primaria de la comunidad cristiana, tal como está manifestando el Papa Francisco. En los estertores del Imperio Romano, cuando el cristianismo ya era religión oficial, san Ambrosio y san Agustín propusieron la ‘guerra justa’, que, andando el tiempo, se convertiría en tradición prevalente, ayudada por la sistematización de santo Tomás. Su significado lo resumió Michael Walzer diciendo que la guerra ha de juzgarse dos veces: justa (la causa) y con justicia (los métodos).

En los parámetros del mundo actual esta tradición desempeña, como mucho, un papel secundario. Los horrores de las dos guerras mundiales y el potencial devastador existente durante la ‘guerra fría’ llevaron a que la tradicional teoría de la guerra justa quedase circunscrita, en la práctica, a las guerras de defensa legítima. El potencial de destrucción masiva que entrañan las nuevas armas científicas (nucleares, químicas, biológicas) y el horizonte aterrador de la ‘guerra total’ hacen prácticamente inviable el cumplimiento de las estrictas condiciones para justificar una intervención bélica e inclinan al sentido común, como expresión de la razón, a contemplar únicamente la defensa como causa de respuesta bélica justa.

Esa tendencia se aprecia al analizar los posicionamientos de los papas de las últimas décadas: Pío XII proscribió todas las guerras excepto las de legítima defensa. Juan XXIII acentuó lo absurdo de la guerra y el Concilio Vaticano II pidió examinar la guerra con una mentalidad totalmente nueva, al describir su nuevo rostro como crueldad intrínseca y barbarie; mientras que Pablo VI hizo además hincapié en el escándalo de la carrera de armamentos. Juan Pablo II remarcó aún más la necesidad de la abolición del uso de la fuerza, sin repudiar de modo absoluto la licitud ética de la misma en casos de legítima defensa o intervención humanitaria.

El Papa Wojtyla se erigió en abogado y profeta de la no-violencia. En Irlanda, en 1979, con la convicción de su fe en Cristo y la conciencia de su misión, proclamó que «la violencia es inaceptable como solución a los problemas e indigna del ser humano». En Sudáfrica, en 1988, pidió que renunciasen a toda forma de odio y violencia, que sólo engendra más violencia y entra en una espiral imparable. Es cierto que, junto a estas declaraciones frontales contra el uso de la violencia, siempre dejó abierto un resquicio para el empleo legítimo de la misma. A este respecto son bien expresivas sus palabras en la Jornada Mundial de la Paz de 1982: «Los cristianos no tenemos duda en recordar que, en nombre de la justicia más elemental, los pueblos tienen el derecho e incluso el deber de proteger su existencia y libertad por medios proporcionados contra el injusto agresor».

Si analizamos esos textos en sus contextos, no hay contradicción entre unas condenas radicales de cualquier recurso a la violencia y las que dejan abierta una hipotética legitimidad moral de la misma. El contexto de los pronunciamientos de Irlanda y Sudáfrica es el de situaciones de conflicto interno, en los que, pudiendo ser la ‘causa justa’, categóricamente se rechaza el recurso a la violencia como ‘medio justo’ de cambio social. El mensaje de la paz se refiere a las respuestas militares ante situaciones de agresión, cuando han fracasado otros medios y un Estado debe defender su existencia y libertad contra un ataque injustificado de otro Estado. En la vida personal está abierta la posibilidad de que alguien, llevado por un amor heroico, renuncie a ejercer el derecho propio que le asiste para defenderse. Ese proceder, sin embargo, no es admisible cuando entra en juego el bien de otros o el bien de la familia o el bien común de la sociedad, de los cuales uno es responsable. Entonces el derecho se convierte en grave deber. En esa categoría entraría la respuesta a una eventual agresión militar rusa contra Ucrania, que puede producirse con blindados que atraviesen la frontera o sin bombas ni tanques, pero con letales ataques cibernéticos. Si hay un deber de legítima defensa, aún es más determinante el deber de hacer absolutamente todo lo posible para evitar la guerra. Ese sí que es perentorio.

En las últimas décadas se ha ido reclamando que la consideración de causa justa no se circunscriba a la defensa propia, sino que incluya las intervenciones humanitarias de carácter armado, dándole entidad jurídico-política-ética al derecho a la injerencia humanitaria en los asuntos de otros Estados, cuando se producen vulneraciones sistemáticas y generalizadas de los derechos humanos. Fue utilizada, por ejemplo, en la intervención militar de la OTAN en Kosovo, siendo secretario general Javier Solana. Algunos quieren ver en esta ampliación un retorno de la guerra justa, otros rechazan que tal retorno acontezca, entre ellos el Papa Francisco. Sea como fuere, no hay solución simple y como dice la teóloga norteamericana Lisa S. Cahill: «Por incompatible que la violencia pueda parecer con el ejemplo y el mandato de amor de Jesús, también parece moralmente irresponsable permitir que los inocentes mueran y las sociedades se destruyan a sí mismas cuando se tiene al alcance el poder para intervenir».

La doctrina de la Iglesia a favor de la paz y en contra de la guerra ha alcanzado un punto de tensión límite y máximo, sin entrar en un terreno de ‘pacifismo total’. El objetivo es declarar la guerra a la guerra con los medios de la paz. En tal sentido, el Catecismo de la Iglesia católica (nn. 2307-2013) manifiesta la obligación de empeñarse en evitar las guerras y frenar la lógica armamentística, sin eliminar radicalmente la posibilidad de que los gobiernos se vean en la obligación de ejercer el derecho a la legítima defensa mediante la fuerza militar. Si la indeseable situación de la guerra se produjera, hay criterios morales para defender la vigencia de la ley moral y la ilicitud de las prácticas criminales deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales; provienen de la clásica doctrina de la ‘guerra justa’, pero ya no reciben ese nombre.

La cultura de la paz pide asumir el compromiso cotidiano de comportarse pacíficamente y poner en primer plano moral la necesidad imperiosa de la justicia social en las relaciones sociales nacionales e internacionales. Pablo VI llamó al desarrollo nuevo nombre de la paz, y Juan Pablo II habló de la paz como fruto de la solidaridad. El adagio ‘si quieres la paz, prepara la guerra’, con sus efectos maléficos, debe ser sustituido por ‘si quieres la paz, constrúyela’.

Asumiendo el magisterio de sus predecesores, hoy Francisco llama a la paz en Ucrania, a no olvidar la tragedia, el sufrimiento y el fracaso que comporta siempre la guerra, y a respetar el derecho internacional y la soberanía de cada país.

Julio L. Martínez, SJ es profesor de la Universidad Pontificia de Comillas.

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