Guerra cultural

Se estima con razón que la derecha española ha perdido la guerra cultural. Quitando asuntos lindantes por lo común con la economía y la jurisprudencia, vemos cómo, sobre el fondo de la opinión pública, destacan con especial fuerza y aparato principios procedentes de la forja progresista o el socialismo radical. Desde la política de género al significado de España en la historia, prevalecen ideas que la derecha no aprueba, no entiende, o acepta a regañadientes. Para el fenómeno existe en nuestro país una explicación inmediata. Con el eclipse del franquismo desapareció, no sólo una forma política determinada, sino un mundo cultural y moral. Ello ha provocado a mano diestra un desconcierto que aún perdura. Pero esto es superficial, si se quiere, pasajero. La ventaja de la izquierda se comprende mejor atendiendo a dos circunstancias que no se ven y de las que, en consecuencia, tampoco se habla. Las mencionaré en orden inverso a su importancia.

Punto número uno: no solo en España, sino también en Francia e Italia, los enemigos del absolutismo adoptaron desde el principio el tono trascendente y moralmente intemperante que antes había caracterizado a la tradición católica. El pensamiento, y todavía más el sentimiento, se dividió en dos jurisdicciones o iglesias, una de ellas, la pretérita, en retracción constante, y la otra en expansión. El gran historiador Michelet, simpatizante inequívoco de los revolucionarios, admite sin ambages, en el prefacio de 1868 a su vasta crónica, la filiación eclesial de montañeses y jacobinos. Al explicar las masacres obradas por la Convención durante la guerra vandeana, escribe: «[la Revolución] no asumió el ropaje de ninguna iglesia. ¿Por qué? Porque ella misma era una Iglesia».

En la profesión de fe católica, antes denominada «comunión solemne», el buen cristiano hace declaración pública de sus creencias. La iconografía ha sido pródiga en la representación de esta ceremonia. El hijo de Dios vuelca los ojos y desnuda su corazón; un corazón limpio, neto, es prueba palpable de que se cree en Dios y también garantía de que se está donde hay que estar. La Iglesia no ha abdicado de esta práctica. Pero la profesión de fe informal es hoy en día más frecuente entre los adscritos emocionalmente a la izquierda. El hombre de izquierdas tiende más que el de derechas a colocarse delante de su interlocutor y comunicar qué piensa o cuáles son sus principios. Busca menos la confrontación dialéctica que la ostentación de una esencia, de una índole virtuosa. Responde al estereotipo, dentro de un registro cómico, Patricio Sarmiento, uno de los protagonistas de ‘El terror de 1824’. El personaje de Galdós, que concluirá muriendo heroicamente, enumera sus convicciones insobornables con mayor fervor que un devoto el Credo. Sobre todo, con más intensidad. El recitador del Credo, al menos en el rodal español, ha terminado despachando las cláusulas de rigor con la celeridad con que se diligencia un trámite administrativo. Su par ‘à gauche’, por el contrario, conserva intacta la unción antigua. Esta mentalidad incita al agitprop y el proselitismo. Se trata de un reflejo, de un movimiento indeliberado, y no se puede improvisar. Hago la advertencia a quienes estiman que, sin más que chascar los dedos, lograría la derecha reproducir el celo misionero de la izquierda.

El segundo punto, absolutamente crucial, podría resumirse así: los principios por los que se rige nuestra sociedad son propensos a experimentar, apenas se simplifican un poco, una suerte de transmutación. Lo que no era de izquierdas ni de derechas, acaba siendo de izquierdas. Reparen en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, uno de los documentos que sirven de fundamento al orden liberal. El Artículo 1º reza así: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Y a continuación apostilla: «Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común». Poco después de agosto de 1789, la igualdad liberal comenzó a reformularse como igualdad de hecho. En el plano de las reclamaciones económicas, se abrió hueco con celeridad pasmosa ‘l`égalité des jouissances’, la «paridad en el consumo» de los sans-culottes. Asevera por ejemplo Lamarque: «La igualdad de derechos solo puede prosperar cuando desaparece la distancia entre las fortunas». Y remacha Robespierre: «No debe haber nadie en Francia que gane más de 3.000 libras al año». Esta igualdad tirada a cordel expresa de forma sencilla, diáfana, la igualdad intrínseca de los hombres. Las alternativas, por supuesto, son posibles, es más, son deseables, pero deben ser razonadas, matizadas, construidas por medio de un largo proceso expositivo.

Las democracias liberales han defendido, en lugar de la igualdad de hecho, la igualdad frente a la ley, y después, conforme ganaban peso los partidos socialdemócratas, la redistribución. La última debe paliar la situación desfavorable de quienes, por razones de origen, sufren minusvalías no merecidas (educación, salud, etc.) que frustran los derechos pregonados por la ley. Los estadounidenses aportaron una solución distinta: el pragmatismo. Las enmiendas a la Constitución o Bill of Rights, añadidas a la carta magna americana en 1791, recuerdan harto a la Declaración de 1789. Su acento, su espíritu es, no obstante, totalmente distinto. Allí donde los franceses declaman, los americanos sientan precisiones procedimentales. Lo que el concepto deja abierto, cristaliza en una praxis que evita la lectura abusiva de los enunciados abstractos.

Todo esto es trabajoso, complejo. La construcción conceptual inhibe el impacto de la proclama voceada a pelo, y la pericia pragmática sirve para gobernar bien, aunque no para sacudir a las multitudes. En la medida en que la guerra cultural, como el propio sintagma indica, se interprete en términos bélicos, es decir, se traduzca en cómo aplastar al enemigo ideológico usando palabras que estallen, y no que razonen, el izquierdista radical llevará las de ganar. Poco podrán contra él el liberal o el socialdemócrata. A estos les toca adelantar su causa de otra manera. El sentido común, el desarrollo inteligente y equilibrado de los derechos, el pensamiento filtrado a través de libros o ‘think tanks’ serios, son los medios a que habrían de acudir para mantener en su quicio a una sociedad, la nuestra, cuyos lemas morales remiten, no se olvide, a una revolución inaugural. O, para ser exactos, a dos, una a cada lado del Atlántico.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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