Guerra en la sombra en Líbano

Los temores de que Líbano se vea arrastrado a un creciente ciclo de violencia son palpables. Los máximos responsables de la seguridad consideran que el país se encuentra ya en guerra; una guerra, simplemente, no declarada. Desde luego, las condiciones existentes en materia de política y seguridad han sufrido un deterioro y acechan nuevas amenazas terroristas, mientras los combates entre fuerzas del régimen sirio y fuerzas rebeldes en las áreas de Qalamun y de Damasco originan nuevos flujos de refugiados en Líbano y provocan nuevos enfrentamientos en la norteña ciudad libanesa de Trípoli.

La reticencia de los principales partidos políticos libaneses y de los protagonistas locales a mezclarse en un enfrentamiento militar abierto ha evitado una guerra civil. Probablemente, mantendrán esta postura en el futuro previsible. Por ahora, la guerra en la sombra materializada en estallidos de coches bomba, asesinatos y ataques esporádicos con misiles representa el riesgo principal. Pero el factor de mayor peligro es el creciente vacío de autoridad constitucional en el país.

Líbano se ha salvado hasta ahora de la violencia a gran escala porque hay pocos en el país con estómago para volver a la guerra civil. Dicho en burdos términos sectarios, aunque la comunidad cristiana se halla ampliamente dividida por la mitad en lo referente a sus simpatías hacia el presidente sirio, Bashar el Asad, y la oposición armada no está dispuesta a verse mezclada en una guerra ajena y mucho menos en una que enfrenta entre sí a suníes y chiíes. La comunidad chií, que no muestra una postura compacta de acuerdo con el creciente involucramiento militar de Hizbulah en el conflicto sirio, tampoco tiene motivos para movilizarse por un conflicto interno.

En términos aún más simples, aunque la hostilidad hacia Hizbulah ha alcanzado niveles sin precedentes entre los suníes de Líbano, distan de estar unidos en un sentimiento de tipo sectario y. mucho menos, dispuestos a movilizarse militarmente.

El Movimiento del Futuro es, sin duda, el partido más importante a la hora de ganar y mantener la lealtad suní libanesa, pero sigue siendo un instrumento de movilización del voto en época electoral y no sirve para actuar fuera del ámbito parlamentario.

Se trata de una buena noticia para todos los deseosos de evitar una guerra civil sectaria. También revela, asimismo, una clara distinción de clase: los suníes que han empuñado las armas, ya sea para combatir en Siria o bien para hacer frente a los partidarios del régimen de El Asad en Líbano, provienen sobre todo de barrios pobres y las zonas rurales menos desarrolladas sobre las que ha recaído el grueso del abandono y de la marginación social del Gobierno en las últimas décadas, principalmente en el norte y nordeste de Líbano. Pocos suníes de cualquier otra clase o región se sumarían a sus filas o aceptarían su liderazgo.

Tal es la razón por la que los principales brotes de la violencia desde mayo del 2012 han quedado limitados a Trípoli y no se han extendido por todo el país, con la única excepción del breve enfrentamiento entre el ejército libanés y los seguidores del predicador salafista, jeque Ahmed el Asir en Sidón en junio del 2013.

Poco ha cambiado en lo concerniente a estas realidades sociales y políticas desde el inicio de la crisis de Siria en el 2011. La carga social y económica de absorber 840.000 refugiados sirios (según el último cálculo de la ONU) provoca tensiones con comunidades locales de acogida de todo Líbano, pero lo más sorprendente es hasta qué punto la sociedad libanesa se ha adaptado y acomodado a la situación. Por tanto, aunque existe la posibilidad de la violencia, la probabilidad de que se extienda más allá de las establecidas líneas de frente de Trípoli y áreas fronterizas con Siria que ya se han visto afectadas es escasa.

La mayor amenaza proviene hoy de la guerra en la sombra, más difícil de pronosticar o de abordar de acuerdo con un rumbo determinado en ausencia de una clara primera línea de frente o de combatientes abiertamente declarados. Supervisar y proteger todos los objetivos potenciales impone una pesada carga, lo que crea una atmósfera de miedo y desconfianza.

Pero las guerras en la sombra siguen asimismo una lógica clara aunque brutal y han definido contornos y límites. Incluso donde horrorosos bombardeos dirigidos contra civiles inocentes parecen estar motivados por la ideología ciega y por intenciones exclusivamente letales, como en Iraq, están involucrados protagonistas organizados, e inclusive departamentos u organismos gubernamentales. En Líbano, los bombardeos ojo por ojo de objetivos civiles en Dahia, bastión de Hizbulah, en julio del 2013 y de mezquitas suníes en Trípoli en agosto fueron seguidos de casi tres meses de relativa calma, lo que sugiere un intercambio de mensajes de disuasión comprendidos y practicados por ambas partes.

Del mismo modo, el bombardeo de la embajada iraní en Beirut el 19 de noviembre recordó los bombardeos masivos de la embajada iraquí en 1981, eco de luchas regionales más amplias. Es probable que Israel, que ha llevado a cabo tres ataques aéreos desde enero contra envíos de misiles avanzados, según se informa, a Hizbulah a través de Siria, estuviera también tras el asesinato de Hasan Lakis, técnico especializado de Hizbulah, el 4 de diciembre. Israel puede intensificar las operaciones encubiertas contra Hizbulah en los próximos meses, antes de que un posible acuerdo nuclear integral entre el grupo 5 +1 e Irán motive que tales acciones sean altamente desestabilizadoras y difíciles de llevar a cabo.

La noticia positiva es que Líbano eludirá probablemente un conflicto civil más amplio. Se beneficiará, por otra parte, de una reducción de las tensiones internas si la conferencia de paz de Ginebra II, prevista para el 22 de enero del 2014, conduce a algún tipo de proceso político, aunque es muy poco probable una solución negociada a corto plazo. Pero la noticia negativa es que el país debe superar el obstáculo de la violencia antes de poder alcanzar una desescalada, porque los combatientes sirios y sus aliados en la región se opongan al enfoque diplomático en su conjunto (con respecto tanto al conflicto sirio como a la cuestión nuclear iraní) o se esfuercen por mejorar sus posiciones de salida antes de negociaciones serias.

Por ello Líbano ha de traducir el consenso de facto de los liderazgos políticos y comunitarios del país en evitar una guerra civil, en una clara apuesta por básicas reglas de compromiso. Por encima de todo, la clase política debe defender y salvaguardar a las fuerzas armadas del Líbano y a las fuerzas de seguridad interna de sus disputas, que han paralizado los consejos de mando de las dos instituciones al impedir su retiro y sustitución en los últimos uno o dos años.

La misión encomendada al ejército de mantener la seguridad en Trípoli los próximos seis meses hace que la cuestión sea más apremiante. Una vez más, el ejército –y en segundo lugar las fuerzas de seguridad– carga con la responsabilidad de ejercer el papel de parachoques permanente porque los partidos representados en el Parlamento no asumen su responsabilidad esencial de aprobar un gobierno capaz de formular respuestas políticas ni de permitir a sus rivales formar uno en su lugar. El fracaso a la hora de respetar un auténtico proceso constitucional teniendo en cuenta que el mandato del presidente Michel Suleiman llega a su fin en mayo del 2014 no hará más que ahondar el vacío.

Con la legitimidad de los poderes ejecutivo y legislativo tan en cuestión, la tarea asignada a las instituciones militares y de seguridad en Trípoli, en último término, puede erosionar el respaldo público y socavar su propia cohesión. Los políticos libaneses y funcionarios electos no deberían seguir posponiendo la gestión de la seguridad del país confiando en que las soluciones diplomáticas en Siria y la de la cuestión nuclear iraní –que pueden o no tener lugar– les saquen del atolladero. El tiempo se agota.

Yezid Sayigh, investigador asociado en el Centro Carnegie sobre Oriente Medio, Beirut. Traducción: José Mª Puig de la Bellacasa.

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