Guerra ideológica

La guerra ideológica responde a la necesidad de proveer a los seres humanos con razones por las que morir y matar colectivamente, en función de la doctrina y de los intereses de los poderes que les empujan a ello. La producción simbólica y cultural con fines políticos deviene así en una actividad mayor, y Estados Unidos hace suya esta opción. En 1950 Michael Josselson, un agente de la CIA, crea, por encargo del departamento de Defensa, el Congreso por la Libertad de la Cultura, que organiza durante casi 30 años un gran número de actividades culturales para luchar contra el comunismo. Una eficacísima red de agencias en 35 países le permite infiltrar sus intelligentsias mediante la organización de ciclos de conferencias, la subvención de revistas prestigiosas y el lanzamiento de nuevas publicaciones, el montaje de exposiciones y conciertos, con lo que consigue enrolar a eminentes intelectuales. Isaiah Berlin, André Malraux, André Gide, TS Elliot, Jacques Maritain, Benedetto Croce, Arthur Koestler, Raymond Aron, Salvador de Madariaga, Pierre Emmanuel, Karl Jaspers figuran en el censo de los que fueron utilizados por la organización. La reivindicación en plena guerra fría del expresionismo abstracto frente al realismo soviético fue una operación en la que se alinearon con entusiasmo el MOMA, las fundaciones Rockfeller, Ford, Carnegie, Fairfield, etcétera y el grupo Time-Life, y representó un triunfo importante para el bloque occidental. Frances Stonor Saunders -Who paid the Pipers. The CIA and the Cultural Cold War, premio Gladstone de Historia, año 2000- ha hecho un admirable estudio de esta peripecia y ha puesto de relieve el turbio precio que hubo que pagar por estos triunfos. En España, durante el franquismo, el Congreso por la Libertad de la Cultura se acercó a los grupos de la oposición ofreciendo ayuda y colaboración con eficacia, aunque obviamente no sin ambigüedades y propósitos torticeros. Carlos Bru está estudiando todo el proceso y su aportación será muy esclarecedora.

Otro episodio mayor de la guerra ideológica y de información de EE UU es el conocido Proyecto Camelot, seguramente el mayor escándalo científico-social del siglo XX. Se trata de una operación para prever las causas de las revoluciones en los países en desarrollo, así como los medios para eliminarlas. Con un presupuesto de seis millones de dólares, estaba encuadrado en SORO -Special Operation Research Organization- y tuvo como acomodo académico la American University de Washington, especializada en investigaciones sociales aplicadas. Se decidió que la acción comenzaría en Chile. Fueron invitados a participar más de 59 investigadores, pero dos de los contactados, los profesores Johann Galtung y Eduardo Fuensalida, decidieron tirar de la manta e informar a la prensa de lo que se proyectaba. Poco después, los medios dieron noticia de que se estaba movilizando a profesores universitarios y a científicos sociales para reunir datos y procesarlos en función de los intereses del Ejército norteamericano. La reacción fue grande y provocó la intervención del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, presidido por William Fulbright, de los secretarios de Defensa y de Estado y finalmente del mismo presidente Johnson, que decidió poner fin al proyecto. La fiabilidad del estamento universitario y los científicos sociales norteamericano quedó muy mal parada y en la pugna entre los departamentos de Estado y de Defensa, el primero se alzó esta vez con la mejor parte.

Pero el Proyecto Camelot no clausura las ominosas maniobras de los Servicios de Información y Defensa de EE UU para embarcar al mundo universitario y científico norteamericano en las acciones concebidas en función de las necesidades de la política exterior de su país. Desde el montaje por parte de la Michigan State University (1955-1962), en colaboración con la CIA, de una serie de actividades en Vietnam por un importe de 5.354.300 dólares hasta la redacción del Report of the Panel on Defense Social and Behavioral Sciences, la confección del Proyecto Themis y la producción y difusión del Report from Iron Mountain (Dial Press 1967), el activismo reclutador y la voluntad corruptora con maneras más o menos sutiles e indirectas no han cesado un instante. Irving Louis Horowitz retoma en Professing Sociology (Aldine Publ., 1968), con rigor y valentía, este indigno decurso.

Hasta llegar al choque de civilizaciones que Huntington nos anunció en la revista Foreign Affairs en 1993 con sus artículos The Clash of Civilizations y The West Unique. Not Universal, retomados poco después en forma de libro con el título The Clash of Civilizations and the remaking of the Worl Order. El autor ni predica ni proclama directamente la guerra de civilizaciones, sino que enuncia y describe una alta posibilidad que, según él, hay que evitar. La tesis central del libro corresponde al eje de la política norteamericana de esos años: la complejidad de la realidad mundial, su extrema fragilidad, hacen muy difícil asentar un poder geopolítico mundial que sea al mismo tiempo efectivo y estable. Lo que aconseja renunciar a toda ambición universal y centrarse en lo propio, reforzando la identidad colectiva USA -reamericanizando a los americanos-, robusteciendo la cohesión interior y reinscribiendo a América en el bloque occidental, en el que Europa representa el otro irrenunciable componente. El unilateralismo y la promoción de Occidente son la expresión más concreta de ese propósito. Para configurarlo, el autor recurre a una inconsistente teoría de las civilizaciones que no logra ni conceptualizar adecuadamente, ni menos aún operativizar dotándolas de parámetros e indicadores que nos permitan saber de qué hablamos. Huntington se queda en una lucubración ensayística sobre la que es difícil pronunciarse porque casi todo es intelectualmente indecidible y determina ocho grandes civilizaciones, con componentes culturales específicos pero cuya gran diferenciación es la religión que las funda y organiza. Todavía no estamos en el World Trade Center pero ya el gran antagonismo civilizatorio se establece entre la civilización occidental y la musulmana, sin olvidar Asia.

Huntington dedica la primera de las cuatro partes de su libro a decirnos qué son las civilizaciones, la segunda a describirnos los factores desestabilizadores del mundo que hemos heredado, la tercera a un examen de su posible recomposición y termina con una cuarta en la que dibuja la dinámica intercivilizatoria y las guerras de civilización. Su conclusión consiste en una crítica al universalismo que hoy no tiene sentido alguno, en la impugnación del multiculturalismo, en la exaltación de la seguridad y en la defensa de Occidente y de la alianza euroatlántica. Quizá el doctor Monserrat Torrents cuya lectura se resume en dos citas localizadas en 15 paginas en un texto de más de 500, podría releerlo en base a este breve encuadramiento.

José Vidal-Beneyto, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global.