Guerra, opinión y democracia

Por José Félix Tezanos, catedrático de Sociología de la UNED y director de la revista Temas para el Debate (EL MUNDO, 24/03/12):

Lo más difícil para un gobernante es saber retirarse a tiempo y hacerlo con dignidad, sin merecer un repudio general. Para los que creemos en la democracia, como valor fuerte, resultan admirables los países en los que se genera una amplia corriente de simpatía y de respeto popular cuando los gobernantes concluyen sus mandatos. Los gobernantes pasan a convertirse en parte de la historia de todos. Lógicamente, en las democracias arraigadas también hay excepciones. Los casos de Petain en Francia y de Nixon en Estados Unidos constituyen ejemplos distintos, pero igualmente ilustrativos de lo que sucede cuando los gobernantes actúan de espaldas a la opinión pública o cuando utilizan procedimientos «irregulares», «inmorales», o «traicioneros».

Pero lo habitual, como digo, es el aplauso en la retirada. ¿Cuándo llegaremos a este ideal en España? Los hechos parecen indicar que, de momento, es una asignatura pendiente. Hasta ahora nuestros gobernantes han tenido colofones poco airosos. Adolfo Suárez salió del Gobierno bastante chamuscado y en condiciones no bien explicadas. Su sucesor no tuvo mejor suerte. Nada más sentenciar, en su discurso de investidura, que la democracia estaba plenamente asentada, irrumpió Tejero pistola en mano en el Congreso. Pocos meses después Calvo Sotelo pasó de ser presidente de Gobierno a verse convertido en partícipe de una fuerza prácticamente extraparlamentaria, que acabó disolviéndose. Igual soledad política vivió Suárez con su minoritario CDS. Felipe González también tuvo un final complicado. Acosado, desde diferentes frentes, acabó propiciando fisuras con los sindicatos y divisiones con diversos sectores de su partido. Con lo cual, a la hora de su retirada, le faltaron tanto los aplausos de los ajenos, como de una parte de aquellos que hubieran podido ser los suyos.

¿Cómo será la salida de Aznar? Su decisión de retirarse a tiempo indicaba que podía cambiar la mala racha de los inquilinos de la Moncloa. Pero, tal como evolucionan las cosas, parece que va a seguir el mismo destino fatal. ¿Quién tiene la culpa de estas salidas impopulares? ¿Acaso los españoles somos ingratos con nuestros gobernantes? ¿Seguimos siendo un pueblo ingobernable que a la menor ocasión da la espalda a los que poco antes ensalzaba? ¿Acaso, el problema estriba en que algunos gobernantes aún no están suficientemente imbuidos de un espíritu político de cercanía ciudadana y de capacidad para escuchar y atender el sentir popular? ¿O, quizás, sucede que las pompas del poder y el coro de los alabadores hacen flaquear el sentido de transitoriedad que debe tener todo gobernante democrático maduro?

Probablemente, en España se produce una combinación de factores y, sobre todo, se nota el poco rodaje democrático y el insuficiente aprendizaje en el difícil arte de saber retirarse a tiempo y hacerlo, hasta el último minuto, sin menospreciar a la opinión pública.

Cuando los ciudadanos damos nuestro voto a un candidato, no estamos proporcionando un cheque en blanco para que haga con nuestro mandato lo que le venga en gana, o lo que estime mejor desde la supuesta sabiduría superior de su alta magistratura. Lo que esperamos es que los gobernantes, una vez elegidos, no actúen en contra de los intereses de su país (y de Europa en este caso), ni procedan en flagrante contradicción con el parecer general.A su vez, los votantes específicos de cada partido esperamos que se actúe en sintonía con el programa electoral. Cuando esto no sucede es inevitable que cunda el desencanto e, incluso, cuando las discrepancias son muy grandes, que proliferen las manifestaciones, como ahora está ocurriendo, con el efecto de que algunos focos de atención tiendan a desplazarse desde el Parlamento y los partidos políticos, hacia la calle y otras instancias culturales, sociales y de comunicación. Lo cual puede conducir a una desinstitucionalización política.

No es extraño, por lo tanto, que de la misma manera que una parte de los votantes del PSOE se sintieron desencantados -y distanciados- hace unos años por el sesgo conservador de algunas políticas y por los efectos de los escándalos, ahora esté produciéndose también un fenómeno similar entre los sectores más centristas del electorado del PP. No se trata sólo del repudio que produce la guerra entre el común de la población, sino también de la manera en la que Aznar y su círculo de poder están reaccionando ante tales manifestaciones de discrepancia. Con el decretazo y con el Prestige ya tuvimos una muestra de los efectos que podían derivarse de esa especie de estrategia del calamar en la que se atrincheran los altos dirigentes del PP. Cuado se reacciona ante las críticas con improperios y acusaciones genéricas contra la oposición, es inevitable que muchas personas piensen que lo único que se pretende es entorpecer el buen funcionamiento de la democracia, las posibilidades de un ordenado -y no crispado- proceso de alternancia, y, sobre todo, el desarrollo clarificador de los debates políticos.

Cuando desde las filas del PP se pretende reducir el sentido de tantas manifestaciones y discrepancias a la mera avaricia electoralista del señor Zapatero se ofende a los ciudadanos, a los que se nos trata como si fuéramos menores de edad y cortos de entendimiento. Pero todo el mundo sabe que estamos ante asuntos más complejos.

Contra la guerra, que es la gran cuestión política, los ciudadanos estamos por razones de fondo y de forma que nada tienen que ver con un maquiavelismo voraz de Zapatero, del que más bien se tiene la impresión de que es persona de natural prudente y contenido.Unos rechazan la guerra por razones de lógica democrática, considerando que no se debe hacer al margen de Naciones Unidas ni en contra de la opinión pública. Otros se oponen, o nos oponemos, no sólo por razones de forma -que en democracia son muy importantes-, sino también de fondo: en primer lugar, por los daños terribles que causará en poblaciones inocentes, a las que se amenaza con bombardear, incluso con armas nucleares, para salvarlas -según se dice- de un dictador que les ha infligido males sin cuento.Y, en segundo lugar, porque esta guerra puede conducir a un hegemonismo absoluto de una sola potencia, y a un control tan unilateral de gran parte del petróleo que no puede ser bueno, a medio plazo, ni para un mundo en equilibrio y en paz, ni para una Europa que no acabará de despegar política y culturalmente.

Quizás esta guerra, después del primer shock, proporcione algunos réditos económicos y personales a los que se hayan alineado del lado ganador. Pero lo que no debe desconocerse es que aquello que puede ser bueno en algún sentido para la eventual proyección de Aznar, para su ego de gobernante y para su afán de protagonismo personal, no resultará bueno para los países europeos que quedarán supeditados sin remedio a la gran potencia dominante. De ahí la falacia de los que arguyen que los países del eje europeísta (Francia, Alemania, Bélgica), los rusos y los chinos -ahí es nada en su conjunto-, en el fondo, están defendiendo posiciones de interés sobre el petróleo ¿Por qué no? ¿Acaso no es eso lo que persigue unilateralmente la Administración Bush y lo que Aznar está vendiendo bajo cuerda entre los círculos de confianza?

El coste que se pagará por este modo de proceder es considerable.Muchos antiguos electores del PP empiezan a pensar que la radicalidad de los objetivos bélicos y el extremismo de los argumentos descalificatorios y de los modos políticos, no estaban ni en la letra ni el espíritu del programa centrista que Aznar presentó en las últimas elecciones y que obtuvo un apoyo mayoritario. Por eso, cada vez más personas quieren opinar, discrepar e influir sobre decisiones y eventos que no estaban en el discurso político en el año 2000. Por eso tanta gente se manifiesta, toma iniciativas e, incluso, reclama referéndums. Ante este panorama, hay que preguntarse por las verdaderas razones de la implicación del Gobierno Aznar en la guerra de Bush, mientras se intenta distraer a la opinión pública y a la oposición con un rosario de argucias, descalificaciones, intentos de confundir el sentido de lo que se ventila y el alcance de la implicación de España. ¿Seguro que no existen compromisos secretos en materias de asistencia médica y hospitalización de afectados por la eventual guerra bacteriológica? Y, sobre todo, hay que plantearse si se puede hacer todo esto sin causar un serio daño a la credibilidad y la buena funcionalidad de la democracia.

Quienes piensan que en una democracia moderna se puede gobernar contra la opinión pública no han entendido nada de la evolución sociopolítica. Por ello, lo mejor que se puede desear es que los que así actúan pasen pronto a ocupar los bancos de la oposición o del retiro, donde tendrán más tiempo para actualizar sus análisis y, sobre todo, para sosegarse, ¡que falta hace!

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