Guerra y paz

La disputa sobre cuál sea la conceptualización más adecuada para la lucha contra el terrorismo yihadista se inició el 11 de septiembre del año 2001, cuando Bush el Joven la llamó guerra. Quienes entonces censuraban el empleo del término argüían que este designa un enfrentamiento entre estados o, en el caso de la guerra civil, entre dos partes de una misma sociedad en lucha por el poder del Estado común, no la persecución del crimen, organizado o no. Pero el fundamento de su actitud no era filológico sino político: el temor a que la situación de guerra fuese utilizada para justificar un incremento del ya gigantesco gasto militar, una limitación de las libertades y muy en especial la agresión a estados acusados de connivencia con los terroristas.

El temor estaba bien fundado e incluso resultó alicorto, pues la lucha contra el terrorismo se utilizó también para justificar la guerra contra Iraq, aunque en este caso en lugar de connivencia con el terrorismo de Al Qaeda se adujo la necesidad de prevenir el riesgo de que el Estado mismo pusiera al servicio del terror, propio y ajeno, unas famosas armas de destrucción masiva que nunca pudieron ser halladas.

Las guerras contra Iraq y Afganistán resultaron desastrosas para vencidos y vencedores, aunque por razones diversas. Aquellos sufrieron centenares de miles de muertos, las brutalidades inherentes a la ocupación militar, enormes destrucciones materiales y, sobre todo, la de los respectivos estados; las tiranías existentes no fueron sustituidas por las democracias prometidas, sino simplemente aniquiladas y el vacío fue ocupado por estados fallidos y rotos por enconados enfrentamientos religiosos o étnicos. También entre los vencedores hubo muertos y sus economías se vieron igualmente perjudicadas por el gigantesco coste de la guerra, pero el inmenso desastre de la aventura bélica vino para ellos de su patente inutilidad para lograr el objetivo que fue causa o pretexto. La victoria no acabó con el terrorismo, que tras ella ha encontrado adeptos en nuestras propias sociedades y ha extendido su acción por otros estados tanto asiáticos como africanos.

Tras los crímenes de París, la disputa ha vuelto a aparecer en la prensa europea, pero en términos muy distintos. El argumento filológico que algunos continúan empleando ha perdido toda su fuerza porque la guerra va dirigida ahora contra una organización político-militar que domina un extenso territorio y que tiene todas las características propias de un Estado, aunque no sea reconocido como tal. Pese a haberse visto confirmado por el resultado de las guerras del presidente Bush, el que se apoya en la inutilidad de la guerra para luchar contra el terrorismo también se ha debilitado porque el brutal terror que el califato ejerce sobre sus propios súbditos permite justificarla como lucha contra la barbarie. No es sorprendente por eso que en España (aunque también fuera de ella) partidos que en el pasado se opusieron a la guerra la apoyen ahora sin reservas y encuentren menos eco popular los que continúan oponiéndose, algunos de los cuales establecen además una distinción entre los ataques aéreos y el combate terrestre que altera el sentido de su oposición a la guerra porque tampoco sus defensores quieren hacerla sobre el terreno. Un equívoco también presente en el sonrojante enredo de nuestro Gobierno sobre el envío de tropas a Mali.

La guerra aérea emprendida por la alianza que Francia ha logrado establecer con Rusia y Estados Unidos, al margen de la OTAN y de la Unión Europea, encontrará por tanto pocos obstáculos políticos en Europa y si consigue, como es probable, la ayuda de tropas árabes, acabará con el Estado Islámico. Es muy dudoso, por el contrario, que la victoria vaya seguida por la paz en la zona y la instauración de estados sólidos y no indecentes en Siria o Iraq, y seguro que no será remedio frente a la amenaza del terrorismo que hoy pesa sobre Occidente, que no es creación de Al Qaeda o del Estado Islámico, sino producto en último término del odio.

Nadie que esté en su sano juicio cuestionará la necesidad de utilizar la policía y los servicios de inteligencia, e incluso el del ejército dentro del territorio nacional, para luchar contra el terrorismo y sólo una minoría de europeos rechaza su utilización fuera de él para destruir estas organizaciones que dotan de medios y dan amparo a los terroristas. La justicia y razonabilidad del empleo de la fuerza no permite ignorar sin embargo que ésta no acaba con el odio, y más bien lo aviva. Para intentar ponerle término hay que ir a sus raíces, que desgraciadamente son mucho más hondas de lo que el economicismo rampante de nuestro tiempo parece creer. El terrorismo yihadista no persigue, como el de raíces ideológicas, objetivos políticos, porque su fin está en sí mismo. No quiere destruir o cambiar la sociedad en la que sus autores viven, sino aterrorizarla para satisfacer el odio que por ella sienten por ver en ella una amenaza para su propia identidad, que definen por referencia al islam, en el que creen encontrar una justificación de la violencia. Esta identificación entre islam y violencia, rechazada por la mayoría de musulmanes, es la que alimenta también la islamofobia de los partidos ultranacionalistas que están ganando fuerza en muchos países europeos.

No faltan razones para refutar esa identificación y tal vez se logre que pierda crédito en nuestras sociedades, pero no desaparecerá con ella el problema, pues el obstáculo real que hay que salvar para lograr la integración de los musulmanes en la sociedades europeas y asegurar la paz no es el de esa falsa conexión entre islam y violencia, sino el de la muy real dificultad de conciliar dos modos diversos de entender la sociedad y el Estado.

Un primer paso para avanzar en esta difícil empresa es tomar conciencia del verdadero significado de la finalidad que se pretende conseguir. No es falso decir que se trata de conciliar el islamismo con la secularización de la vida pública y la política, pero no podemos dejar de lado, sin intentar comprenderlas, las razones que los musulmanes aducen para concebir de otro modo la relación entre religión y Estado, como de hecho hacen en España y fuera de ella no pocos cristianos.

No puede buscarse la conciliación cayendo en el relativismo, pero tampoco ignorar que la realización de los valores universales se hace siempre en culturas y tradiciones concretas y que en el origen de la nuestra está el cristianismo.

Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito de Derecho Constitucional, expresidente del Consejo de Estado.

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