Guerra y Paz, hoy

No es mi intención referirme a la ingente novela de Leon Tolstoi, obra cumbre de relevancia universal que muchos hemos leído. Ha sido objeto de innumerables estudios y ensayos desde su publicación en fascículos (1865-1869). También sirvió de inspiración a la ópera en dos partes de Prokofiev, y muchos quizás recordarán la gran película dirigida en 1956 por King Vidor con intérpretes de la talla de Audrey Hepburn, Henry Fonda, Vittorio Gassman y un gran elenco de celebridades del Séptimo Arte (qué gran momento del cine para cautivar al espectador sin necesidad de efectos especiales). Tolstoi ambientó en las guerras napoleónicas sus profundas reflexiones filosóficas sobre el sentido de la vida, a lo largo de 1.900 páginas.

Guerra y Paz, hoyPero no, no voy a hablar más de Tolstoi ni de su obra, más bien quisiera reflexionar sobre la guerra y la paz, cara y cruz de la vida del hombre desde la aparición de los neandertales sobre la faz de la tierra. Más bien quiero invitarles a pensar en esos dos términos antagónicos que expresan lo mejor y lo peor del alma humana, los más excelsos sentimientos y las más abyectas razones en las que siempre anidan la codicia, la pasión por el poder y la envidia. Tantos siglos ensangrentados, tanto tiempo perdiendo la oportunidad de ser felices… Ni siquiera en este 2014 nos libramos de conflictos bélicos enquistados y de otros nuevos que surgen como setas, guerras que ocupan gran parte del telediario y embotan nuestra sensibilidad al dolor del otro. Hazañas bélicas que sirven de modelo a videojuegos cuyo objeto parece ser un negocio boyante dedicado a iniciar a los niños en las pasiones que conducen a la guerra, a matar al otro sin piedad.

A la vuelta del verano, nos volvemos a encontrar con renovadas tensiones del eterno y doloroso conflicto israelo-palestino, tan fácil de prender y tan difícil de resolver; lo de Ucrania se calienta cada día más a riesgo de dejar a media Europa sin calefacción el próximo invierno, exhibiendo modales y gestos que empiezan a recordar la Guerra Fría; nos volvemos a encontrar con ese señor que se proclama califa del Estado Islámico y azuza los horrores y barbaridades que sufren Irak y Siria desde hace ya demasiado tiempo, con el fin de desestabilizar más aún los países árabes, todavía lejos de haber terminado la digestión de sus Primaveras, y de erradicar a sus minorías étnicas y religiosas al precio que sea, sin olvidar brutales ejecuciones de periodistas, filmadas y concebidas como campaña publicitaria de esos yihadistas que, en realidad, parecen querer desencadenar la III Guerra Mundial. Reuniones urgentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, como casi siempre inoperantes, reuniones extraordinarias de la OTAN, y el mundo cada vez más falto de liderazgo, sin saber qué hacer, más allá de tomar medidas contra posibles atentados en suelo occidental. Ya casi nos hemos olvidado de Libia y Afganistán que tampoco han concluido su calvario; ya no nos acordamos de quienes viajaban de Kuala Lumpur a Pekín en ese avión de Malaysia Airlines, cuya inexplicada e inexplicable desaparición en tiempos de tan sofisticadas tecnologías, hace pensar en un atentado terrorista; apenas se habla ya de las doscientas niñas secuestradas en Nigeria por Boko Haram, otra agrupación islámica, tan solo por ser católicas. En algún sitio leí que han vendido a algunas de ellas por la módica suma de 12 euros.

El Corán es un libro sagrado que está pidiendo a gritos una reposada exégesis. Este tema ha surgido reiteradamente en mis conversaciones con juristas e intelectuales árabes musulmanes. Todos ellos han coincidido en que muchas de las barbaries que se hacen invocando su nombre, no están en realidad en el Corán, sino que forman parte de las llamadas hadith, colección de tradiciones, compiladas posteriormente por anónimos eruditos ulemas, en donde se establecen la historia y las leyes islámicas, sin que conste cuáles eran ciertas y cuáles simple fruto de la imaginación de sus redactores. Quién sabe qué diría Mahoma si levantara la cabeza… Sí, el mundo se ha vuelto peligroso y vivimos rodeados de guerras y conflictos bélicos de alta y baja tensión. Y los que felizmente no los vivimos, nos los inventamos.

Sin embargo, todavía hay esperanza, todavía hay pueblos que quieren darle una oportunidad a la paz. Para mí el más representativo de esta inspiradora actitud colectiva es Colombia, donde he pasado estos últimos dos meses. Colombia, sí, buscando esperanzada los caminos de la paz, casi el tema principal en todos los medios y en todas las conversaciones. Colombia, sí, ese país que lleva viviendo en estado muy parecido al de guerra civil durante los últimos cincuenta años. Colombia, que vivió «la violencia política» origen de la acción revolucionaria y el bandolerismo en los 40 y los 50 del siglo pasado, cuando se gestaron las guerrillas: el M19, liderado por intelectuales que, tras el cruento asalto al Palacio de Justicia en 1985, durante la presidencia de Belisario Betancur, sí aceptaron la desmovilización cinco años más tarde. Algunos de sus miembros –los que sobrevivieron porque parece que la historia completa está aún por contar– se incorporaron a la política y llegaron a ocupar altos cargos en el Gobierno y en el Congreso de la República. No fue ese el camino que eligieron el ELN y las FARC, responsables de crímenes de crueldad inaudita, principalmente en el medio rural donde vive el 70% de los colombianos, en el que imponían su ley. Hostigamientos (léase bombas y voladuras) reclutamiento forzoso de jóvenes y niños para nutrir su fuerza militar, robos, confiscaciones de tierras, secuestros y asesinatos indiscriminados (militares, políticos, jueces, civiles) y la llamada «pesca milagrosa».

En la década de los 90, ese maravilloso país vivía con el corazón en un puño y viajar por carretera era un peligro, incluso de día. De 48 guerrilleros en los años 60, su ejército llegó a alcanzar los 17.000, que el presidente Uribe, con la colaboración de Estados Unidos, redujo a 11.000, fomentando la reinserción y desbaratando su estructura en 2008. Para que nada faltara, surgieron los paramilitares o autodefensas financiados por los terratenientes, y entremedias se cruzó el narcotráfico. El país vivía en estado de guerra y donde no mandaba la guerrilla, lo hacía Pablo Escobar, el líder supremo de los narcos, hasta que guerrilla y narcos fueron una misma cosa. Yo he vivido esos tiempos y me maravilla el valor de ese país para seguir adelante sin claudicar. Poco a poco, lo han ido consiguiendo y actualmente el proceso de paz, dos años ya de negociaciones con las FARC en La Habana, con el impulso decidido del presidente Santos, pinta bien a pesar de las dificultades. Las mesas de trabajo reúnen a líderes guerrilleros, miembros del Gobierno, representantes de las fuerzas armadas y de las víctimas, y académicos encargados de fijar la historia del conflicto. Sus trabajos son seguidos por los colombianos, punto por punto, con igual atención, y ya solo quedan dos puntos –eso sí, los más peliagudos– por cerrar. Quiera Dios que lo logren. Si así fuera, el Premio Nobel de la Paz sería poco para lo que se merecen.

Milagros del Corral, asesora de organismos internacionales.

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