Por Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAIS, 29/03/03):
Pese a la tragedia que acompaña a la agresión angloestadounidense contra Irak, y a manera de precario consuelo, la multitudinaria contestación que los hechos han levantado entre nosotros permite albergar algún optimismo. Cuando se sopesan las manifestaciones del 15 de febrero -y muchas de sus secuelas más recientes- es común que se deje en el olvido, con todo, algo que conviene rescatar: la convocatoria correspondiente corrió a cargo, en noviembre pasado y en Florencia, de los denostados movimientos de resistencia global.
Nada sería más ingenuo, claro, que atribuir a las redes antiglobalización la sorprendente capacidad de movilización que, en franco rechazo de la guerra, se ha revelado entre nosotros y en tantos lugares. Esta última se explica, de forma más sencilla, en virtud de un puñado de datos que casi todos tenemos en mente. Mencionemos entre ellos la debilidad de los argumentos que identificaban amenazas del lado de Irak, la certificación de que EE UU tomó en su momento, y por su cuenta y riesgo, decisiones impresentables, el franco desprecio que Washington y sus acólitos muestran por Naciones Unidas, los intereses ocultos que se adivinan en la trastienda, la conciencia de que sobraban los caminos para resolver, de forma pacífica, la crisis o, en fin, la certificación de que las políticas que abraza el presidente norteamericano no hacen sino engrosar el caldo de cultivo de eso que ha dado en llamarse terrorismo internacional. No es que, en otras palabras, el Gobierno español se haya explicado mal: es que no hay manera de atrapar un átomo de discurso racional en los mensajes de quienes alimentan esta guerra.
Tras dejar sentado que las percepciones recién invocadas son comunes a todos, o a casi todos, los que se han manifestado contra la guerra, tiene su sentido preguntarse por el sesgo que las redes de resistencia global, y con ellas el movimiento pacifista de siempre, han procurado aportar a la contestación. Tiene sentido -digámoslo de otra manera- reseñar cuáles son las diferencias que esas redes muestran con respecto a muchas de las querencias que, también en oposición a la agresión contra Irak, se expresan en las fuerzas políticas al uso y en los medios de comunicación, en el buen entendido de que ni todas las redes de resistencia global comulgan con los argumentos que siguen ni todos aquellos que viven al margen de esas redes están necesariamente en desacuerdo con ellos.
En el seno de los movimientos despunta, por lo pronto, una visible desconfianza ante Naciones Unidas y sus reglas. Con argumentos que no parecen infundados, lo común es que se estime que la máxima organización internacional muestra desde tiempo atrás, y pese a las apariencias, una sumisión a los intereses de los grandes, y singularmente los de EE UU, que no es ni casual ni pasajera. La prudencia aconsejaba rechazar desde el principio una agresión contra Irak tanto si ésta se veía amparada por el Consejo de Seguridad como si tal circunstancia no se hacía valer. La liviandad de las protestas que en estas horas blande un personaje tan patético como Kofi Annan retrataría de manera cabal a la organización que representa.
Claro es que, en segundo lugar, y si cabe, la miseria se antoja aún mayor cuando la opción triunfante es la que pasa por prescindir, sin más, de Naciones Unidas. A muchos sorprende, al respecto, que algunas críticas de la abrasiva política estadounidense de ahora vean la luz en labios de quienes no dudaron en sortear la legalidad internacional, en 1999, en Kosovo. El mensaje entonces trasladado no era precisamente edificante: cuando la ONU interesa, se echa mano de ella; cuando no, se deja de lado en provecho de una acción, la acometida por la OTAN en la primavera de aquel año, que exhibía una condición manifiestamente unilateral. "El unilateralismo no tiene que ver con el número de actores, sino con la usurpación de una misión que pertenece a Naciones Unidas", ha recordado con tino un muy afortunado manifiesto suscrito, entre nosotros, por numerosos profesores de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales. Quienes han venido a sostener que los bombardeos de la OTAN eran defendibles toda vez que el conjunto de los Estados miembros de la propia Alianza y de la UE los refrendó se retratan a sí mismos como sospechosos aduladores de las prácticas que hoy alienta Estados Unidos en relación con Irak. Para evitar malentendidos aclaremos, por lo demás, la trastienda del debate: siendo evidente que en Kosovo se violentaban los derechos humanos, no lo es menos que no era ésa la razón que venía a dar cuenta de las acciones de la OTAN.
La tercera apreciación, engorrosa a los ojos de muchos, pone el dedo en una llaga: la de la omnipresencia de fórmulas de doble rasero que encaran de forma diferente a amigos y enemigos, poderosos y débiles. Las consideraciones al respecto, que no gustan a quienes prefieren bucear en el tenaz recordatorio de la maldad del régimen iraquí, tampoco complacen mucho a quienes, hoy del lado de la resistencia contra la guerra, en el pasado alentaron -ahí están, para certificarlo, los ejemplos de Chechenia, el Kurdistán, Palestina o el Sáhara occidental- aberrantes dobles raseros. Señalemos, sin mayores pretensiones, que de la misma suerte que quien aplica tales raseros haría mal en sorprenderse al recibir respuestas parejas, quien los alentó en el pasado debe demostrar hoy, de forma fehaciente, que ha realizado el consecuente ejercicio de contrición.
En las redes de resistencia global se aprecia también, sin necesidad de escarbar mucho, un franco recelo ante la textura de las disidencias que han expresado, en esta crisis, los dirigentes de Francia y Alemania. El asiento de semejante recelo es doble. Por un lado, debe recordarse que una cosa es no participar en una guerra y otra bien diferente asumir el liderazgo de un genuino frente de rechazo, horizonte que no parece haber estado en momento alguno en la agenda de París y de Berlín. Pero, por el otro, y más allá de las contingencias del momento, en los movimientos antiglobalización no sobran los enamorados de la UE y de sus prestaciones: si dos decenios de políticas neoliberales han dado al traste con la mayoría de las señales de lo que algunos entienden que era una modalidad social de capitalismo, hora es de desprenderse de la asunción de que gentes como Blair, Schröder, Chirac, Berlusconi o Aznar mantienen algún compromiso con la causa de la justicia y la libertad en el conjunto del planeta. Lo ocurrido en Jenín y en Ramala un año atrás, las artimañas que los miembros de la UE han desplegado en Afganistán para esquivar la emergente legislación penal internacional y el designio francoalemán de rebajar, en estas horas, el tono de la contestación son argumentos suficientes para apuntalar semejante percepción.
Un quinto criterio que los movimientos abrazan sin mayores dudas remite a la trama de intereses que se revela al calor de la crisis actual. Por detrás de ésta no es difícil apreciar la búsqueda codiciosa de materias primas energéticas y, más allá de ella, el designio de ratificar viejas explotaciones y exclusiones en provecho de los Estados ricos del Norte y de la globalización que alientan. En lo que a esto se refiere, se antoja preferible reconocer que el proyecto -una suerte de abierta participación en el reparto del botín- que el Gobierno español defiende disfruta de un apoyo mayor que lo que las encuestas invitan a concluir: con la guerra o contra ella, son muchos nuestros conciudadanos decididos a preservar su condición de privilegio y a mantener, pese a lo que fuere, los niveles de consumo -de despilfarro- que caracterizan a nuestras sociedades.
Agreguemos una última percepción en la que beben muchas de las redes de resistencia global: aun cuando, entre nosotros, celebran que el principal partido de la oposición haya optado por plantar cara a esta guerra, prefieren no olvidar que en medida nada despreciable lo que ocurre hoy es la secuela de políticas que los ahora opositores defendieron, a capa y espada, cuando se hallaban en el poder. Al fin y al cabo, fue en los albores de la era socialista cuando cobró cuerpo un franco designio encaminado a normalizar las relaciones exteriores españolas de la mano del ejercicio de una manifiesta sumisión al dictado que emanaba de Washington. Lo sucedido al calor del malhadado referéndum sobre la OTAN, en 1986, y del visible incumplimiento de las tres condiciones entonces postuladas por el Gobierno español obliga a desestimar la sugerencia de que los desafueros que el Partido Popular protagoniza en estas horas carecen por completo de antecedentes. Y es que a los ojos del grueso de los integrantes de los movimientos que nos ocupan, más preocupados por fortalecer las redes sociales que por alcanzar unos u otros resultados electorales, no hay motivo alguno para dar la espalda a un lema de antaño que hoy recupera, sibilinamente, su sentido: OTAN no, bases fuera.