Guerra y violencia, ¿en los genes?

Los humanos somos una pandilla de primates culturales. La mayor parte de nuestro comportamiento es aprendido; nacemos con un disco duro, el cerebro, prácticamente vacío y a medida que crecemos adquirimos información del ambiente y de los seres que nos rodean: la cultura. Ahora bien, también nos regimos por instintos; por la información que está codificada en los genes. Hasta aquí ningún problema si no fuera porque, mientras atribuimos a la cultura los logros más elevados de la Humanidad –ciencia, filosofía, literatura, pintura...– tenemos la fea costumbre de justificar nuestros actos más sórdidos diciendo que se trata de algo inevitable, instintivo; algo que está en nuestros genes desde la génesis biológica de la saga humana.

Recurramos a las escenas iniciales de '2001. Una odisea en el espacio', de Stanley Kubrick. Un pequeño homínido africano –un primitivo ancestro del ser humano– descubre cómo puede utilizar un hueso, a modo de porra, para matar a otros animales de forma sanguinaria; la expresión de su cara, mientras golpea el tapir al son de los timbales de 'Así Habló Zaratustra', denota extremo sadismo;  el mismo que vemos, a continuación, cuando en una charca su grupo topa con otra banda homínida.

Hasta ese momento los grupos rivales se habían disputado el agua y el territorio con vocalizaciones y gestos, pero, esta vez, con la ayuda de su porra, Moon-Watcher golpea a un oponente hasta matarlo. Finalmente, el arma homicida es lanzada al aire mientras el primitivo hueso se transforma en una nave espacial. Un futuro donde los homínidos han evolucionado: son 'Homo sapiens'. La misma especie que, cuando inventa a una computadora inteligente y parlante –HAL–, al transferirle información sobre la conducta Humana, sin saberlo, le traslada también el instinto guerrero y violento.

La película, sin duda, incide en esa visión que tenía la ciencia de los 50 y los 60 acerca de la naturaleza humana; tras las dos grandes guerras mundiales, inmersos en las guerras de la posguerra, se vio a nuestros más arcaicos ancestros como los responsables primeros de la guerra, de la violencia más salvaje e inevitable. Era una cuestión de linaje, de estirpe, de genes ancestrales. En este sentido, en pleno siglo XXI, altas autoridades políticas siguen justificando la entrada en una guerra diciendo que guerreamos desde los tiempos de las cavernas; y lo mismo ocurre con la justificación social que se hace de la violencia en otro tipo de situaciones conflictivas no bélicas. Todo vale. Pero no es así. Las guerras, la violencia organizada, no está en nuestros genes sino que, al lado de la belleza de la Venus del Milo o el ingenio de Darwin, también forma parte de nuestra cultura.

El estudio de la Prehistoria ha avanzado. Tanto que Kubrick habría rodado una película diferente de saber que las ideas en las que se basó han sido rebatidas. En efecto, en los 50 y 60, en Sudáfrica se tenían los fósiles que parecían probar que los primeros homínidos –medio simios, medio humanos– utilizaron armas de hueso para matar a sus presas; pero también fue descubierto un cráneo homínido con señales de haber sido asesinado por un congénere: así renació 'El Mito de Caín'. Desde el alba de la Humanidad, nos habíamos matado en guerras y peleas. Ahora bien, los arqueólogos y paleontólogos modernos analizaron los fósiles de las cuevas sudafricanas y se vio que, en realidad, los responsables de aquellas acumulaciones habían sido los carnívoros (hienas y leopardos) y no los homínidos.

Y si seguimos escrutando el Paleolítico –la etapa en la que los humanos fuimos nómadas predadores (cazadores y recolectores)– no hallamos prueba alguna de guerras durante seis millones de años. Tengo la suerte de convivir con grupos de cazadores-recolectores actuales –como los 'hadzabe' de Tanzania– y la guerra, la violencia, no tienen sentido en comunidades donde no existe diferenciación social ni propiedad privada.

Todo dio un vuelco, hace poco más de 10.000 años, cuando los 'Homo sapiens', debido a cambios climáticos y demográficos, se vieron obligados a abandonar la vida predadora para convertirse en productores: ganaderos y agricultores sedentarios. Aquí sí. Con la propiedad privada y la gestación de las jefaturas documentamos, desde el Neolítico, murallas alrededor de los poblados, armas destinadas a la guerra y humanos con evidencias de muerte violenta.

Por lo tanto, la guerra, la violencia desmedida, no está en nuestros genes sino que forma parte de nuestra cultura. Es algo que se elige de forma consciente.

Jordi Serrallonga, arqueólogo, naturalista y explorador; profesor colaborador de la UOC.

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