Guía de perplejidades

1.  Delitos intelectuales. Robert Brasillach (1909-1945) era un escritor, periodista y el mejor crítico francés de cine de su tiempo. De ahí la admiración póstuma de Truffaut hacia su Historia del cine. Intelectual de la ultraderecha, influido por Maurras, apoyó a Franco y a Pétain, así como colaboró con los nazis y arremetió contra los judíos. Era la tercera pata del trío formado por Drieu La Rochelle y Céline. El primero se suicidó, el segundo huyó y lo hicieron regresar a Francia en silencio. El tercero, con muchos menos méritos que Céline, fue juzgado por traición y fusilado. De nada le valieron las firmas de Cocteau, Valéry, Mauriac, Anouilh, Paulhan, Colette o Camus. Sartre (que había estrenado sin problemas sus obras durante la Ocupación) y Simone de Beauvoir no se resistieron a pesar de que ella había defendido el odio en la política y la venganza. Además de ser una defensa gremial, mostraban dudas sobre la libertad de expresión y la necesidad de no crear mártires. Difícil papeleta para De Gaulle y para Francia, cima de la Cultura. Pero la respuesta del general fue contundente y pasó a la jurisprudencia: el talento intelectual y creador no es un eximente sino un agravante cuando no se actúa con responsabilidad y lealtad hacia su país y sus conciudadanos. Y así, Brasillach tuvo el triste honor de ser quizás el primero en ser ejecutado por «delitos intelectuales». Es decir, desde la Cultura también se puede delinquir. No es un territorio exento de responsabilidades y, por supuesto, carece del privilegio, inexistente en todas las democracias, de estar por encima de la ley. Las altas instituciones culturales españolas, en una situación normal, no tienen porqué meterse en política. Se podría decir que son aconfesionales, pero, cuando se ponen en peligro los fundamentos del país que ellas representan, no pueden ser imparciales, porque el serlo implica ese «delito intelectual». Transigir en la tergiversación de nuestra historia; transigir en el vapuleo de nuestra lengua común (o en su caso, si se diera, en el resto de las otras tres lenguas cooficiales españolas); transigir en una ley de educación donde se marginan las humanidades o las ciencias que ellos mismos representan y tantas y tantas otras cosas que no son nimiedades y afectan a la base de nuestra existencia como país, sí requieren una intervención razonada, sensata, imparcial y de autoridad, a pesar de que puedan ponerse en peligro las subvenciones del propio Estado. Las altas instituciones culturales españolas deben ser queridas y estimadas por el común de la gente que representan, porque de no ser así se convertirían en casinos sin necesidad de existir. La apoliticidad de los creadores es un derecho, pero en las circunstancias anteriormente narradas están obligados a manifestarse. Lo hicieron en la República, en la Guerra Civil y en el exilio. Subvenciones, premios, conferencias y demás miserias económicas no tienen justificación. Incluso, a veces, podrían servir de moderadores entre las partes.

2. Los demás, fascistas. Este año será recordado por muchas cosas infaustas y una será el empeño ilegítimo que ha hecho este supuesto partido socialista, ajeno al espíritu reconciliador y pacificador que desarrollamos los viejos del Antiguo Testamento, en desacreditar a todos los que no comulgan con sus ideas. Esto es un síntoma gravísimo de una enfermedad llamada totalitarismo, aparte de una ignominia e infamia. ¿Qué son Iglesias, Otegi, Rufián y demás compañeros de viaje? Denominar a los viejos socialistas como fascistas, o incluso a toda la oposición de centro derecha, es la demostración de que están ya en el populismo y no en la socialdemocracia. Iglesias y Sánchez quizás deberían hacer la misma performance que hizo un joven noble romano ante el rey etrusco Porsena. Derrotado, culpó a su brazo derecho de no haber sido lo suficientemente fuerte y le prendió fuego ante la sorpresa de los vencedores, quienes lo apodaron el Escévola, el izquierdo. Esta acción, en medio de un plenario parlamentario, no desmerecería de algunas de las extravagantes e irrisorias exposiciones temporales del Reina Sofía. Mejor así, prescindir del lado derecho de sus propios cuerpos.

3. Aprobar suspendiendo. Así, todos burros, con perdón de estos simpáticos animales. Y, después, ¿quién va a contratar a nuestros estudiantes? En la China de Mao los suspensos estaban prohibidos. Allí no había ni abandono escolar, ni fracaso, ni listillos que quisieran sobrepasarse. Todo eran éxitos de los estudiantes masificados y de los profesores adoctrinados. Aquel bachillerato servía también para diezmar a los rebeldes sin causa. Todo el mundo aprobaba porque nadie podía ser acusado de ineficiente. La mayor parte de los líderes totalitarios apenas tuvieron estudios: Hitler, Stalin, Mao…Todos odiaban la educación tal cual nosotros la entendemos. La desconfianza y el menosprecio hacia los docentes convirtió a esta profesión en una de las más peligrosas. Lo importante era saber de memoria esta canción: «¡Oh, presidente Mao, eres el rojo,/Sumamente rojo sol rojo que brilla/ En nuestros corazones!/¡Te deseamos larga vida,/Una larga vida,/Una vida sin fin». Imaginémonos cantándola a nuestros infantes con los apellidos de nuestro presidente y vicepresidente.

4. Sin sanidad no hay libertad. La sanidad es un derecho constitucional. Está recogido en la Declaración de los Derechos Humanos y por la OMS. No hay una verdadera democracia sin tener garantizada la atención médica: universal y gratuita, aunque la mayor parte de los españoles nos la hemos ido pagando a lo largo de décadas. ¿Hemos disfrutado de esa libertad durante estos últimos meses? Yo creo que no. Por lo tanto nuestra democracia nos ha fallado, no ha protegido nuestra libertad. La gestión de la pandemia, incluyendo todos los eximentes posibles, ha sido una catástrofe. Desastre desde el Gobierno central autista y las comunidades autónomas tratando de desembarazarse de semejante emboscada. Y nuestras vidas, en vez de estar en manos de un comité de buenos científicos, que los hay y muchos y muy buenos, al albur de las ocurrencias de dos cómicos del espectáculo. ¿Cuántos muertos llevamos en nuestro haber? Comparémoslos en proporción con los de otros países. Esta política ha proporcionado sufrimiento y muerte, en vez de seguridad y protección. La pandemia pasará, tarde o temprano, pero nos la estarán recordando durante años los diferentes juicios penales que se irán abriendo con el tiempo, cuando todo ya se pueda investigar sin censuras ni impedimentos.

5. Las vacunas de la felicidad. Menos mal que solo, por ahora, hay cuatro o cinco vacunas disponibles, porque si hubiera 17 o 20 cada comunidad pondría una distinta para diferenciarse del resto. Es raro, a estas alturas, que no haya ya una vacuna catalana. Esto sería más verosímil que su NASA. Un tanto por ciento muy elevado de españoles dice que no se vacunará de inmediato. Aquello de que es peor el remedio que la enfermedad. Pero, por ejemplo, he escuchado a los porteros de mi calle, que son muchos, que la mejor solución para convencerlos sería que comenzaran poniéndosela públicamente a todos los miembros del Gobierno, diputados y senadores; y así repitiendo esto en todas las comunidades. Ya saben aquello de vox populi, vox Dei.

6. La catalanización de España. Lo están logrando. La crispación catalana se está exportando a todo el país. Y el monopolio de explotación lo tiene Podemos. Amigos enfrentados, familias enfrentadas, extremismos violentos, cultivo del sectarismo y el fanatismo, siembra del odio y el resentimiento. Y la selva de mentiras apenas dejan percibir la verdad. Cernuda escribió: «…En cuanto a la mentira, basta decirle ‘quiero’/Para que brote entre las piedras».

Y 7. ¿A quién le interesa este país? Este país en saldo o en Black Friday permanente, ya no le interesa a nadie. Antes aún teníamos el alivio de la ingenuidad de los hispanistas. Sabían más de nosotros y les perdonábamos su sinceridad. Pero se han ido muriendo y ya nadie quiere hacer de psiquiatra.

P.D.- Homenaje a Berlanga en su aniversario.

-Ver el último minuto de La vaquilla.

-Ver el último minuto de París-Tombuctú.

¡Este país no interesa a nadie! ¿Pero hay alguien aún que no tenga miedo?

César Antonio Molina, ex director del Instituto Cervantes, ex ministro de Cultura, es autor de Lugares donde se calma el dolor, La caza de los intelectuales, Las democracias suicidas y Zhivago, cómo demoler a un escritor.

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