Guía para las reformas estructurales

Por Guillermo de la Dehesa, presidente del CEPR (Centre for Economic Policy Research), Londres (EL PAÍS, 31/03/06):

"No es la más fuerte de las especies la que sobrevive, ni tampoco la más inteligente, sino la que responde mejor al cambio". Charles Darwin

Existen dos formas básicas de hacer política económica. La primera es haciendo pequeños o moderados cambios en las políticas, las instituciones o los mercados ya existentes, en unos casos para mejorar su eficiencia o su equidad y en otros para suavizar el ciclo económico. La segunda es, en lugar de introducir un mero cambio, llevar a cabo una importante reforma institucional, sistémica o estructural cuando son poco eficientes, rígidos e insostenibles a largo plazo.

Durante algún tiempo, las políticas de cambio fueron suficientes para adaptarse al ciclo o para mejorar el empleo o la productividad. Sin embargo, con la creciente globalización y apertura de las economías, es necesario hacer reformas sistémicas más a menudo para poder adaptarse a los nuevos cambios y aumentar la productividad y la competitividad a medio o largo plazo. Hoy es absolutamente necesario adaptar la economía a los cambios permanentes y crecientes en la competencia internacional; a los cambios en los gustos de los consumidores, conforme aumenta su renta disponible; a la cambiante división internacional del trabajo; a las nuevas ideas y tecnologías o a la situación medioambiental crecientemente deteriorada.

En definitiva, hoy coexisten políticas macroeconómicas anticíclicas para suavizar el consumo a través de la senda cíclica del crecimiento y, por otro, políticas microeconómicas estructurales para aumentar la competitividad y tasa de crecimiento potencial de la economía. Ambos tipos de políticas son esenciales, lo que ocurre es que las primeras se hacen cada vez más a instancias superiores (Banco Central Europeo, Pacto de Estabilidad) y las segundas son nacionales. Una evidencia clara de los efectos negativos de no desarrollar políticas de reforma estructural lo tenemos en la evolución relativa de la UE y EE UU. En 1950, el PIB por habitante de la UE era sólo el 37% de la media de EE UU (medido en paridades de poder de compra). Posteriormente, logró aumentar hasta el 75% en los ochenta y mitad de los noventa. Desde entonces, ha caído al 68% de dicha media. La tasa de crecimiento potencial de EE UU es ahora mayor que la de la UE porque ha llevado a cabo muchas políticas de reforma estructural entonces, mientras que los países de la UE han empezado a hacerlas en los últimos cinco años y de forma desigual.

Dichas reformas pueden hacerse sobre los sistemas impositivos, para que generen mayor capacidad de ahorro o de emprendimiento y de creación de empresas; sobre los sistemas de protección arancelaria y comercial, reduciéndolos para aumentar los niveles de competencia; sobre los mercados de bienes y servicios, reduciendo las barreras de entrada y salida a las empresas en cada sector, aumentando la creación de empresas, el emprendimiento de los jóvenes, la innovación y la inversión en I+D o, finalmente, sobre los mercados de factores de producción, aumentando la competencia y la flexibilidad en los mercados de trabajo, capital, tecnología y suelo, para incrementar la tasa de empleo, el acceso al capital por parte de empresas y familias, el desarrollo tecnológico y abaratar el precio del suelo.

El problema clave de estas reformas estructurales es que tienen mayores costes para algunas empresas y algunos ciudadanos a corto plazo que los meros cambios de política, en los que no se modifica el statu quo, pero también tienen unos beneficios mayores a medio y largo plazo para el conjunto de la economía. Es decir, suele haber perdedores a corto plazo (empresas que desaparecen por no ser competitivas, que pierden cuota de mercado frente a otras más eficientes o su posición de dominio a favor de otras nuevas o trabajadores que pierden su empleo o reducen sus niveles salariales), pero suele salir ganando la gran mayoría a largo plazo, ya que se consigue aumentar la tasa de crecimiento potencial de la economía y su competitividad, de la que se benefician todos los ciudadanos.

Este problema diferencial y temporal de las reformas estructurales respecto a los meros cambios, tiende a generar una serie de efectos y de reacciones que hay que tener en cuenta para conseguir hacerlas con éxito. La experiencia y la evidencia empírica aconsejan:

En primer lugar, las reformas suelen ser temporalmente caras en términos presupuestarios, ya que hay que compensar a los perdedores con recursos públicos, puesto que hay que gastar más en ayudas temporales a empresas o en subsidios por desempleo y en políticas activas de empleo. Estos costes terminan por recuperarse, ya que al aumentar la tasa de crecimiento más adelante, dichos gastos son compensados con nuevos y mayores ingresos públicos. De ahí que para llevarlas a cabo haya que haber realizado una política fiscal anticíclica que permita tener recursos suficientes para costearlas. Así, se ha dado un paso importante en la reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) para que los costes de las reformas estructurales no computen en los procedimientos de déficit excesivos.

En segundo lugar, al producir perdedores a corto plazo, dichas reformas suelen enfrentarse a una fuerte oposición, tanto por parte de las empresas, ya que algunas pueden perder su protección o su cuota de mercado, como por parte de los trabajadores, ya que algunos pueden perder su empleo. Es más, a veces dichas reformas tiene que ser retiradas por falta de apoyo político o institucional. Por ello, hace falta que el Gobierno que intenta llevarlas a cabo cumpla los siguientes requisitos: el convencimiento de que son necesarias; mucha valentía para plantearlas (ya que puede arriesgarse a perder las siguientes elecciones); ser capaz de mantenerlas a pesar de dicha oposición; ser lo suficientemente persuasivo como para saber venderla políticamente ante el electorado y, finalmente (si fuera necesario), comprarlas, dejando muy claro que se van a poner los medios y recursos suficientes para que, al final, no haya perdedores netos.

En una democracia no se puede imponer ninguna reforma a los ciudadanos si no es persuadiéndoles con argumentos claros y convincentes de la necesidad de hacerla, a pesar de sus costes a corto plazo, ya que sus beneficios futuros van a ser muy superiores. Para ello, tanto el Gobierno, la oposición como los ciudadanos no pueden tener una visión oportunista y de corto plazo sobre la economía, sino que tienen que tener una visión clara de su futuro y alcanzar un compromiso a largo plazo de medidas que mejoren su crecimiento sostenido.

Es también interesante resaltar que, en los países con sistemas de voto proporcional, es más difícil introducir reformas de este tipo ya que los pequeños grupos de interés tienden a tener un mayor poder electoral. Por el contrario, en los sistemas mayoritarios, como los anglosajones, los partidos no dependen del voto de dichos grupos ya que pueden formar mayorías suficientes sin ellos, de ahí que hayan conseguido implantar un mayor número de reformas.

En tercer lugar, es más fácil hacer reformas estructurales si tienen la aprobación y el respaldo de organismos o instituciones supranacionales, como es, en unos casos, el del Banco Mundial, el FMI o la OCDE y, en el caso español, de la Comisión y del Consejo europeos. Además, si hay varios países de la UE que las han iniciado antes, es más fácil adoptarlas por otros países, aprendiendo de la experiencia.

En cuarto lugar, es preferible iniciar las reformas con aquéllas que producen beneficios más inmediatos. Las reformas que aumentan la apertura externa, que liberalizan el mercado financiero y que estimulan el ahorro fiscalmente suelen aportar beneficios a más corto plazo. Si éstas tienen éxito es más fácil aplicar luego otras, como las del mercado laboral o las de apertura de ciertos mercados de bienes y servicios a la competencia, en los que los resultados tardan más tiempo en verse y entretanto pueden ocasionar, temporalmente, una mayor tasa de desempleo e, incluso, una menor tasa de crecimiento a muy corto plazo.

Finalmente, hay que intentar buscar el momento cíclico más propicio para llevarlas a cabo con éxito y evitar enfrentamientos fuertes con los agentes económicos temporalmente afectados. Por ejemplo, en medio de una recesión, las expectativas de los agentes económicos son muy bajas y es más fácil, sabiendo que posteriormente habrá una recuperación, introducirlas rápidamente, ya que la previsible mejor situación posterior ayudará a que se noten menos sus posibles costes a corto plazo. También se pueden llevar a cabo durante la mitad del ciclo alcista, ya que la tasa de crecimiento puede mejorar mientras se sufren sus costes a corto plazo. Al contrario, es muy difícil llevarlas a cabo al final del ciclo alcista, ya que sus expectativas son todavía elevadas y el menor crecimiento posterior puede ser atribuido a la introducción de dichas reformas, lo que puede hacer que sean rechazadas, justo cuando pueden empezar a dar beneficios.

La experiencia europea no puede ser más positiva. Los países de la UE que hoy son más competitivos (Irlanda, Finlandia y Suecia) hicieron estas reformas en momentos de crisis graves, después de una recesión duradera y de fuertes desequilibrios fiscales. Su situación era tan mala y sus expectativas tan bajas que pudieron generar sin grandes dificultades un amplio consenso entre los partidos, sindicatos y empresarios sobre la absoluta necesidad de hacer reformas en profundidad. El resultado no ha podido ser mejor y ayuda ahora a que reformen y adapten sus reformas.