¿Ha acabado la tolerancia con la tolerancia?

Cartel del World Press Photo censurado por el Ayuntamiento de Barcelona porque se retrataba a un torero, Juan José Padilla
Cartel del World Press Photo censurado por el Ayuntamiento de Barcelona porque se retrataba a un torero, Juan José Padilla.

A semejanza de una tormenta perfecta, la sociedad española se resiente de un debate extremo sobre la libertad de expresión. Y han comparecido de inmediato los medios extranjeros para certificar la biopsia, sobrentendiendo con cierto exotismo y nostalgia un regreso de la Santa Inquisición.

Hay argumentos, noticias, fenómenos, sentencias, cuya repercusión subraya el peligro del oscurantismo. Pero no es un rasgo específico de la sociedad española. El dogmatismo de la tolerancia ha terminado coartando la tolerancia misma. Y la estilización de la corrección ha transformado Occidente en un templo pacato, mojigato,  infantilizado, de forma que la ferocidad y los peores instintos se amontonan en las redes sociales, como subconsciente de nuestra cultura, como fuerza compensatoria en su impunidad y como magma justiciero al acecho.

España es noticia como podían serlo Francia o EEUU en la perspectiva del neopuritanismo y la tolerancia enfermiza, pero la tormenta perfecta se ha desencadenado entre nosotros con una narración bastante arbitraria a la que, sin embargo, es sencillo dotar de un libreto perfecto: un rapero que va a la cárcel por enaltecer el terrorismo, un libro secuestrado por la autoridad judicial, un artista evacuado de ARCO por su versión de la crisis catalana y hasta un sujeto condenado a 480 euros de multa por haber imitado en un selfie el dolor sobrenatural de Cristo.

La conspiración podría haberla urdido Torquemada. Y sería ilustrativa de una regresión a la que conviene añadir la participación de una cierta progresía o de una izquierda indignada cuyos dolorosos mártires deciden ellos mismos fijar y garantizar los límites de libertad de expresión. Hacen suya la causa de Valtonyc cuando el rapero balear se convierte en rapsoda de ETA, pero se movilizan con estupor de adventistas cuando un autobús de la extrema derecha se desplaza por las ciudades con el eslogan “un pene es un pene, una vulva es una vulva”.

Interviene entonces el paternalismo y la pulsión tutelar. Y se inmiscuye el debate oportunista de los límites del ofensor y del ofendido. Brazo de hierro para golpear. Piel de seda para encajar. Un combate desequilibrado que desluce el debate mismo de la libertad de expresión, restringiéndola al partidismo y a la propia sensibilidad ideológica o cultural, pero no a su incolumidad absoluta.

Tanto se indigna Ada Colau con el sacrificio de Santiago Sierra en Arco que parece haber olvidado las consignas políticas con las que hizo eliminar de Barcelona un retrato del maestro Juan José Padilla, como reclamo del World Press Photo,  y otra imagen de Morante de la Puebla en que evocaba el genio de Salvador Dalí. Eran fotografías desprovistas de sangre o de violencia, pero el mero oficio de sus protagonistas -toreros- predispuso una ordenanza para impedir que los vecinos de Barcelona se expusieran al contacto visual con un espectáculo prohibido en la capital catalana, como si fueran yihadistas. Y como si el esfuerzo o enfoque artístico de ambas obras de arte tuviera que subordinarse al moralismo de la alcaldesa.

Se antoja un ejemplo elocuente del posibilismo que pervierte el gran debate. Y un motivo añadido al amaneramiento y dimensión coercitiva de la sociedad española. Urge modificar el código penal, despojarlo de la represalia carcelaria a la blasfemia, la provocación artística y hasta la ofensa más dolorosa, siempre y cuando no se incurra en la difamación o la injuria.

No existe proporción entre la crueldad verbal de Valtonyc y la desmesura de los tres años y medio de prisión, como no ha existido mayor campaña de difusión para Fariña que el anacrónico secuestro del libro de Nacho Carretero, pero no conviene deducir de una y otra sentencia judicial -ambas sujetas a Derecho- que en España se persigue la libertad de expresión y se acosa al artista libertario, menos aún cuando los sujetos políticos más indignados por la censura a la obra de Sierra han dilatado hasta extremos inconcebibles los límites de la Constitución, de la libertad y de la convivencia.

El soberanismo y su ferocidad excluyente, tantas veces amparados en la credulidad de la izquierda podemista, deteriora las conquistas de nuestra sociedad, las somete al yugo fundamentalista,  hasta el extremo de haber vaciado de contenido la semántica del franquismo, la dictadura, el exiliado, el preso político, el régimen o la propaganda.

El independentismo ha abusado de la libertad y de las libertades. Ha instalado un pensamiento único y un dogmatismo religioso. Y ha ejercido una presión descomunal sobre la tolerancia, de tal forma que la consternación por el caso de Sierra se resiente de una embarazosa hipocresía, más todavía cuando aspira a consolidarse la percepción de una España oscura y siniestra cuyas fauces pretenden cercenar el vuelo sagrado de la autodeterminación.

No están en absoluto comprometidas las libertades en España. Ni puede justificarse una tesis maximalista amontonando unos casos lamentables de la actualidad. Otra cuestión es la mansedumbre de las sociedades occidentales y el pudor enfermizo con que se penaliza la menor transgresión al orden. Los sátiros se han convertido en agitadores incendiarios. Los tribunales, en ocasiones, abusan de la moral. Y la censura y la autocensura han reprimido el pensamiento ilustrado. De hecho, la proliferación de líderes populistas y de figuras redentoras proviene de la capitulación del buenismo occidental respecto a debates tan incómodos como el burka, la inmigración, la seguridad, el laicismo y las aspiraciones patrióticas.

Va a echarse de menos la clarividencia de Todorov en la crisis de identidad europea. El pensador francobúlgaro alertaba contra el peligro del oscurantismo. Y no se refería sólo al hacha primitiva del nacionalismo o la vitalidad de la patria decimonónica. Aludía a los límites de la libertad de expresión que se están autoimponiendo las sociedades abiertas en una concepción enfermiza de la tolerancia. El miedo a ofender ha terminado por otorgar el púlpito a los patriarcas del populismo. Y la dejación de funciones y responsabilidades en asuntos capitales de sensibilidad ha fomentado la expectativa mesiánica. Por eso en Estados Unidos han elegido a un sheriff.

Por Rubén Amón, periodista y escritor.

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