¿Ha de ser Europa?

Para un observador, interesado por nuestra política pero alejado de ella, las relaciones entre el Govern de la Generalitat y el Gobierno de España parecen haber entrado en la nueva fase de un proceso de imprevisible final.

Cada una de las partes ha tratado de dejar bien claro cuál es su posición, al decir una que su propósito es celebrar una consulta o su equivalente, y la otra, que esa consulta no puede celebrarse y que sobre ello no hay más que hablar. Ambas quieren dar a entender que no ha sido la mano del destino, sino la sinrazón de unos o la cerrazón de otros lo que ha llevado al país a este callejón sin salida aparente. Al mismo tiempo, unos y otros han querido dar al resto del mundo, y en particular a los estados europeos, su versión del asunto, no sólo para informar, sino para, de forma tácita o explícita, recabar su comprensión y apoyo. La respuesta dada a esas informaciones ha sido por el momento uniforme: se trata de una cuestión interna de España. Quizá convenga reflexionar sobre el significado de esa respuesta antes de dar otro paso en esa dirección.

El recurso a la comunidad internacional no es nada nuevo, porque de él nos hemos valido cuando se trataba de justificar decisiones impopulares: en nuestra prehistoria democrática, cuando había que racionalizar algunas actividades o liberalizar otras uno acudía a las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial; más tarde, cuando se trataba de cerrar empresas o sectores enteros, o cuando había que cortar las ayudas a alguna empresa pública en pérdidas, era costumbre invocar las exigencias de Bruselas; no hace mucho, con una democracia plenamente consolidada, la necesidad de un cambio en la Constitución era presentada como una exigencia de nuestros socios europeos.

Es, pues, concebible, aunque no pase de ser una hipótesis, que la férrea resistencia que el Gobierno ofrece al cambio en la cuestión catalana sea para consumo interno, mientras se espera una indicación que venga de fuera para adoptar una postura más inclinada al diálogo. Por su parte, el president Mas dice en su carta confiar en que sus destinatarios otorguen su apoyo a un proceso democrático y pacífico cuyo contenido queda por definir. Parece como si ambas partes, a sabiendas de estar manteniendo posiciones irreconciliables, esperasen a que desde fuera alguien les indicara, en el vasto espacio que media entre ellas, un punto en el que fuera posible llegar a un acuerdo honroso para todos.

¿Es esta una posibilidad? Sólo en el caso extremo de que ese hasta hoy asunto interno llegue a afectar los intereses de alguno de nuestros socios; de que lo que hoy sería una injerencia pase a ser considerado una intervención necesaria para evitar males mayores. No es imposible, aunque quizá sea una eventualidad remota, que ese llamado proceso descarrile. Es casi seguro que, antes de que se produjera un accidente, nuestros socios pedirían a las partes que negociaran con la intención sincera de llegar a un acuerdo, algo que uno sospecha no ha sucedido hasta ahora.

Pero antes de sentarnos a esperar esa intervención milagrosa que consiga que cada cual pueda salvar su honra, hemos de pensar que cuando otros consideran este asunto algo interno es porque nos suponen capaces de resolverlo por nuestros propios medios; imaginan que un país europeo se ha dotado de las instituciones necesarias para abordar esas cuestiones. Y ese es nuestro caso, porque las instituciones existen. Si es una ingenuidad esperar que la jefatura del Estado propicie de forma decidida una negociación; que las propuestas que llegan a las Cortes no acaben en la papelera, de esa ingenuidad participa una buena parte de nuestros conciudadanos.

Esperemos que no haya de ser Europa la que nos saque de esta, porque las ayudas tienen un precio: hemos pagado los excesos que desembocaron en la crisis y que nos han obligado a pedir ayudas financieras no sólo con intereses, sino también con la pérdida de confianza en nuestra capacidad de gestionar nuestros asuntos económicos, una pérdida que costará recuperar. En este caso, pagaríamos la ayuda con algo más grave: la pérdida de confianza de los europeos en el funcionamiento de nuestras instituciones; la pérdida de un capital democrático acumulado con los esfuerzos de todos a lo largo de muchos años.

Hay que esperar, pues, que los principales actores de este drama –porque no se trata, como parecen pensar algunos, de un sainete– consideren la respuesta europea como una invitación, educada pero firme, al acuerdo.

Alfredo Pastor, profesor de Economía del Iese.

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