¿Ha existido alguna vez la seducción?

No he conocido nunca a una «seductora». Y aún menos a un «seductor». Creo que sí he conocido y tratado (casi íntimamente) a grupos que congregaron a los que tienen fama de ser los más «seductores» del siglo y del mundo: actores de Hollywood, el Broadway de NY, «le-tout-Paris», artistas surrealistas, pánicos, dadaístas, patafísicos, comediantes del Gran Teatro del Mundo o poetas pobres y malditos «para no hacer mudanza en su costumbre».

He creído comprender que la seducción es un mito nuestro. Un cero que espera su hora. Un infundio masculino. Una trola exponencial. Los demócratas invitan a cambiar de chaqueta cuando los saurios son incapaces de incomodar a las musas.

Cuando alguien me dice, por lo general sin conocer a la persona: fulanito o menganita es un conquistador o una donjuana, creo que él mismo querría cerciorarse, esperanzado, de que hubo o hay donjuanes o conquistadoras. Nunca corrieron cíclopes en los velódromos.

¿Ha existido alguna vez la seducción?En nuestro eterno tohu-bohu de confusión cotidiana, el mito es la única mentira que dice la verdad. No obstante nuestra for-mi-da-ble (sin ironía alguna) civilización occidental solo ha creado dos mitos. El primero, el Don Juan, es el más asombrosamente actual y significativo siempre... aquí o allá, día y noche. Es el que se supuso creó Tirso de Molina. Con razón, para Ortega y Gasset, «Don Juan es el problema más recóndito, más abstruso, más agudo de nuestro tiempo». Yo me atrevo a añadir: y de todos los tiempos. Sin embargo, se suele preferir al «Fausto» de Goethe infinitamente menos determinante. Hay quien únicamente mira para ver, a menudo solo entre los demás.

Aunque no llego a ser el reflejo de mi apariencia, con razón estrené en el Teatro Real, precisamente de Madrid, mi ópera «Faustbal». El «Fausto» alemán coronado por todos carece de algo que le falta rotundamente: la presencia de mujeres de ciencia. Este Fausto no conoce ni remotamente a Trota de Salerno ni a Hagnódica de Atenas, ni a Hipatia de Alejandría. Que Faustbal considera como hermanas. El azar pasa siempre sin saludar a nadie.

¿Por qué se repiten nuestras colosales trolas? ¿Las patrañas encopetadas o los tufos y altanerías de los remedadores o apropiadores como los Casanovas, los Molière, los Zorrillas o los del libretista del Don Giovanni: Lorenzo da Ponte?

Por cierto según las estadísticas, lejos de seducir los hombres llegaron a violar desde el año catapún. Para comenzar, a sus propias novias, compañeras, amantes o esposas. Por la fuerza de las bayonetas, o de la costumbre, o por descuido.

Pero gracias a nuestra «maravillosa» civilización, además se ha conseguido violar al propio mito de «Don Juan». Y en cabeza de ellos por masoquismo: mis queridos compatriotas. Solo el genio Echegaray es más enojoso y repulsivo que Tirso; (hoy ambos se editan para un gran público de 21 lectores). Ya nadie se atreve a presentar el mito como fue pensado y escrito: su «Burlador de Sevilla». Es decir un mentiroso incapaz de seducir.

A pesar de todos sus camotes y embrollos «el seductor» (el primer Don Juan), el de Tirso, no consigue enamorar por sus propios encantos. Ni haciéndose pasar en la oscuridad por el novio de la víctima. Exactamente como cualquier gran productor de cine o candidato a Óscar.

Pero al personaje del mito se le ha convertido en un adalid, un titán, y un semidiós: un arrebatado revolucionario enemigo de Dios. Y mejor aún, en un puro «superman». Capaz de abarraganarse, según su criado Leporello, a todo trapo, a rienda suelta, a toda prisa, a todo gas, urgentemente e ipso facto.

En la escena 5 del primer acto de la ópera, Leporello se dirige a «Donna Elvira»: Madamina, il catalogo è queste: «Señorita, el catálogo es este, de las bellas [mujeres] que amó mi patrón; un catálogo que yo mismo hice; observad, leed conmigo…: entre éstas hay campesinas, camareras, ciudadanas, condesas, baronesas, marquesas, princesas, hay mujeres de toda condición, de toda forma, de toda edad. De las rubias, él tiene costumbre de halagar la gentileza; de las morenas, la constancia; de las pálidas, la dulzura. Quiere para el invierno a la gordita, quiere para el verano a la flaquita; es la corpulenta, majestuosa, la pequeña, es más graciosa. A las viejas las conquista por el placer de ponerlas en la lista; su pasión predominante es la joven principiante. No le importa que sea rica, que sea fea, que sea bella; mientras lleve la faldita, vos sabéis lo que hará».

Con esta traición del mito de Tirso el don Juan deplorable será definitivamente transformado en un apuesto «metrosexual» que enamora, seduce y se acuesta, en Italia, con seiscientas cuarenta mujeres; en Alemania, con doscientas treinta y una; cien en Francia; en Turquía, noventa y una…

-...«ma in Ispagna son già mille e tre».

¡Caramba!

Los luceros ¿no pueden admirarse (y aún menos deslumbrarse) sino desde lejos? Muchos de nuestros antepasados creyentes o ateos, superdotados o estúpidos, rapsodas o poetastros, triunfadores o arribistas, patrones o dependientes murieron sifilíticos. Como Nietzsche y Casanova, Francisco Primero y Maupassant, Baudelaire y Liszt, Lord Byron y Lenin, Feydeau y Antonio Machado, Balzac y Howard Hughes, Van Gogh y Flaubert, Schubert y Sade, Gauguin y Manet, etc, etc. ¿Todas las existencias se acaban inacabadas? Entre los siglos XV y XVII en Italia, a la sífilis se la denominó «enfermedad francesa», en Francia «mal napolitano», en Rusia, «enfermedad polaca», en Polonia, «enfermedad alemana», en el Japón «morbo chino», en los Países Bajos «enfermedad española», en Turquía «enfermedad cristiana», en España «mal portugués» o «morbus gallicus»…

Porque ninguno podía dominar las ganas de «juntarse» con una escoba con sostén. Por eso nuestros antepasados eligieron, compelidos por sus «pulsiones», lo más peligroso y sencillo. Ofrecerse una prostituta. Y, sin embargo, ayer se sabía que no había remedio contra la sífilis. Que se moriría entre las peores torturas, entre horrorosos trastornos mentales y gérmenes de tortugas minga. Con las partes más nobles atravesadas en su interior por hierros candentes. Pero aun conociendo el bárbaro final de sus vidas los hombres no podían dejar de adoptar la única solución a su deseo frenético de amontonarse con «cualquiera».

Cada día hoy se siguen alquilando los servicios pagados de la profesional más impar o más chocante. A la que a menudo los clientes hacen como que la violan. Los auténticos prostíbulos siguen llenos a rebosar y son evidentemente tan numerosos como siempre. Se llaman en general «sitios de encuentro», «puticlubes» o «salones de masaje». Los frecuentan una inmensa mayoría de hombres: más del 95%. Frente a una minoría de mujeres: menos del 5%.

El «extraterritorial» (según él mismo) Georges Steiner, fue uno de los críticos más preclaros, certeros y eminentes de nuestra época. Desde 1985 escribió semanalmente en el «The Times Literaty Supplement». A última hora se definió con el título de «Don-Juan-Internacional». Cher et très admiré Steiner: a mí me parece que no ha habido nunca ningún don Juan ni internacional, ni nacional, ni doméstico, ni vecinal.

A su mujer, la impresionante y vertiginosa Zara, el «imperfecto de indicativo» cada vez le sentaba mejor. Hace medio siglo me dijo a propósito de relaciones sexuales lo más certero que oí. Con otras palabras lo que también me dijo, en 1999, Denise, la esposa de Klossowski. Que por cierto nunca se llamó «Roberte». «Se acordaba» del verbo olvidar.

Una tarde, comiendo en su minúsculo piso con su marido, le pregunté cómo se sentía desnuda rodeada de un enano vicioso, un gigante sádico y el inalterable y perplejo poeta Michel Butor; me dijo algo tan sorprendente como exacto.

Por eso cuando su marido acababa de subir al Sol a sus 96 años, el 11 de agosto de 2001, sentados en una tumba decidí intentar hacer reír a aquella escalofriante y lúcida mujer. Rió complacida como un último homenaje al inolvidable Pierre Klossowski.

Fernando Arrabal es dramaturgo.

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