¿Ha llegado la primavera saudí? / Reform key to reversing Riyadh’s fading fortunes

A principios de los años setenta, el Rey Faisal de Arabia Saudita confiaba, según se dice, a miembros superiores de la familia real su inquietud de que así como en solo una generación el país había pasado de “montar camellos a montar Cadillacs” …. la próxima generación podría estar montando camellos de nuevo.” Su advertencia parece más pertinente que nunca.

Arabia Saudita, que desde hace mucho ha sido una de las sociedades más rígidas del mundo, ahora se encuentra en una encrucijada. Su relación con Occidente –y con los Estados Unidos en particular– se ha deteriorado en medio del caos desatado en Medio Oriente y África del Norte por la primavera árabe. Mientras tanto, un grupo de mujeres dio la señal más reciente de intranquilidad interna al desafiar la disposición que les impide manejar coches en el Reino.

Si bien Arabia Saudita sigue siendo la economía árabe más importante, el productor y exportador de petróleo más grande del mundo y el guardián del Islam sunita, su influencia política ha disminuido significativamente en años recientes. Entre principios de los años ochenta y mediados de los años dos mil, Arabia Saudita fue el coordinador de la política panárabe y a los palacios de Riad y Yedda llegaban líderes políticos de todo el mundo árabe.

Sin embargo, desde entonces los salones de recepción han estado notoriamente vacíos. Qatar –con su riqueza aparentemente inagotable y su estrategia integral de relaciones exteriores, inversiones y comunicación– ha ocupado el lugar de Arabia Saudita como árbitro decisivo en casi todos los conflictos en Medio Oriente.

El deterioro de la influencia política de Arabia Saudita ha contribuido a un sentimiento creciente de declive nacional. Los esfuerzos de reforma del rey Abdullah –especialmente los destinados a reducir el poder de los poderosos grupos religiosos ultraconservadores, wahabitas-salafistas– han perdido impulso y la muerte de dos príncipes herederos ha complicado la transferencia intergeneracional de poder.

Si bien los dirigentes sauditas han logrado comprar el apoyo de la clase media mediante la asignación de una parte significativa de los ingresos petroleros a programas sociales y de crédito focalizados, la pobreza generalizada y la enorme desigualdad del ingreso persisten. Los musulmanes chiítas de la Provincia Oriental, rica en petróleo, han desafiado en repetidas ocasiones la prohibición de manifestaciones contra el régimen. Además, la campaña de Arabia Saudita contra los chiítas houthis de Yemen ha resultado ser más costosa y larga que lo previsto.

En este contexto, los dirigentes sauditas siguen mostrándose notoriamente cautelosos del empoderamiento popular y el trastorno del orden árabe que ellos han dominado durante las últimas tres décadas. Para los sauditas wahabitas, cuyo poder absoluto reside en la familia real por mandato religioso, las formas innovadoras del Islam político que sustentan la legitimidad en una representación auténtica son una amenaza estratégica.

En el último año, la familia saudita se ha estado enfocando en muchos de estos desafíos. El rey Abdullah ha realizado importantes cambios de funcionarios en los ministerios de Defensa, Interior, Relaciones Exteriores e Inteligencia, y ha conferido facultades amplias a dos príncipes con experiencia –Bandar bin Sultan, que fue embajador ante los Estados Unidos durante más de dos décadas, y Miteb bin Abdullah, hijo del rey y desde hace mucho tiempo comandante de la Guardia Nacional.

El gobierno también ha tratado de atraer inversión extranjera y promover la diversificación económica. Además, algunas facciones de la familia saudita están acercándose –aunque con cautela– a actores de la sociedad civil para propiciar un diálogo sobre el futuro del país.

Además, a fin de combatir la influencia de Irán en el Mediterráneo oriental, Arabia Saudita ha aumentado el apoyo a sus aliados en Irak, Jordania y Líbano, y se ha encargado efectivamente de financiar, armar y dirigir a la oposición siria y las fuerzas rebeldes. Ha ayudado a frenar el auge del Islam político en África del Norte, incluso respaldando el derrocamiento del presidente egipcio, Mohamed Morsi. Asimismo, mediante una combinación de incentivos negativos y positivos, ha controlado la amenaza que suponen los houthis en Yemen.

Sin embargo, ninguna de estas políticas aborda el desafío fundamental para el Reino –esto es, la erosión paulatina de su riqueza (en efecto, se prevé que Arabia Saudita se convertirá en importador neto de energía para 2030). Vista la falta de competitividad de muchos sectores económicos y la insuficiencia del sistema educativo, la población saudita –70% de la cual es menor de 35 años– experimentará un desempleo exorbitante en los próximos años.

Muchos sauditas sienten que se ha desperdiciado una oportunidad; a pesar de haber tenido una de las fortunas más liquidas de la historia, el país no ha podido convertirse en una economía avanzada. Además, es probable que la amplia clase media saudita exija un sistema político más representativo como respuesta a la disminución de la riqueza.

El problema es que los retos evidentes que encara Arabia Saudita necesitan un nivel de cohesión en las esferas gubernamentales más altas que no se ha alcanzado. Como señaló el periodista, Christian Caryl, “decir que las condiciones históricas y económicas predisponen a un país a seguir un camino específico, no significa que sus políticos necesariamente decidirán tomarlo”.

La falta continua de acciones decididas podría fácilmente lleva a Arabia Saudita hacia una decadencia irreversible. En tal caso, la economía se debilitaría gradualmente, lo que disminuiría la capacidad de la familia real para seguir comprando el apoyo de la clase media y permitiría que los grupos rebeldes en el oriente y el sur erosionaran la autoridad del gobierno. Esto podría causar que la doctrina religiosa y política wahabita perdiera seguidores entre los jóvenes y alimentar las pugnas internas en el régimen.

A la larga, la unificación del Reino que llevó a cabo Abdulaziz bin Saud a finales de los años veinte podría incluso revertirse, lo que haría que las últimas ocho décadas fueran una anomalía en la larga historia de fragmentación de la Península Arábiga.

Un resultado así haría que Yemen y el resto de los Estados del Golfo se volvieran ingobernables, con lo que la confrontación entre sunitas y chiítas que actualmente se desarrolla en el Levante arrollaría la región.

Existe, sin embargo, otra posibilidad. La nueva generación de líderes sauditas podría encabezar una transición hacia una monarquía constitucional genuina, basada en un sistema transparente de contrapesos y equilibrios. Un modelo más representativo de gobierno, junto con incentivos económicos importantes, podría desencadenar la creatividad y el dinamismo de los jóvenes – y asegurar de ese modo el futuro de Arabia Saudita.

Esa promesa se refleja en la reciente película “Wadjda” – escrita, producida y dirigida por mujeres sauditas – que cuenta la historia de una joven de una familia de clase media que desafía los convencionalismos sociales y busca ir más allá de los límites para desarrollar todo su potencial. Si ella no es el futuro de Arabia Saudita, quizá el país no tenga futuro.

Tarek Osman is the author of Egypt on the Brink. Traducción de Kena Nequiz.

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In the early 1970s, Saudi King Faisal reportedly confided to senior members of the royal family his fear that, just as in a single generation the country had moved from “riding camels to riding Cadillacs. …the next generation could be riding camels again.” His warning seems more apt than ever.

Saudi Arabia, long one of the Arab world’s most rigid societies, now finds itself in a state of flux. Its relations with the West — and with the United States in particular — have frayed in the turmoil unleashed in the Middle East and North Africa by the Arab Spring. Meanwhile, a group of women provided the latest sign of domestic restiveness by defying the kingdom’s prohibition against women drivers.

While Saudi Arabia remains the largest Arab economy, the world’s leading producer and exporter of oil, and the guardian of Sunni Islam, its political influence has diminished significantly in recent years. From the early 1980s to the mid-2000s, Saudi Arabia was the coordinator of pan-Arab politics, with the palaces of Riyadh and Jeddah drawing political leaders from throughout the Arab world. But the reception rooms have since been noticeably empty. Qatar — with its seemingly inexhaustible wealth and a comprehensive foreign, investment, and media strategy — has replaced Saudi Arabia as the decisive arbiter in almost every Middle Eastern conflict.

The deterioration of Saudi Arabia’s political influence has contributed to a growing sense of national decline. King Abdullah’s reform efforts — especially those aimed at curbing the power of the ultra-conservative Wahhabi-Salafi religious establishment — have lost steam, and the deaths of two crown princes have complicated the inter-generational transfer of power.

While Saudi leaders have managed to buy middle-class support by allocating a significant proportion of oil revenues to targeted welfare and credit-support programs, widespread poverty and massive income inequality persist. Shiite Muslims in the oil-rich Eastern Province have repeatedly defied the ban on anti-regime demonstrations. And Saudi Arabia’s campaign against the Shiite Houthis in Yemen has proved longer and costlier than expected.

Against this background, Saudi leaders remain conspicuously wary of popular empowerment and disruption of the Arab order that they have dominated for the last three decades. For Saudi Wahhabism, in which absolute power is granted to the royal family by religious mandate, innovative forms of political Islam that anchor legitimacy in genuine representation are a strategic threat.

Over the last year, the Saudi family has been focusing on many of these challenges. King Abdullah has made significant personnel changes within the defense, interior, foreign, and intelligence ministries, granting broad powers to two experienced princes — Bandar bin Sultan, who was ambassador to the U.S. for more than two decades, and Miteb bin Abdullah, the king’s son and long-time commander of the National Guard.

The government has also sought to attract foreign investment and promote economic diversification. And some factions of the Saudi family are reaching out — albeit cautiously — to civil-society actors, attempting to engage them in a dialogue about the country’s future.

Moreover, in order to combat Iran’s influence in the eastern Mediterranean, Saudi Arabia has increased support for its allies in Iraq, Jordan and Lebanon, and has effectively taken responsibility for financing, arming, and directing the Syrian opposition and rebel forces. It has helped to curb the rise of political Islam across North Africa, including by backing the overthrow of Egyptian President Mohamed Morsi. And, through a combination of positive and negative incentives, it has checked the threat posed by the Houthis in Yemen.

But none of these policies addresses the fundamental challenge facing the kingdom — namely, the gradual erosion of its wealth (indeed, Saudi Arabia is expected to become a net energy importer by 2030). Given many economic sectors’ lack of competitiveness and the inadequacy of the educational system, the Saudi population — 70 percent of which is under 35 years old — will experience skyrocketing unemployment in the coming years.

Many Saudis sense a wasted opportunity; despite sitting atop one of history’s most liquid fortunes, the country has failed to become an advanced economy. And Saudi Arabia’s large middle class is likely to respond to diminishing prosperity by calling for a more representative political system.

The problem is that the obvious challenges facing Saudi Arabia require a level of cohesion in the upper echelons of government that remains elusive. As the journalist Christian Caryl put it, “to say that historical or economic conditions predispose a country to embark on a particular path does not mean that its politicians will necessarily decide to take it.”

The continued absence of resolute action could easily drive Saudi Arabia toward irreversible decay. In such a scenario, the economy would gradually weaken, hampering the royal family’s ability to continue buying middle-class support, while enabling rebel groups in the east and the south to erode the government’s authority. This could cause Wahhabi religious and political doctrine to lose ground among young people and fuel regime infighting.

Ultimately, Abdulaziz bin Saud’s unification of the kingdom in the late 1920s could even be reversed, making the last eight decades an anomaly in the Arabian Peninsula’s long history of fragmentation. Such an outcome would effectively make Yemen and the rest of the gulf states ungovernable, allowing the Sunni-Shiite confrontation that is currently unfolding in the Levant to overwhelm the region.

But there is another possibility. The new generation of Saudi leaders could spearhead a transition to a genuine constitutional monarchy, based on a transparent system of checks and balances. A more representative governance model, together with strong economic incentives, could unleash the young population’s creativity and dynamism — and secure Saudi Arabia’s future in the process.

That promise was captured in the recent film “Wadjda” — written, produced, and directed by Saudi women — which tells the story of a young girl from a middle-class family who challenges social conventions and pushes boundaries, as she attempts to fulfill her potential. If she is not Saudi Arabia’s future, the country may not have a future at all.

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