¿Ha vuelto el antisemitismo?

En París, un manifestante llamado Chaleco Amarillo, invita a un famoso intelectual judío a volver a Tel Aviv. En Hungría y Polonia, los dirigentes gubernamentales acusan a los judíos de amenazar la identidad nacional, aunque en estos dos países ya no hay judíos. En Estados Unidos, un diputado de origen palestino insinúa que la diplomacia estadounidense está dictada por un grupo de presión judío. Todos estos incidentes han suscitado una condena unánime por parte de las autoridades europeas, de todos los partidos, de la Iglesia y de los intelectuales de todas las tendencias. ¿Debemos pensar que el viejo antisemitismo que devastó Europa durante mil años, para terminar con el Holocausto, está de vuelta? Creo que sobrestimamos el peligro, confundimos épocas, utilizamos las mismas palabras para designar hechos sociales históricamente distintos. Pensemos en Francia, el país de Europa donde el antisemitismo fue, hasta la Segunda Guerra Mundial incluida, el más virulento. Fue el país del caso Dreyfus y en el que el régimen de Vichy alineó sus leyes antijudías con las de la Alemania nazi. Durante mucho tiempo, en Francia se consideraba aceptable ser antisemita. Lo eran los intelectuales, lo fue la prensa, y también la Iglesia católica.

Dreyfus, un oficial judío e inocente, solo debe su salvación en 1900 a la campaña minoritaria de Emile Zola y de algunos oficiales honestos. Recuerdo que, cuando era pequeño, en mi escuela parisina la mayoría de mis profesores todavía pensaba que Dreyfus era culpable y que solo se había librado gracias a un complot judío y masón. En esa misma escuela, me había acostumbrado (hacia 1950) a que mis compañeros de clase me tacharan de «maldito judío»; me resigné, dado que a otros se les llamaba «maldito bretón» y «maldito árabe». En la década de 1950, la diversidad de orígenes no era una norma aceptada. Se trababa peor a las niñas que a los niños. Para que conste: en 1938, casi toda mi familia, que había huido de la Alemania nazi para buscar refugio en Francia, fue arrestada por la Policía francesa y enviada de vuelta a Alemania, donde desapareció. Mi padre fue detenido en Francia por la Policía francesa en 1942, pero fue liberado milagrosamente por sus compañeros de la Resistencia.

Saltémonos unas décadas hasta llegar a nuestra época. La Iglesia se ha vuelto filosemita, la Policía protege a los judíos, la ley penaliza el antisemitismo, ningún intelectual legítimo es antisemita y toda la clase política en Europa occidental y en Estados Unidos condena cualquier alusión antisemita. Si se ataca a un judío en París, Bruselas o Pittsburgh, las manifestaciones públicas muestran una indignación generalizada. En fin, nunca en la historia judía de Occidente hemos estado tan protegidos.

Esta inversión del destino se la debemos a la Iglesia Católica, a Juan XXIII y a Pablo VI, y a la toma de conciencia de lo que fue el Holocausto a partir del juicio de Eichman en Tel Aviv, en 1961. Pero también, en todo Occidente, la cultura dominante ha cambiado y ahora se aceptan la diversidad de orígenes, de culturas y de géneros. Solo quedan unos pocos húngaros que creen en la pureza de su sangre y en la identificación entre etnia y cultura nacional. Es cierto que todavía subsisten las declaraciones y los actos antisemitas. ¿Cómo podría ser de otra manera? Cualquier diferencia provoca invariablemente hostilidad. La xenofobia, el racismo, el antisemitismo y el antifeminismo dan a los agresores una especie de postura ideológica; gritar «Muerte de los judíos» o a los homosexuales es existir, destacar. Y funciona muy bien. Cualquier agresión antisemita sitúa al agresor en el centro de la noticia.

¿Sería mejor no reaccionar en absoluto? ¿Deberían los anti-antisemitas moderar sus reacciones? Desde luego que no, pero debemos admitir que mientras haya judíos, seguirá habiendo antisemitas. En Polonia, el antisemitismo perdura aunque no haya judíos. Los judíos y el antisemitismo, indisociables, son parte de la civilización occidental. También queda por desentrañar la compleja maraña que vincula el antisemitismo y el antisionismo. Es innegable que algunos detractores del Estado de Israel rozan el vocabulario antisemita. Pero el Estado de Israel no es un Estado como los demás y se reivindica como Estado judío. También es verdad que algunos en la izquierda, a falta de proletariado, están cediendo a los palestinos su utopía revolucionaria. En fin, a veces resulta difícil distinguir la hostilidad hacia el Estado de Israel y hacia su Gobierno actual. Una vez más, desconfiemos de las palabras; del mismo modo que rechazo el término «antisemitismo» para unificar comportamientos que los siglos han separado, rechazo el término «antisionismo» y prefiero el neologismo «asionismo», la posibilidad de ser judío fuera de Israel, sin ser un actor en sus conflictos políticos internos. Por lo tanto, soy asionista.

Por último, admitamos que no somos individuos puros, sin raíces y por encima de toda sospecha. Un judío francés, incluso si es sionista y ateo, es heredero de todo el pasado judío. ¿Debería un catalán de Francia, aunque sea francés desde varias generaciones, abstenerse de cualquier sentimiento, positivo o negativo, hacia el movimiento independentista catalán en España? Nuestra identidad es compleja, llevamos en nosotros la historia de nuestros orígenes tanto como la nuestra; en este sentido, amamos y, a veces, odiamos. Por eso, todas las comunidades, judía, homosexual, gitana y cualquier otra, tienen derecho a la diferencia. Todas tienen derecho a estar protegidas del odio de las otras comunidades, pero ninguna puede exigir que las demás la amen.

Guy Sorman

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