Había gigantes en la tierra

Había gigantes en la tierra. Los uomini unversali del Renacimiento, que dominaban todas las artes, como Leonardo y Michelangelo; los enciclopedistas de la Edad Media, como Santo Tomás de Aquino, que abarcaban todas las ciencias; los sabios de la antigüedad, como Confucio, Aristóteles y Platón, quienes fundaron escuelas filosóficas que siguen informando nuestros conceptos; sus antecesores –chamanes y sabios a la vez–, que establecieron religiones y penetraban los grandes misterios de la vida, como Zoroastro o Pitágoras; las luces de la Ilustración y los forjadores de la revolución científica, que no reconocían fronteras académicas; los grandes hombres de Estado decimonónicos y de principios del siglo XX, quienes lideraban a sus países sin abandonar sus intereses civilizadores... Conmemoramos este año el 50º aniversario de la muerte del último de ellos, Winston Churchill, muerto en 1965, que no logró el Premio Nobel de la Paz, aunque bien hubiera podido serlo, sino de Literatura.

Había gigantes en la tierraLos gigantes han desaparecido. Ojalá los tuviéramos todavía. Pero la polimatía está muerta. El sabelotodo existe, sí, en aulas y medios –habrá quien me acuse a mí de ello–. Pero nadie posee ya los talentos diversos que son necesarios para comprender el mundo plural, polifacético e interconectado en el que habitamos. Nos lideran unos ignorantes. Nos instruyen especialistas. No volveremos a ver a un Thomas Jefferson en la Casa Blanca, ni a un Churchill en Downing Street. Me temo que ni veremos de nuevo a ningún Unamuno ni Ortega en una cátedra universitaria española.

El progreso depende de la polimatía, porque las ideas se reproducen por un proceso que se parece al sexo, mediante encuentros y contactos. Los especialistas más encerrados –los nerds, los ñoños, los frikis informáticos– pueden inventar chismes o formular algoritmos o criticar eficazmente a los demás. Pero para generar nuevas ideas –realmente nuevas, reveladoras, capaces de lanzar movimientos trascendentes y de transformar el mundo– lo fundamental es que existan espacios mentales donde influencias procedentes de varias tradiciones, disciplinas, y contribuciones sueltas se crucen, se reúnan, se mezclen y produzcan novedades.

Aquellos espacios son los cerebros de los eruditos abiertos a todo, dispuestos a contemplar lo extraño, lo ajeno, lo perplejo, y de ensanchar los límites de sus conocimientos para abarcarlos. Es por eso que en todas las grandes épocas de avances intelectuales, los polímatas han sido relativamente abundantes y, por tanto, fructíferos. Los mejores pensadores en cualquier campo concreto son los que también dominan a otros. Para conquistar imperios intelectuales, hay que exceder las fronteras del dominio propio.

Un escritor inglés, W.A. Ahmed, que está escribiendo una historia de la polimatía, me llamó hace poco tiempo para preguntar quiénes serían, para mí, los grandes maestros de las distintas culturas mundo. Para América nombré a Nezahualcoyotl, el sabio azteca que tenía la fama –probablemente apócrifa– de comprender todas las artes. Y para Polinesia, a Tupaia, el navegante indígena que guió al capitán Cooke por el océano Pacífico. Pero expliqué que, sencillamente, no sabemos los nombres de la mayor parte de los grandes sabios del mundo, por haber vivido ellos en tiempos muy remotos. Y, en su mayoría, los que podemos nombrar han sido occidentales –incluidos Aristóteles y Leonardo, Aquino y San Agustín, Leibniz y Diderot, et hoc genus omne–.

¿Por qué hemos echado a perder nuestra tradición polímata? En cierto sentido, la historia de su extinción ha sido larguísima y responde a peculiaridades humanas. Si excluimos la especialización sexual, que practican todas las especies que se reproducen sexualmente, lo típico de los mamíferos es que todos hagan de todo. Uno de los motivos por los cuales los seres humanos somos más especializados que otras especies es que nuestras comunidades son relativamente grandes. Existe una relación directa entre número de personas y grado de especialización. Cuanta más mano de obra hay, más oportunidades se ofrecen para distribuir las tareas. Por tanto, en las sociedades sedentarias se encuentran más especialistas que en las trashumantes. Los hay más en poblaciones que en aldeas pequeñas, y aún más en ciudades grandes.

Intervienen luego, por supuesto, los valores y prejuicios culturales. Muchas culturas apreciaban a los generalistas, como la Grecia clásica, la Italia renacentista y la Inglaterra victoriana. Otras, en cambio, sospechaban del polímata por considerarlo un maître Jacques que se distrae con conocimientos superficiales y que no domina nada. Algunas sociedades denuncian al que sabe todo de nada; otras desdeñan al que sabe nada de todo. Hasta cierto punto, reconocemos la presencia de un proceso de selección genética para algunas especialidades: talento musical, por ejemplo, o destreza física, o don de cálculo. Pero no podemos decir a ciencia cierta si los humanos somos excepcionales en este respeto, ni, en el caso de que sí, si lo somos por naturaleza o por efectos culturales o epigenéticos.

Pero, por regla general, si no me equivoco, las especializaciones se han multiplicado y han venido a ser cada vez más estrechas a lo largo de la Historia. Las sociedades más antiguas eran menos especializadas. En los albores de la humanidad, los campos de estudio quedaban sin definirse, y un perito en conocimiento de las estrellas, por ejemplo, podía ser experto también en curandería o cacería o cualquier otro tema que le interesara. Entre los homínidos, podemos estar seguros de que existían genios multidisciplinarios, porque los hay hasta el día de hoy entre las sociedades de otros primates. Se puede citar, por ejemplo, al mono capuchino, a quien los primatólogos llamaron Imo en Japón en 1953, que mostró por primera vez la existencia de cultura entre los seres no humanos, cuando diseñó y enseñó a otros miembros de su tribu nuevas técnicas de limpiar los boniatos y de separar granos de trigo. Sus dos innovaciones, por lo visto, eran muestras de formas de pericia bastante distintos.

En cambio, hay pruebas de que en el caso del homo sapiens existían expertos especializados ya hace unos 50.000 años. El nivel de calidad logrado, por ejemplo, por los pintores de las cuevas en el Paleolítico en Francia y España permite pensar que los practicantes dedicaban bastante tiempo a estudiar y ejercer su vocación, y a perfeccionar su técnica. Tampoco es cierto que las grandes influencias que han conducido hacia la extinción de la polimatía sean recientes. La mayor de todas fue la agricultura, que hace unos 10.000 años dio lugar a que empezáramos a distinguir claramente entre ocio y trabajo, mando y mano de obra, pensamiento y producto. La gente empezó a concentrarse en ciudades, con las consecuencias previsibles para el desarrollo de clases de especialistas en funciones distintas y recíprocamente exclusivas.

Todo lo cual equivale a decir que lo sorprendente no es que la tradición polímata toque a su fin, sino que se haya mantenido hasta tiempos tan recientes: una prueba, desde luego, de que la evolución es lenta pero de que, al final, se ajusta a las circunstancias históricas.

No veo la menor posibilidad de restaurar la polimatía mediante reformas escolares. La formación universitaria, a base de disciplinas encerradas y autocontemplativas, ha dado el remate a la tradición multidisciplinaria de los polimatas. En EEUU, el currículum universitario es el más amplio del mundo, pero sólo sirve para nutrir competencias muy específicas, tal vez por la falta de medios para enseñar a los alumnos los vínculos que unen sus diversas asignaturas y darles a conocer la unidad fundamental de todos los conocimientos. El pensamiento holístico se defiende retóricamente con vigor, pero sin realizarse en vidas ni prácticas.

¿Podemos esperar que la inteligencia artificial nos proporcione una nueva oleada de genios-máquinas que dominen todas las disciplinas? Me temo que no, a menos que tuviéramos polímatas humanos que las programasen. El ingrediente secreto –irreproducible mecánicamente– de las ideas es la imaginación. Así que, tras la larga trayectoria hacia un mundo desprovisto de polímatas, hemos llegado al punto final. Tenemos que enfrentar un futuro empobrecido, sin su guía ni ayuda.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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