Había una vez un político honrado

Ayer en Buenos Aires fue día de búsqueda obsesiva de calificativos inusuales referidos a la política: íntegro, honesto, capaz, firme, comprometido, institucional... Algo inédito para reseñar a un político, incluso recién fallecido. Porque Argentina tiene un mecanismo instalado en el subconsciente colectivo que se dispara a la menor insinuación: el desprestigio de la polí- tica y de los líderes es algo consuetudinario, inamovible, irreparable. Es imposible encontrar un ciudadano porteño que no cabalgue entre la nostalgia de lo que en realidad nunca fue y la desesperanza de lo que no sucederá jamás. Y el país discurre sin que nada tenga una alternativa razonable y sin que nadie quede al margen de la sospecha de que, cuando se introduce en lo público, es para procurarse lo privado.

Para los taxistas de Buenos Aires, político es sinónimo de corrupto. Sin embargo, sobre Raúl Alfonsín existe un consenso básico y general de que era el único expresidente de la Repú- blica que podía salir a la calle sin que ni un solo viandante le tildara de deshonesto: se sabe que entró en la Casa Rosada con el mismo patrimonio con el que salió, lo que nadie se atrevería a asegurar de ningún otro inquilino de la casa de gobierno. Incluidos los actuales.

Ahora hay tres días de luto y crespones negros. Sentimientos desbordados, constatables y extendidos. Incluso entre quienes le buscaron la ruina de no poder terminar su mandato. No es fácil gobernar contra el justicialismo. Juan Domingo Perón ideó un movimiento para desenvolverse en el poder, y en la raras ocasiones en que lo ha abandonado, al margen de la irrupción de los militares, la desestabilización ha sido la consecuencia natural de perturbar el orden natural de las cosas en Argentina.

Raúl Alfonsín era un "gallego tozudo", en valoración extendida que no riñe con su capacidad de entendimiento. Aferraba sus convicciones y sus objetivos sin soltar cuerda; sin importarle lo políticamente correcto, fuera contra los cuarteles o contra el poder de la Iglesia, como demuestra la ley de divorcio que se atrevió a promulgar frente al plante de los obispos. Pero era la suya una tozudez flexible e inteligente. Su muerte ya ha producido un acto de concordia que parecía intransitable. El vicepresidente de la Re- pública, Julio Cobos, en función de presidente por el viaje de Cristina Fernández de Kirchner a la cumbre de Londres, agarró el teléfono para comunicarle a la presidenta el fallecimiento de Alfonsín: la primera conversación entre los dos mandatarios desde la famosa madrugada del 17 de julio del 2008 en la que Cobos, desde su voto de calidad como presidente del Congreso que conlleva su condición de vicepresidente de la República, torció los planes del matrimonio Kirchner en su lucha contra el campo argentino. Un gesto imperdonable: Cobos, traidor, rezaban los pasquines de las juventudes peronistas. Desde entonces, hace ya mucho más de seis meses, la presidenta de la República ni siquiera había extendido su mano para estrechar la del segundo cargo institucional del país. Alfonsín, ya cadáver, ha restablecido un diálogo sobre el que se cruzan apuestas de si será sostenible cuando el féretro yazca en el cementerio de la Recoleta.

La muerte de Alfonsín recuperó la palabra de concordia y entendimiento, y en las emisoras de Buenos Aires todos los mensajes de condolencia invitaban de nuevo a buscar "lo que nos une, en vez de incrementar lo que nos separa". Argentina se hace grande a pesar de sus dirigentes, y es entonces, cuando los conductores enarbolan la bandera nacional en las antenas de sus vehículos, cuando de verdad los ciudadanos añoran la institucionalidad de que quiso dotar Alfonsín a Argentina. Si alguien hubiera asegurado esta explosión de dolor ante la muerte del líder histórico de la Unión Cívica Radical, hace tan solo unos meses, nadie lo habría creído: es la manifestación de una orfandad profunda en la que la sociedad civil, disociada eternamente de la vida pública, todavía no ha perdido del todo la esperanza de que un día llegue un mesías que dote a Argentina de institucionalidad, la auténtica obsesión de Raúl Alfonsín.

Era el presidente, en la distancia corta, un humanista profundo, un intelectual vertebrado, un piola que se reía de sus propias ocurrencias, alrededor de un café que siempre compartía haciéndose cercano.
De su coraje y de sus convicciones profundas no existen dudas, en eso hay un consenso básico: el primer presidente constitucional después de la sangrienta dictadura militar decretó el juicio de los golpistas a los pocos días de ocupar la Casa Rosada, sentando un precedente en estas latitudes azotadas por los golpes, los pronunciamientos y las desapariciones.

Luego todo se fue complicando, y los sindicatos, siempre los gremios en Argentina, dictaron de nuevo la ley que determina que quien no comparte el poder con ellos, no termina su mandato.

Nada que ver con Juan Domingo Perón. Pero hoy, hasta los más recalcitrantes peronistas manifiestan respeto por este hombre íntegro, honrado, cabal. Algo que en Argentina es casi un milagro: que exista un consenso básico de respeto a quien tuvo el bastón de presidente de la República y no lo utilizó en beneficio propio. Ahora la historia le ha empezado a poner en el sitio que no se le reconoció en vida. Ocurre.

Carlos Carnicero, periodista.