Habitaciones sin vistas

Tenía un compañero en el instituto que me era siempre muy difícil saber dónde vivía. Solíamos quedar habitualmente en mi casa para preparar los exámenes. Su timidez apenas disimulaba la sensación de confort que se le dibujaba en la cara cuando compartíamos mi mesa de trabajo. Nunca hice nada por sugerirle la posibilidad de que de vez en cuando también podríamos ir a su casa a hacer lo mismo que hacíamos en la mía. Como si presintiera entrar en un terreno prohibido. Pero hubo un día que la cuestión comenzó a intrigarme. ¿Por qué ese muchacho se resistía tanto a que yo supiera dónde vivía? Conocía su barrio. Un barrio normal, de gente trabajadora, mayormente inmigrantes italianos, al lado mismo del que fue mercado de Abastos de Buenos Aires.

Decidido a desentrañar el misterio de una vez por todas, un día a la salida del instituto lo seguí. Lo vi entrar en una casa de una sola planta, con dos ventanas enrejadas al lado de la puerta de entrada. La puerta se cerraba pero no con llave. Así que acto seguido, una vez lo vi entrar por ella, entré yo también detrás suyo. Atravesé un pasillo de unos pocos metros de largo y me encontré con la solución del enigma. Esa casa era una vivienda comunitaria, de esas que se llaman en Argentina “conventillo”. Resumo su estructura: un patio rectangular donde sobre uno de sus lados se sucedían cuatro o cinco habitaciones de exiguas dimensiones. En cada una de esas piezas vivía una familia. Enfrente, una al lado de otra, se sucedían tantos habitáculos como habitaciones había: espacios de un metro cuadrado que permitían un fogón de carbón, una estantería y una persona, imposible dos, para preparar los alimentos. Un hueco en el patio dejaba lugar para un solo baño y dos piletas de distintas dimensiones destinadas al lavado de la vajilla y la ropa, respectivamente. Mi compañero de estudios, que con el tiempo se convirtió en amigo, vivía en esas miserables condiciones. Unos días más tarde y sin previo aviso, entré en el corazón de su enigma. Entre su sorpresa e indisimulable rubor, descubrí inmediatamente las razones de su negativa a mostrar su vivienda. Sencillamente tenía vergüenza de mostrar su indescriptible estrechez. Seguramente se imaginaría las preguntas que casi sin querer se formularía quienquiera que viera eso: si son cuatro en una habitación de ocho metros cuadrados, ¿cómo se duerme? ¿Cómo se reparte el espacio? Si son cinco las familias que viven en el conventillo, a cuatro o cinco miembros por familia, ¿cómo hacen para compartir el baño (sin ducha)? ¿Y cómo se asean? ¿Cómo se reparten los turnos para fregar los cacharros de la cocina y lavar la ropa? Todas esas preguntas, que uno nunca creería que fueran posible hacerse, se las hice poco después a mi amigo.

Cuando una persona, ahora mismo en España, se queda sin trabajo, y sin vivienda porque no puede afrontar su hipoteca, tiene que acudir a un piso de los llamados pateras: es decir, tiene que alquilar sin ninguna tramitación legal (y por tanto, sin ninguna cobertura jurídica que lo ampare) una habitación. Es muy posible que sus dimensiones sean muy parecidas a las de mi amigo en nuestra otrora Buenos Aires. En esa minúscula vivienda, un matrimonio con hijos, sea español o inmigrante, tiene que arreglárselas para habitar. Tienen que alternarse el uso del aseo, el uso de la cocina con las otras personas que también han perdido su faena y su vivienda. La sala de estar, donde en condiciones normales una familia se reúne para hablar o ver un partido de fútbol o celebrar el cumpleaños de los niños, es una desolada tierra de nadie. Esas personas unidas por la misma dramática situación, dado el escaso espacio de que disponen, se aíslan en sus habitaciones, se ignoran metódicamente; incluso se vuelven huraños unos con otros en la misma unidad familiar, con devastadoras consecuencias en el rendimiento escolar de los pequeños y en su equilibrio emocional. Así se va incubando la intolerancia ante los mínimos contratiempos domésticos, así dan comienzo los roces cotidianos, los gritos, los insultos y las agresiones físicas entre la propia familia y contra las otras personas que comparten ese indigno y terrible infierno.

Diga lo que diga la Constitución sobre el derecho de los ciudadanos a una vivienda digna, lo cierto es que esta es una mercancía pura y dura. Miren si no este dato que nos daba el Instituto Nacional de Estadística en el año 2002. De cien viviendas disponibles, cuarenta eran para primera residencia y veinte para segunda. Quedaban cuarenta, ¿qué se hizo con ellas? Activos inmobiliarios para especular. Y para enriquecerse y poder mirar, desde los amplios ventanales de sus pisos de lujo, las hermosas vistas que la codicia desmedida les procura todos los días sin una pizca de remordimiento.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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