Habitaciones… y estancias

Después de hablar el otro día de la versatilidad mórbida de la palabra lugar, querríamos dedicar un espacio hoy a otro jugoso término espacial, habitación. Con un alcance más limitado que lugar, es también un (sub)hiperónimo que incluye cualquier “lugar destinado a vivienda” o, dentro de una vivienda, cualquiera de sus “espacios entre tabiques” (DRAE). No dudamos de que habitación pueda abarcar muchas cosas, como vemos en este ejemplo:

“En el centro de la habitación que era recibidor, dormitorio, comedor, lugar de trabajo…” (Manuel Vázquez Montalbán, La soledad del mánager (1977), Planeta, Barcelona, 1988, p. 143).

Habitaciones… y estanciasNi de que todas las partes de una vivienda sean habitaciones:

“La mejor habitación de la casa era el oratorio” (Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei: vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. III, Rialp, Madrid, 2003, p. 65).

Como en lugar, advertimos la tendencia a utilizar habitación como hiperónimo o término genérico solo cuando está determinado o adjetivado de un modo u otro. Pero aquí se da, por otro lado, una limitación adicional, pues el uso ha especializado el significado de la palabra, que hoy, ante todo y sobre todo, cuando va aislada, significa ‘dormitorio’.

He aquí un típico de anuncio de vivienda:

“Piso totalmente reformado con buenos acabados, salón comedor con chimenea y salida al balcón, cocina office muy amplia con todos los electrodomésticos […], 3 habitaciones todas con camas y armarios, mesillas de noche, lámparas, […] dos baños con ducha totalmente reformados, lavadero con lavadora” (Habitaclia, consultado el 26/VIII/13).

La cocina o el cuarto de baño pueden ser, de acuerdo, habitaciones, como son también lugares, pero, individualmente, sin calificar, lo cierto es que nunca los llamamos así. Elegimos el nombre particular de cada pieza de la casa. Con habitación, además, vamos con especial cuidado porque solemos reservar la palabra para referirnos al dormitorio. Bueno, cuando hemos dicho antes “nunca”, no incluíamos, claro está, a los escritores:

“Revisaron, de nuevo, toda la instalación. Parecía funcionar perfectamente. En la habitación Adolphe miró, orgulloso, sus grandes monstruos. […] Comenzaron a girar la pesada rueda de las máquinas de electrización por frotamiento” (Juan Ramón Zaragoza, Concerto grosso, Destino, Barcelona, 1981, p. 244).

“El emir de Kuwait se sentó pesadamente en el sofá de su despacho […]. Se abrió la puerta y entró en la habitación el ministro del Petróleo, jeque Mubarak” (Fernando Schwartz, La conspiración del Golfo (1982), Planeta, Barcelona, 1983, p. 145).

“Se encontró en la oscura galería de esgrima. Ella le pisaba los talones, la luz del quinqué ya iluminaba la habitación” (Arturo Pérez Reverte, El maestro de esgrima (1988), Alfaguara, Madrid, 1995, p. 269).

“En la salita, como en toda la pensión, olía a puta y a repollo hervido. […] En el centro de la habitación había una mesa cubierta con una manta” (Javier Memba, Homenaje a Kid Valencia, Alfaguara, Madrid, 1989, pp. 168-169).

“Un grupo de personas había entrado en el salón […]. Hasta que del mismo modo que habían irrumpido esos extraños personajes salieron todos y la habitación quedó silenciosa” (Rosa Regás, Azul, Destino, Barcelona, 1994, p. 35).

“El viejo sale de la habitación y yo me quedo solo viendo la tele. Las noticias han terminado y la fili está recogiendo la mesa” (José Ángel Mañas, Historias del Kronen (1994), Destino, Barcelona, 1996, p. 209).

“El sargento y su grupo entraron en la pequeña cocina. En la habitación no cabía un alfiler” (Chester Himes, La banda de los Musulmanes (1959), Akal, Madrid, 2010, trad. de Axel Alonso Valle, p. 89).

“… vi una extensa biblioteca […], no había nadie en la habitación, a menos que estuvieran escondidos en las sombras, detrás de las estanterías” (Ted Dekker, Sangre de Emanuel, Grupo Nelson, Nashville, 2011, trad. de Juan Carlos Cobarro, p. 139).

Como se puede observar, no todos estos ejemplos se guían por la consigna embellecedora de “no repetir”. En el primero está claro que al autor le ha costado encontrar la palabra que pueda designar el espacio que aloja tan monstruosos artilugios; tal vez “laboratorio” no le servía, pero “sala” ¿no parece más indicado que “habitación”? En todo caso, probemos a eliminar “en la habitación” y veremos que el efecto no cambia:

“Revisaron, de nuevo, toda la instalación. Parecía funcionar perfectamente. Adolphe miró, orgulloso, sus grandes monstruos”.

Repitamos la operación en la mayoría de los casos expuestos y comprobaremos que también funciona. Probemos, en algún caso (el de la cocina o el de la biblioteca, por ejemplo), a poner “en ella” o “ahí”, y probablemente sobrevivamos. En el del Kronen no se sabe bien qué es lo que ha impedido nombrar el comedor o la cocina o el salón o lo que sea ese espacio donde se come, con tele, mesa, padre y “fili”. ¿Tal vez el fantasma del inglés room, que lo sobrevuela todo? ¿Despachos, galerías de esgrima, salitas, salones, cocinas, bibliotecas? ¿De veras llamamos a todos esos sitios habitaciones?

El camino del estilista está, desde luego, plagado de obstáculos. Las escenas de las novelas suelen ocurrir −maldición− en alguna parte, y esa parte hay que nombrarla. Al menos toda una tradición novelera señala esa obligación. Está, por supuesto, el peligro de sobreactuar: las descripciones espaciales, de exteriores e interiores, a veces se extienden con detalles, preciosismos y larguezas que parecen únicamente una deuda meritoria −pero ciega− con esa “necesidad” que ha impuesto la costumbre; y a veces, por tanto, da la impresión de que la sensibilidad del novelista al paisaje y al interiorismo (tanto como al parte del tiempo) es, por hacendosa que sea, poco sincera, puro cumplido, formulismo, imitación. Es raro ver, en la narrativa más tradicional, a un novelista diciéndose: “¿Y a mí qué me importa realmente el día que hace, el sitio donde están todos esos personajes? ¿Tengo yo realmente sensibilidad para el amanecer, la lluvia, las montañas, las mesas camilla, los damascos?”. Seguramente el estilo de muchas novelas ganaría si los novelistas se preguntaran, íntimamente, estas cosas. Muchas veces los tropiezos con la lengua son solo producto de presuposiciones de cierta mentalidad narrativa.

Curiosamente, el recurso a la habitación parece a menudo una consecuencia minimizada de esa “sensibilidad”. Estamos tan educados en la descripción, de elementos que tantas veces no nos interesan personalmente, que, aunque no nos recreemos en los detalles, la conveniencia de “fijar” el sitio donde ocurren las cosas pierde su sentido de la utilidad y acaba convirtiéndose en una especie de obsesión. Así que lo consignamos todo religiosamente. Dos veces, si hace falta: porque, claro, si algo ocurre, por ejemplo, en un despacho y así lo decimos en una frase, ¿no se le olvidará al lector en la siguiente? Así que, temerosos, se lo recordamos: la segunda vez es cuando suelen aparecer −no vayamos a repetir “despacho”− el lugar o la habitación.

Vale, en esta lista de partes destacadas de la vivienda, ha faltado el cuarto de baño. Tenemos una jugosa declaración de Stephen King en la que se alude con la palabra habitación a esta útil dependencia hogareña, pero muy bien aludida (es decir, adjetivada):

“… la mejor réplica a una crítica la hizo un músico del XIX cuya ópera fue demolida. Le escribió una carta al crítico diciendo: ‘Estoy en la habitación más pequeña de mi casa. Tengo su crítica delante, y muy pronto la tendré detrás’” (“Me avergüenzo de ser estadounidense”, El País Semanal, 12/12/13).

Pero la verdad es que no hemos encontrado ejemplos de alguien que se bañe o se asee o se afeite o se peine o haga sus necesidades en la habitación a secas (por favor, si dan con uno, contribuyan). Sí los tenemos, en cambio, de estancia, en este párrafo antológico:

“Fui capaz de encontrar el baño de Gustavo Barceló, pero no el interruptor de la luz. Pensándolo bien, me dije, prefiero ducharme en la penumbra. Me despojé de mi ropa manchada de sangre y mugre y me aupé a la bañera imperial de Gustavo Barceló. Una tiniebla perlada se filtraba por el ventanal que daba al patio interno de la finca, sugiriendo los perfiles de la estancia y el juego de baldosas esmaltadas del suelo y las paredes” (Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento (2001), Planeta, Barcelona, 2003, p. 342).

Está claro que estancia es otro distinguidísimo suplente, responsable de fechorías semejantes a las de habitación, o quizá más graves por presuntuosas. Uno podría conceder, dada la “bañera imperial” a la que el personaje “se aúpa”, que el cuarto de baño del librero de viejo Gustavo Barceló incite a la pompa léxica. Pero, envueltos en una “tiniebla perlada” y mirando al “patio interno”, nos tememos más bien, por otros usos en la misma obra, que la querencia del autor por las estancias no depende de otra cosa que de su particular gusto por la “literatura”:

“Apagamos la luz [del dormitorio conyugal de Gustavo Barceló] y nos retiramos de la estancia con sigilo, cerrando la puerta y dejando a los dos tórtolos a merced de su sopor” (Zafón, p. 355).

“Me deslicé hasta mi habitación y entré sin encender la luz. Tan pronto me senté en el borde del colchón advertí que había alguien más en la estancia, tendido en la penumbra sobre el lecho como un difunto con las manos cruzadas sobre el pecho” (Zafón, p. 370).

No quisiéramos abandonar esta estancia sin repetir las bonitas rimas que inspira:

“Tendido en la penumbra sobre el lecho
como un difunto
con las manos cruzadas sobre el pecho”.

Buenas noches.

Luis Magrinyà

Habitaciones… y estancias

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