Habla Maquiavelo

El poeta romano Tito Lucrecio Caro vivió en la primera mitad del siglo I antes de Cristo y ejerció una poderosa influencia en Virgilio y Horacio. Los seis libros de su largo poema didáctico ‘De rerum natura’ convocan los manes de la filosofía de Epicuro y de la física atomista de Demócrito y Leucipo, padres del materialismo. Tan sospechosas complicidades trajeron consigo el anatema de los Padres de la Iglesia a partir de la cristianización del Imperio Romano y motivaron su absoluta desaparición de los scriptoria monacales a lo largo del Medievo. Hubo que esperar a 1417 para que el humanista Poggio Bracciolini encontrase una copia del poema en un monasterio alemán y lo recuperase para el acervo cultural europeo.

En el libro IV del ‘De rerum natura’ se encuentra la reflexión sobre el amor más honda y, a la vez, más bella que conozco. Cuando traduje ese pasaje, con destino a una ‘Antología de poesía latina’ que preparé junto a Antonio Alvar hace ahora cuarenta años, me dio la impresión de que, vertiéndolo, estaba trasladando al castellano el poema de amor que iba a reescribir, en plan Pierre Menard, toda mi vida, porque agotaba, estética y conceptualmente, el hecho amoroso y tan solo admitía una gozosa y agradecida recurrencia. «Al poseerse, los amantes dudan. No saben ordenar sus deseos». Así comienza el pasaje en cuestión, ‘locus mirabilis’ de las letras universales.

Se sabe a ciencia cierta que el florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527) llevaba a todas partes consigo, en su equipaje, un ejemplar del ‘De rerum natura’ lucreciano. Además de erigirse en fundador de la ciencia política moderna en obras como ‘El príncipe’ o los ‘Discursos sobre la primera década de Tito Livio’, Maquiavelo viajaba con Lucrecio por las muchas afinidades que el pensamiento del poeta latino mantenía con el suyo, anclado en el atomismo materialista democriteo y en dos de las tres grandes escuelas filosóficas helenísticas: epicureísmo y escepticismo (prescindiendo de la tercera, el estoicismo). Sin embargo, no conviene olvidar que en Maquiavelo todo gira en torno a lo pragmático, y que su filosofía política tiene un componente que la ubica en una casilla de pensamiento más aplicable a la realidad que meramente discursiva, fundamentada siempre en la lectura de sus queridos autores clásicos. Esos mismos clásicos que hoy son criminalizados por promover presuntamente el odio racial, el machismo, la supremacía étnica de la raza blanca y no sé cuántos más disparates, como atestigua la reciente eliminación de la ‘Odisea’ homérica en el plan de estudios de una escuela de Massachusetts por culpa de la atroz corrección política.

Hermann Broch nos legó una novela extraordinaria, ‘La muerte de Virgilio’ (1945), en la que se narran las dieciocho horas postreras del autor de la ‘Eneida’, que en esos dramáticos momentos intenta prender fuego a su ‘Kunstepos’ sin conseguirlo. A Maquiavelo no se le pasa por la cabeza manifestar su desazón por haber legado al mundo una obra de la que no se arrepiente lo más mínimo. Prefiere emplear su tiempo de descuento, desde la 01:05 de la madrugada hasta las 12.07 del mediodía del 21 de junio de 1527, que fue cuando murió, en dejarse llevar por la memoria, evocando sucesos del pasado y convocando perfiles femeninos que sembraron amor en su existencia, certificando lo dicho por Lucrecio -el autor que siempre lo acompañaba- en el libro IV de su inmortal poema.

Todo esto se me ocurre porque acabo de leer una excelente novela del polímata Gabriel Albiac sobre las últimas horas de Maquiavelo. Se titula ‘Dormir con vuestros ojos’. En ella asistimos al vendaval de recuerdos que acribillan la mente moribunda de ‘Machia’, que es como llamaban a Nicolás Maquiavelo sus íntimos, y que viene a significar ‘astuto’, ‘pillo’, ‘golfo’ en dialecto florentino. Hace unos años, tomando algo en una terraza de verano, Gabriel, que estaba ya sumido en la primera redacción de su novela, nos recomendó a Alicia y a mí una edición española del epistolario privado de Maquiavelo al cuidado de Juan Manuel Forte. Compré ese libro de inmediato, y su sabrosísima lectura me inspiró la redacción de dos poemas, ‘Del amor en Maquiavelo’ y ‘Habla Maquiavelo’, que vieron la luz en mi libro ‘Bloc de otoño’ (2018). Después de leer la novela de Albiac, cobran pleno sentido los versos que me inspiró aquel epistolario. Los amores de ‘Machia’ con Caterina Sforza, condesa de Forlì (1463-1509), una de las mujeres más fascinantes de la época; su relación con una menor, Barbara Salutati (la Bárbera de Gabriel), cortesana y cantante que lo asiste en el lecho de muerte; el cariño que siente por la imaginaria Yllka (‘Estrella’ en albanés), la amazona guerrera y montaraz que le regala Caterina y que lee a su amo en voz alta pasajes de Lucrecio... Todo conduce a lo mismo: las personas a las que hemos amado escriben el libro de nuestra vida y ocuparán nuestra mente en el momento del viaje definitivo.

La imagen que del autor de ‘El príncipe’ nos ofrece Gabriel Albiac en su espléndida novela es la de alguien que, en su condición de florentino ilustre, certifica el papel principalísimo que jugó la ciudad en la historia de Europa. Una historia que asoma en las páginas de ‘Dormir con vuestros ojos’ con el despliegue de la maraña de contiendas domésticas que hicieron de Italia un tablero de ajedrez donde se dirimían las querellas, dictadas por la ambición, de grandes potencias como España y Francia y de ciudades-estado italianas como Milán, Venecia, Génova, Siena o Nápoles. Maquiavelo veía con malos ojos una Italia desunida, razón por la cual apostó por César Borgia, ese héroe de leyenda (‘aut Caesar aut nihil’) que admiré por primera vez en las novelas de capa y espada del inefable Rafael Sabatini.

Las peripecias biográficas de ‘Machia’ son innumerables. Ayer lo encarcelan y lo torturan en el Bargello. Hoy lo ensalzan y premian los mismos que lo encarcelaron. Pero de todo ello lo que queda es un Maquiavelo enamorado compulsivo de libros y mujeres. Y la curiosidad de que no fue él quien escribió aquello de que el fin justifica los medios, sino Napoleón en una de las notas a su ejemplar de ‘El príncipe’.

Luis Alberto de Cuenca es miembro de la Real Academia de la Historia.

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