Habladurías sobre la Corona

Habladurías: «Dicho o expresión inoportuna e impertinente. Rumor que corre entre muchos sin gran fundamento» ( Diccionario de la RAE).

Hace dos semanas, junto al Debate del estado de la Nación, asistimos a una polémica innecesaria sobre la continuidad de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos en el ejercicio de sus funciones. La cuestión se suscitó como reacción desproporcionada a una poco meditada afirmación de Pere Navarro, que tras solicitar la abdicación del Monarca se declara republicano. Esta declaración, junto a circunstancias familiares bien conocidas, han dado pie en los últimos días a un cierto replanteamiento de la cuestión monárquica en España. Se ha vuelto a recordar la necesaria institucionalización y mayor transparencia de la Corona y es quizás ocasión de aclarar algunos extremos a este respecto.

En primer lugar, conviene distinguir tres realidades que son diferentes: la Monarquía parlamentaria, la Corona y la persona del Rey. La Monarquía es una forma de Estado que en nuestra Constitución aparece calificada como «parlamentaria». «La forma política del Estado español -dice el artículo 1.3- es la Monarquía parlamentaria». Ello quiere decir que el poder de decisión política, que tradicionalmente residía en el Rey con las Cortes (Monarquía limitada, Monarquía constitucional) ha pasado íntegramente al Parlamento y, a través de éste, al Gobierno. El Rey, en nuestra Constitución, no conserva ningún poder, ha quedado al margen -o quizás mejor, por encima- de los tres poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial, aunque participa en todos ellos: sanciona y promulga las leyes (art. 91), propone y nombra al presidente del Gobierno (art. 99), nombra o separa a los ministros (art. 100), en su nombre se imparte Justicia (art. 117) y ostenta además el mando supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62). Pero todos sus actos son «actos debidos», no actos complejos. La voluntad del Rey no determina ni se integra en el contenido del acto, sino que estos son acordados y deben estar siempre refrendados por los titulares del poder: el presidente del Gobierno, los ministros o el presidente de las Cortes, «careciendo de validez -añade el art. 56- sin dicho refrendo». Los únicos actos enteramente libres que tiene el Rey son el nombramiento y cese de los miembros de su casa. Un poder doméstico.

La función real, bajo esta forma de Estado, no consiste en gobernar, sino en ser «jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación de Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes». Funciones ciertamente muy genéricas y difíciles de precisar en su contenido operativo, sobre las que otro día se puede decir algo.

Para el ejercicio de estas funciones se instituye la Corona, que la Constitución declara «hereditaria en los sucesores de su Majestad Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica» y cuyas reglas de sucesión se establecen en los artículos 57 a 61. De modo que la Corona no es sólo el Rey, sino que en ella se integran otras personas llamadas a sucederle o a ejercer la Regencia si fuese necesario, según reglas establecidas. Muchos países con monarquías consolidadas tienen además un consejo de la Corona, que asiste al Rey en el ejercicio de sus funciones (el Privy Council inglés, el Conseil de la Couronne belga) algo que en el proceso constituyente español se intentó, pero no tuvo éxito. El desarrollo de los acontecimientos está, no obstante, demostrando su necesidad. La Corona es así un ente moral constituido por el Rey, su familia en el orden sucesorio y -sería deseable- un Consejo de la Corona. Nadie como el Rey necesita de asesoramiento en las decisiones importantes -algunas pueden ser transcendentales- que puede tener que tomar.

En estos últimos años el Rey ha sido objeto de críticas, unas veces porque hacía las cosas y otras porque no las hacía. Creemos que el Rey ha procurado estar siempre en su sitio. Pero la indefinición de sus funciones hace necesario romper su aislamiento y asegurar en lo posible el acierto en sus actuaciones o manifestaciones ante problemas o necesidades concretas de la nación. La Corona está llamada a actuar con visión a largo plazo, sin interés partidista alguno, detectando e identificando los intereses comunes de los españoles y tratando de que estos sean atendidos por los poderes públicos competentes. En esta tarea, sería muy deseable -como hemos dicho- un Consejo de la Corona que asistiese al Rey, sin que tenga éste que acudir a personalidades anónimas y variopintas. Este es un aspecto esencial de la transparencia que se le pide.

Finalmente está la persona del Rey Don Juan Carlos. En sus casi treinta y ocho años de reinado -desde aquel 22 de noviembre de 1975- ha dado numerosas muestras de amor a España y de entrega a la tarea que la Historia hizo recaer sobre él. Condujo con sabiduría y acierto la transición a la democracia, renunciando a todos los poderes que había heredado del régimen anterior. La defendió en momentos peligrosos que todos recordamos. Ha representado a España con dignidad y altura ante el mundo entero, en cientos de viajes a todos los países del orbe. Ha abierto mercados y ha conseguido para España y sus empresas oportunidades de acción. La estabilidad política que la Monarquía ha dado a la nación, en medio de conflictos y crisis de todo tipo, ha sido grande. Y está asegurada la sucesión en la Jefatura del Estado en una persona como el Príncipe de Asturias, preparada y prudente, que es una garantía de futuro.

Y por encima de todo, es fundamental que todos -y cuando decimos todos, queremos decir todos- nos empeñemos en la fundamental labor de salvar las instituciones, pues una desvertebración de la sociedad nos llevaría a un cataclismo. Y en ese conjunto institucional, la Corona ha de tener un papel impulsor y moderador de primer orden.

El Rey es una persona y como tal puede cometer errores y equivocaciones, en su vida privada y en su actuación pública. Pero si miramos hacia atrás -y los que tenemos cierta edad hemos conocido otras épocas y otros países- bien podemos afirmar que esta reinstauración de la Corona que ha encarnado Don Juan Carlos ha sido fructífera y fecunda, ha traído a España unos años de paz y prosperidad como no habíamos vivido hasta ahora. Nadie mejor que él sabe -o sabrá- cuando llega el momento de la sucesión. Lo demás son habladurías.

Gaspar Ariño y Juan Antonio Sagardoy son catedráticos de Universidad.

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