Hablando del aburrimiento

En el último año se ha abierto un espacio en nuestro diálogo público para dar cabida al debate acerca de un fenómeno tan común como es el hecho de que los seres humanos nos aburrimos. Sí, nos aburrimos. Nos aburrimos de aquellas situaciones que no nos resultan suficientemente estimulantes, nos aburrimos al exponernos de forma reiterada a lo que nos es de sobra conocido, nos aburrimos cuando no sabemos qué hacer –aun siendo conscientes de que deseamos hacer algo– y nos aburrimos cuando hacemos cosas que no son significativas para nosotros. Nos aburrimos a título personal, pero también nos aburrimos en comunidad. Nos aburrimos todos, sin excepción, incluso quienes presumen de no aburrirse nunca, haciendo alarde de su capacidad para deleitarse con cada una de las maravillas de la creación, o los que no se atreven a admitir su aburrimiento por miedo a ser señalados como tontos, faltos de curiosidad o vagos improductivos. Se aburren hasta los animales. Es sencillo lanzarse a hablar del aburrimiento porque todos, insisto, hemos bebido de este licor agridulce –que decía Unamuno– en mayor o menor abundancia. Lo difícil, sépase, es hacerlo con propiedad.

Hablando del aburrimientoNo cabe duda de que la pandemia del Covid-19 ha potenciado la reflexión individual y grupal sobre el aburrimiento. El estado de emergencia en el que nos vimos sumidos durante meses, con la consabida ruptura de las rutinas en las que estábamos cómodamente instalados, nos obligó a replantearnos nuestra forma de «ser en el mundo». La desesperación sacó a relucir las miserias de una sociedad enfermiza en la que nos sentimos constantemente alienados por el creciente individualismo en el que se instaura nuestra cotidianeidad para responder exitosamente a un ritmo de vida vertiginoso que se nos antoja antinatural. En ese ejercicio de autocrítica comprendimos que la realidad podía ser distinta si estábamos dispuestos a cambiarla. Entonces comenzó el inusitado elogio en masa de la pausa y la lentitud, la defensa extrema del derecho a la pereza y al «estar en modo 'goblin'» y la apología sin reservas del aburrimiento como forma de reconexión con nosotros mismos y con los que nos rodean. La prensa se llenó de titulares que rezaban «El aburrimiento es bueno para tu salud» o «Los beneficios secretos del aburrimiento». En charlas con colegas de la academia se escuchaban frecuentemente expresiones como «¡ojalá tuviera tiempo para aburrirme!» y «necesito volver a aburrirme de vez en cuando».

Que el aburrimiento se encuentre en el foco de la atención mediática y popular debería ser una buena noticia para el campo de conocimiento interdisciplinar que representan los 'Boredom Studies', desde los que se trata de arrojar evidencia científica acerca de en qué consiste su experiencia multifactorial y cuáles son sus principales causas y consecuencias. No obstante, la confusión de la que parten ciertas sentencias proferidas por importantes voces de nuestro país –alimentadas por mitos arraigados en el imaginario colectivo– no nos está haciendo ningún favor a nuestra pequeña comunidad investigadora, ni tampoco a la población en su conjunto. Son innumerables los equívocos que se plantean desde distintas tribunas acerca del aburrimiento y que se transforman después en mantras que se reproducen hasta la saciedad por la ciudadanía. Muchos, aunque falsos, son inofensivos, como aquellos que apuntan a que el aburrimiento nos hace ser más creativos o que aburrirse ayuda a nuestro cerebro a relajarse; otros, sin embargo, tienen el poder de condicionar la forma en la que percibimos la realidad, hasta el punto de llegar a resultar estigmatizantes, como es el caso de postular que solo se aburren los estúpidos o los ociosos.

El aburrimiento se ha convertido en tema de conversación gracias a su inclusión en esa lista de loables propósitos para combatir el frenesí de nuestra época; una en la que no pinta nada. Lo que ahora presenciamos es una proclama por reducir el tiempo del deber, aquel que dedicamos a las obligaciones, en favor del tiempo del poder, en el que surge la realización voluntaria de actividades de nuestra elección o la preferencia por el descanso. Afirmar que el aburrimiento es una vivencia deseable que debería formar parte de nuestro tiempo de ocio es un absoluto contrasentido. El aburrimiento es un estado de malestar provocado por una insatisfacción del que tenemos que huir para evitar el dolor que nos causa. El que se aburre siente que su relación con el entorno presente se encuentra dañada y que debe hacer cualquier cosa a su alcance para volver al nivel óptimo de excitación que se traduce en la sensación de bienestar. Ninguna persona en sus cabales anhelaría aburrirse en ese tiempo supuestamente destinado al placer. Solo tenemos que pensar en alguna vez en la que nos hayamos aburrido de verdad –leyendo un artículo que no nos enganchaba o teniendo que aguardar en una sala de espera sin posibilidad de escapar– y revivir ese fastidio que sufrimos para comprobar que no querríamos que el aburrimiento hubiese durado más tiempo.

Reivindicar un incremento del tiempo libre para hacer lo que nos dé la gana o simplemente para no hacer nada, porque así nos lo auto prescribimos con la intención de reposar, es algo positivo, pero nada tiene que ver con el aburrimiento. Hemos asociado ambas realidades porque las narrativas que nos han sido legadas tradicionalmente acerca del aburrimiento son las elaboradas por quienes lo padecen por exceso de tiempo del poder que puede llegar a hacernos sentir ciertamente desorientados. Son la herencia de quienes tienen, precisamente, tiempo para filosofar sobre su aburrimiento. Eso no significa que los que están absortos en infinidad de deberes no se aburran nunca, especialmente cuando estos son repetitivos o incurren en actividades monótonas. Probablemente se aburran más que los primeros, pero no disponen de libertad para escribir sobre su calvario. Se equivocaba Dufresne al asegurar que el aburrimiento es la enfermedad de las personas afortunadas porque los desgraciados tienen demasiado que hacer como para aburrirse. Los desgraciados también se aburren de esas obligaciones de las que no pueden deshacerse, convirtiéndose en doblemente desgraciados.

Los lamentos acerca de la escasez de tiempo para el aburrimiento –más allá de ser absurdos, si nos ponemos técnicos– lo que muestran es que ya somos víctimas de este odioso estado al que nos hemos visto abocados por la predominancia en nuestras vidas del tiempo del deber sobre el tiempo del poder que tanto ansiamos revertir. Llamemos a las cosas por su nombre: somos una sociedad aburrida. Hablemos de lo que nos aburre para romper con las «fuentes de aburrición» que nosotros mismos hemos erigido; pero, a la hora de teorizar sobre el aburrimiento, leamos primero a los expertos.

Josefa Ros es premio Nacional de Investigación María Moliner en el área de Humanidades 2022 e investigadora Marie Curie en la Universidad Complutense de Madrid.

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