Hablar en porcentajes

Por Alicia Giménez-Bartlett, escritora (EL PERIÓDICO, 07/11/05):

La consellera de Educació ha prometido un decreto para "corregir" la tendencia de los profesores a hablar castellano en la escuela. Un 15% en primaria y un 30% en secundaria parece una desviación excesiva para el deseo oficial de que toda la enseñanza, y también la lengua vehicular en las aulas, sea el catalán. Soy consciente de que me meto en un terreno espinoso, casi diría minado, si pretendo criticar esta decisión; en especial con toda la leal oposición (o lo que sea) aullando desde la caverna a favor de la unidad de España (sea eso lo que sea también). Vaya pues por delante que mi opinión pasa por considerar positivo y normal que el catalán sea la lengua en la que mayoritariamente se enseña en Catalunya. Espero de verdad, y estoy convencida de ello, que no vuelva a producirse jamás la historia delirante de aquellas generaciones que se expresaban en un idioma en el que eran analfabetos.

Bien, aclarada mi buena voluntad ideológica, puedo decir ya que el escándalo y la reacción de la consellera y del subdirector de Llengua y Cohesió Social ante los porcentajes castellanizantes se me antoja excesiva. La razón que se nos da para explicar las medidas correctoras que van a tomarse están basadas en el interés del alumno. Se intenta no restarle oportunidades privándolo del conveniente nivel de catalán.

LO PRIMERO QUE se me ocurre es que se piensa sólo en el beneficio de los alumnos castellanohablantes, olvidándose de los que en familia y ambiente propio siempre hablan en catalán. He visto a muchachos con serias dificultades de expresión en la lengua de Cervantes a quienes un poco de práctica no les hubiera venido nada mal. ¿O es que sólo van a practicar el castellano aquellos chicos catalanes que tengan una nani ecuatoriana (con su magnífica lengua, mucho más rica que la que hablamos en España)? En segundo lugar, me llama la atención que el beneficio de los profesores no se contemple por ningún lado (como siempre, en realidad). Si un profesor considera que en ciertos momentos es bueno para él y sus pupilos dar un giro puntual hacia el castellano, impedírselo por decreto no deja de ser una faena, amén de una intromisión gubernamental en su libertad de cátedra. Por último, hay una cierta negación de la realidad que nos circunda si pretendemos ignorar que la sociedad catalana lleva implícito un porcentaje de castellanohablantes que encontramos cada día por la calle del modo más natural. No sé, decretar en asuntos de lengua es algo desagradable de por sí, una especie de imposición oficial en lo más recóndito de nuestro corazón, que es donde se forman las palabras. Y todos sabemos que la primera reacción ante las coacciones en asuntos muy íntimos suele ser el corte de mangas, si no ostentoso, al menos personal y privado. ¿Cómo vamos a impedir que un profesor, llegado un momento dado, suelte una parrafada en la lengua del imperio que haga subir el porcentaje indeseado? No quiero ni pensar que alguien pueda denunciarlo a la autoridad del centro docente, porque entonces podemos crear una situación de caza de brujas por completo aberrante. Yo di clases de BUP en un centro del barrio barcelonés de Poblenou que tenía una orientación claramente catalanista. Impartía Inglés y, en los últimos años, también Literatura española. Mi mente funciona en castellano, pero habitualmente hablaba con los alumnos en catalán, cuando no en inglés y español por imperativo docente. Debo reconocer que, de vez en cuando, me pasaba al castellano de modo instintivo. Eso solía suceder cuando bromeaba con los chicos y cuando me cabreaba seriamente con ellos. También sucedía en las ocasiones en las que alguna materia de las que tratábamos me emocionaba especialmente y deseaba transmitirles mi emoción de la manera más vívida. Fuera y dentro de las aulas, contestaba en la lengua en la se me dirigían.

EN OCASIONES, al final del trimestre, ya todos hartos de estudios y clases, jugábamos a traducir sus nombres para hacer las horas más llevaderas (¡Dios, son adolescentes, siempre sentados, siempre callados!). El que se llamaba Francesc Pagés quedaba convertido en Paco Campesino, y una chica, María Dolores Carreras, pasó a ser Dolors Cursas. Nos reíamos un rato, liberábamos tensiones. No pasaba nada. El director, un ex jesuita brillante y riguroso, de convicciones nacionalistas, estaba al tanto de que yo me saltaba a veces las ordenanzas lingüísticas. Nunca dijo nada al respecto. Veía que mi relación con los alumnos era buena, que aprendían bastante. Un día lo oí comentar: "Un profesor debe dar lo mejor de sí mismo para que un alumno haga eso también". Esa frase debería conferir flexibilidad a los decretos. No sólo hay que "seducir en Madrid", la seducción debe ser general, incluso de puertas adentro.