Hablemos del déficit exterior

Por José Antonio Alonso, catedrático de Economía Aplicada y director del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (EL PAÍS, 07/01/06):

La magnitud que ha llegado a alcanzar el déficit externo ensombrece el balance de resultados positivos que arroja la economía española en este último periodo. Con una tasa que se aproximará al 7,5% del PIB en 2005, España encabeza la relación de países de la OCDE por la dimensión relativa de su déficit corriente. La magnitud de ese desequilibrio no tiene precedentes cercanos, ni siquiera en los años de mayores dificultades externas, como tras las dos crisis energéticas de los años setenta.

No se trata, en todo caso, de un problema nuevo para la economía española. Siempre que en el pasado se ha tratado de mantener, de modo sostenido, un ritmo de crecimiento superior al del entorno, el saldo exterior ha experimentado un deterioro que ha terminado por obligar a las autoridades a una acción correctora a través del ajuste nominal del tipo de cambio, de la ralentización del crecimiento o de una combinación de ambas respuestas. En ese comportamiento de la economía española ha incidido tanto un efecto renta, derivado de la alta elasticidad de las importaciones, que responden de modo amplificado a la expansión de la demanda interna, como el diferencial de inflación, que se acrecienta en los momentos de mayor dinamismo económico. A través de ambas vías opera esta restricción externa al crecimiento.

Ambos factores están presentes también en la actual coyuntura. En primer lugar, porque la economía española ha crecido en los últimos años más de un punto y medio por encima de la tasa de nuestros principales clientes. Este mayor dinamismo relativo se ha traducido en el último lustro y medio en un crecimiento acumulado de las importaciones que supera, en términos nominales, en casi veinte puntos porcentuales al propio de las exportaciones; al tiempo que el diferencial de precios acumulado respecto a la eurozona se acerca a los nueve puntos, expresando una pérdida de competitividad no corregida por la vía cambiaria. A estos factores es preciso añadir la pérdida de capacidad compensadora de las balanzas tanto de servicios (por el deterioro de las rentas turísticas) como de transferencias (por las remesas enviadas por los inmigrantes), que acentúan el signo deficitario del saldo corriente.

Ahora bien, que se trate de un fenómeno conocido no debiera velar dos elementos novedosos de la actual coyuntura. El primero es la pérdida de dinamismo comparado de las exportaciones, que se revela en un estancamiento de su cuota de mercado internacional. Un rasgo que, sin embargo, no se dio de manera tan clara en anteriores coyunturas. El segundo alude a la dilución del vínculo entre la demanda importadora y los requerimientos de la inversión productiva que era característico de etapas precedentes. Dada la composición de la demanda, el crecimiento de las compras externas ha estado animado, hasta bien recientemente, por otros componentes del gasto, de menor impacto sobre el futuro nivel de competitividad de la economía española.

Identificado el problema, ¿cuáles son sus implicaciones? En primer lugar, frente a lo sucedido en el pasado, el déficit corriente no suscita hoy un problema de financiación, incluso aunque remitan las entradas de inversión extranjera. Es una de las consecuencias de nuestra pertenencia a la Unión Monetaria: el conjunto del área otorga una cobertura antes no disponible en el acceso a la financiación internacional ¿Quiere esto decir, entonces, que el déficit externo ha dejado de ser un problema? En modo alguno. El déficit es un síntoma de que España no ha sido capaz de ajustar su economía a las condiciones de costes que impone su pertenencia a la Unión Monetaria. Mantener el déficit sin corrección lo único que haría es acentuar el alejamiento de la senda de equilibrio que define ese entorno de competencia. Y, cuanto más se aleje, mayor será el diferencial de crecimiento asociado al ajuste. Ahora bien, ¿cómo corregir el déficit?

La pertenencia de España a la Unión Monetaria Europea anula el tradicional recurso al tipo de cambio nominal, obligando a una respuesta más lenta y laboriosa. Desde esta perspectiva, la primera tarea es corregir el diferencial de inflación, no sólo para evitar pérdidas adicionales de competitividad, sino también para eludir el impacto que los precios tienen sobre los tipos de interés real, que condiciona el contenido del gasto de los agentes. Los últimos datos de la inflación no son, en este sentido, una buena noticia. Para corregir el diferencial de precios es obligado mantener la prudencia de la política fiscal; pero también es preciso acometer reformas microeconómicas que estimulen la productividad y promuevan la competencia en aquellos mercados que mayor rigidez presentan (algunos servicios y factores).

Ahora bien, siendo ésta una respuesta necesaria, ¿resulta suficiente? Hay razones para pensar que no. En la explicación del déficit, además de un desajuste de precios, existe un problema de competitividad estructural que conviene considerar. Por resumirlo, el tipo de especialización comercial española (composición y nivel tecnológico de los bienes) parece crecientemente inadecuada para la estructura de costes relativos al que nuestra economía se encamina. El efecto dinámico del cambio en la composición de la oferta que se vivió en la década de los ochenta, en parte animado por la inversión extranjera, está virtualmente agotado. Las ventas externas siguen descansando sobre productos que compiten dominantemente en precios; el peso de los productos de alta tecnología en el total de las exportaciones de manufacturas no llega a la mitad del que presenta como media la Unión Europea; y en los intercambios comunitarios intra-industriales, España sigue concentrando su oferta en los productos de baja gama. Son síntomas claros de una especialización poco ajustada a las nuevas condiciones de coste. Lo que sugiere que si se quiere corregir el déficit, necesariamente deberá avanzarse también en la recomposición de la oferta, modificando su perfil sectorial, su nivel tecnológico y, probablemente, sus mercados de destino.

Cuando se argumenta semejante terapia, uno se enfrenta a dos tipos de objeciones. La primera es la de quienes consideran que aludir a esos factores estructurales es una forma de desviar la atención respecto al necesario ajuste de precios. Tal interpretación, sin embargo, sólo es válida si se considerasen ambas respuestas como sustitutivas y no como manifiestamente complementarias. Por ejemplo, promover una mejora de la productividad no sólo reduce los costes unitarios relativos, sino también contribuye al cambio deseado en la oferta exportadora.

La segunda objeción es la de aquellos que consideran la respuesta como extemporánea, por requerir de un marco temporal excesivamente dilatado. Aun siendo en parte cierto, no cabe llevar este argumento demasiado lejos, porque es posible que el cambio no requiera de plazos tan dilatados como a veces se sugiere. Basta con mirar a nuestros más cercanos vecinos. Dos de los casos europeos de mayor éxito reciente, Irlanda y Finlandia, lograron en apenas tres lustros modificar sustancialmente su oferta exportadora, pasando de vender productos intensivos en recursos naturales a bienes intensivos en tecnología. La cuota que los productos de alta tecnología tienen en las exportaciones manufactureras de Irlanda y Finlandia multiplica por 5 y 2,5, respectivamente, la propia de España. Cada uno de estos países siguió sendas distintas para conseguir ese espectacular cambio, pero a ambos es común su voluntad estratégica sostenida más allá de los vaivenes políticos, la concentración selectiva de esfuerzos y el apoyo decidido en materia educativa y tecnológica. Es posible que España no tenga una flexibilidad similar a la de estas dos pequeñas economías, pero ¿no es obligado intentarlo?