Habrá guerra fiscal

En realidad, ya ha habido guerra fiscal. Cada Estado intenta, como puede, proteger ese privilegio que se remonta a la noche de los tiempos: cobrar los impuestos para que su población viva lo mejor posible. Pero todo ello, de manera discreta. En un asunto tan complejo, lo que de verdad se hace en cada país está oculto tras una cortina de humo. Es mucho lo que está en juego, y Suiza lo ha comprendido bien: de ahí que, 10 días después de que los ciudadanos rechazaran tajantemente el plan de subir los impuestos a las empresas, el Gobierno vuelva a estudiar el tema para tranquilizar a las multinacionales del petróleo, que siguen teniendo una fiscalidad muy ventajosa.

Han sido necesarias las duras críticas de la OCDE para que saliera a la luz el desafío fiscal. El objetivo de su proyecto BEPS, puesto en marcha en 2013, consiste en luchar contra el traslado artificial de beneficios por parte de las multinacionales para aligerar su base impositiva. Los medios de comunicación también han tenido su papel: las revelaciones sobre los llamados papeles de Panamá han permitido que mucha gente se enterara de hasta qué punto se utilizan estas prácticas cuestionables.

Pero esta guerra no declarada sigue muy viva y va a agudizarse. Se impone un paso atrás. El problema de la competencia fiscal entre los Estados ha ido cristalizando poco a poco desde que terminaron los Treinta Gloriosos (1945-1975), un periodo de abundancia interrumpido por las crisis del petróleo. En las tres últimas décadas, que se pueden calificar como los gloriosos treinta de la globalización, han aparecido estrategias de optimización fiscal muy agresivas por parte de las multinacionales, gracias a los consejos de prestigiosos especialistas.

Desde la crisis financiera de 2008 hasta las crisis políticas actuales, pasando por la crisis de la deuda, casi todos los países han acabado endeudados. Por consiguiente, ha vuelto a abrirse la veda para buscar ingresos como sea. Numerosos enjambres de expertos intentan aventurarse en el espeso bosque de los sistemas fiscales de cada Estado. Este país grava los beneficios con impuestos muy altos sobre los beneficios, aquel otro se concentra en el IVA, un tercero permite que las empresas notifiquen sus pérdidas de forma ilimitada.

De acuerdo con la OCDE, los ingresos fiscales vinculados al patrimonio oscilan entre el 6,6% y el 8,5% del total de los ingresos fiscales en Suiza (6,6%), Italia (6,6%), España (7%), Bélgica (7,9%) y Francia (8,5%), mientras que el porcentaje es mucho más bajo en Alemania (2,6%). También en relación con los ingresos totales, las cargas de la Seguridad Social son mayores en Alemania (38,1%) y Francia (37,4%), y más ligeras en Italia (29,8%) y Suiza (24,9%).

El meollo de esta disputa es el impuesto sobre sociedades, en particular sobre las empresas de ámbito internacional. Más que por los ingresos directos que derivan de ellas, por los indirectos: los impuestos sobre los altísimos sueldos de los ejecutivos y directivos medios que acompañan a estas empresas, pero también los gastos que se generan cuando se instalan, puesto que de estas multinacionales viven el electricista, el peluquero, el mecánico y el dueño del café de la esquina.

Un vistazo a un cuadro comparativo ligado al impuesto sobre sociedades basta para comprender que el bosque se transforma en jungla llena de lianas. Las excepciones y las derogaciones son tan numerosas que hay que ser un fiscalista muy experimentado para poder asesorar eficazmente a los clientes. En teoría da la impresión de que la fiscalidad es alta en Estados Unidos. Pero se sabe que varios Estados —el caso más conocido es Delaware— tienen un comportamiento muy similar al de los paraísos fiscales. Sin olvidar otras negociaciones más secretas, al máximo nivel, que se mantienen en los despachos de las Administraciones fiscales de cada país.

En este contexto, es más fácil comprender por qué hay dirigentes europeos que aseguran, con la mano en el corazón, que no “desean castigar a Reino Unido” ni vaciar la City de sus sociedades financieras, mientras disimulan que tienen la otra mano metida en el bolsillo y agarrándose bien la cartera. La hipocresía campa a sus anchas. Se echa mano del juego sucio. La “armonización fiscal” se ha convertido, en el mejor de los casos, en una expresión obsoleta y, en el peor, en una cosa zafia. El próximo informe de la OCDE corre el riesgo de ser un libro de cabecera. Y el ascenso de los populismos no arregla nada.

Roland Rossier es corresponsal económico de Tribune de Genève. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
© Lena (Leading European Newspaper Alliance).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *