Hace 12 años no protegí a un muchacho en Afganistán. Pero la culpa que sentimos hoy es mucho más grande

Gus Biggio, a la izquierda, habla con el padre de Mir Wut en Helmand, en el distrito de Nawa de la provincia de Helmand en Afganistán, el 7 de julio de 2009. El país fue tomado por los talibanes el 16 de agosto. (Eros Hoagland)
Gus Biggio, a la izquierda, habla con el padre de Mir Wut en Helmand, en el distrito de Nawa de la provincia de Helmand en Afganistán, el 7 de julio de 2009. El país fue tomado por los talibanes el 16 de agosto. (Eros Hoagland)

Hace 12 años maté a un muchacho en Afganistán.

Las deplorables imágenes de Kabul me reavivan a la fuerza este doloroso recuerdo. En junio de 2009, la patrulla de infantes de Marina con la que estaba en la provincia de Helmand fue atacada. Durante casi una hora, los insurgentes nos dispararon desde un complejo habitacional mientras buscamos maniobrar a través de canales y un campo de trigo recién cosechado para poder contraatacar.

A mitad del enfrentamiento presioné el botón de mi radio inalámbrica para advertirle a mis compañeros de la Infantería de Marina sobre un hombre al que había visto salir corriendo del complejo. De repente, tres disparos interrumpieron mi transmisión, y el hombre cayó de rodillas en un sector con césped a unos 90 metros frente a mí. Se levantó tambaleándose, volvió a caer y luego quedó acostado, presionándose una parte del estómago. Lo vi hacer un gesto de dolor mientras se arrastró hasta perderse de vista.

Era evidente que el hombre no estaba armado —lo más probable es que estuviera huyendo de su casa en el complejo— por lo que quise llegar a él para prestarle ayuda. Pero las balas seguían volando sobre nuestras cabezas e impactando la pared de barro detrás de la cual nos habíamos resguardado, así que no me moví de allí.

Veinte minutos después, los insurgentes se escabulleron y cesaron los disparos. El pelotón se reagrupó y volvió a trazar nuestra ruta. Teníamos que llegar a una estación de Policía que, según informes de inteligencia, sería atacada esa noche. Eché un último vistazo al lugar con césped, volteé, y me alejé de allí con el resto del pelotón.

Dos horas después, en la destartalada estación de Policía, un oficial afgano desesperado nos pidió que solicitáramos una evacuación médica. Habían llegados dos lugareños empujando una carretilla en la que se encontraba desplomado un hombre apenas consciente: era en realidad un adolescente, cuya incipiente barba era solo unos ligeros parches en su rostro por demás suave. Su piel sudorosa tenía un tono gris azulado. Su shalwar kameez —el atuendo utilizado por los afganos— empapado de sangre era de color azul cielo, igual al de la persona a la que le había dado la espalda más temprano. Sabía que era él.

Hicimos la llamada y el muchacho fue recogido por un helicóptero minutos después. Los médicos lo aseguraron para la evacuación y comenzaron a cortarle la ropa, colocarle una vía intravenosa y ponerle una máscara de oxígeno. Cuando el helicóptero despegó, un trozo de tela rodó por el suelo y se envolvió alrededor de mi pierna. Era un shemagh, la prenda de tela parecida a una bufanda que los hombres afganos utilizan en la cabeza o se cuelgan sobre los hombros como un bolso cruzado improvisado. Lo agarré y lo metí en el bolsillo de mi pantalón cargo. En ese instante noté las manchas de sangre que dejó en mis manos, y sentí las primeras punzadas de culpa. Nuestro trabajo —mi trabajo— era ayudar a los afganos y protegerlos de la violencia de los talibanes. Cuando tuve la oportunidad de hacer exactamente eso le había dado la espalda, con el razonamiento de que el afgano que se retorcía de dolor tras haber recibido disparos en el estómago no era un infante de Marina —no era mi tribu— por lo que no consideré que valiera la pena el riesgo.

Los médicos hicieron todo lo que pudieron, pero el muchacho murió poco después de que aterrizaran en el hospital del campo aéreo de Kandahar. Si hubieran tenido solo 30 minutos más con él, dijeron, podrían haberle salvado la vida. 30 minutos. Tras haberle dado la espalda al chico —cuyo nombre luego supe era Mir Wut—, el muchacho había estado desangrándose durante al menos una hora antes de que se lo llevaran en una carretilla a la estación policial.

Así que aunque no disparé las balas que mataron a Mir Wut —disparos que luego supe provinieron de un AK-47, un arma no utilizada por Estados Unidos—, lo maté. La culpa de ese día permanece conmigo y proyecta una sombra sobre todas las otras cosas que me enorgullecen de mi servicio.

Las noticias recientes de Afganistán me han llenado de un nuevo sentimiento de culpa. Durante varios años me he mantenido en contacto con un afgano que trabajó conmigo y con otros infantes de Marina en la provincia de Helmand como contratista y traductor. Nos hemos escrito correos electrónicos semanalmente, ya que he estado tratando de ayudarlo a transitar el laberíntico proceso para obtener una visa de inmigrante especial para él y su familia. He compartido su solicitud con media docena de miembros del Congreso y dos senadores estadounidenses, pero la suya es apenas una de las miles de solicitudes que buscan abrirse camino en un proceso confuso y en constante cambio. El sentido de urgencia en nuestras correspondencias previas se ha convertido en pánico en las últimas semanas, pero el proceso continúa avanzando a un ritmo demasiado lento.

La semana pasada vi las imágenes de los helicópteros que evacuaban al personal de la embajada de Estados Unidos en Kabul, y leí sobre aliados afganos que intentaban desesperadamente salir del país. He llegado a la conclusión de que —del mismo modo que hice con Mir Wut hace 12 años— las personas que deberían estar ayudando a nuestros amigos están dándole la espalda a quienes prometimos proteger.

Debería darnos vergüenza.

Gus Biggio es un veterano de la Infantería de Marina de Estados Unidos. Este relato fue adaptado de su libro ‘The Wolves of Helmand’, sobre su servicio en la guerra de Afganistán.

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