Hace 400 años

El año 1622 marca un hito imborrable en la historia de la Monarquía española y del catolicismo en nuestro país. En marzo de ese año Gregorio XV canonizó a cuatro españoles y un italiano. La carmelita Teresa de Jesús, los jesuitas Ignacio de Loyola, Francisco Javier e Isidro Labrador fueron los españoles elevados a los altares. El oratoriano italiano Felipe Neri fue el italiano canonizado. Todos ellos, salvo Isidro, fueron promovidos a la santidad con cierta celeridad después de su muerte. El más rápido fue Neri, que fue beatificado veinte años después de su fallecimiento y canonizado tan solo siete años después. Los españoles tardaron más, pero no largo tiempo. La más rápida en alcanzar la santidad fue Teresa de Jesús, cuarenta años tan solo después de su muerte.

Ignacio de Loyola tardó sesenta y seis años y Francisco Javier setenta. Procesos rápidos, con control firme por parte de Roma, que había creado la Santa Congregación de Ritos en 1587 para regular el mundo complejo de la hagiografía popular.

En cualquier caso, este año 1622 constituye un símbolo extraordinario de la Reforma católica protagonizada por España, de la hegemonía plena de la Monarquía española en el ámbito católico poco después de iniciada la Guerra de los Treinta Años, la gran confrontación entre católicos y protestantes. En los años siguientes se impulsarán abundantes carreras hacia la beatificación y canonización, con figuras como Luis Beltrán, Francisco de Borja, Pedro de Alcántara o Tomás de Villanueva, todos ellos canonizados en la segunda mitad del siglo XVII.

Hasta algunas mujeres fueron promovidas a la santidad en esos años. Aparte de la madre Teresa, serían canonizadas en el siglo XVII italianas como Francesca de Ponziani, la española Isabel de Portugal (que había muerto en 1336 y sería santa en 1625), la carmelita italiana Magdalena de Pazzis o la dominica Rosa de Lima. Las mujeres encontraron pues también su camino hacia la santidad que, desde luego, fue más difícil que el de los varones.

1622 fue también el año de la creación de la Congregación Propaganda Fide, que tuvo como objeto principal la promoción del catolicismo en cualquier escenario a la busca de la hegemonía respecto a cualquier otra religión, inicialmente con la mirada puesta en la lucha con el protestantismo. De hecho, de ese año data el martirio del capuchino Sigmaringa, asesinado en Suiza por los protestantes. Ciertamente, había ya muchos mártires católicos anteriores en el tiempo. Ahí están los mártires católicos británicos muertos por Enrique VIII o Isabel I de Inglaterra. Pero fue en el marco de la Guerra de los Treinta Años, cuando la confrontación religiosa de católicos y protestantes adquirió connotaciones más épicas que condujeron a objetivables testimonios de martirio católico.

Paralelamente, la proyección misional en Asia, medio siglo después de que llegara Francisco Javier al Japón, estaba en plena expansión. En 1597 había empezado una fuerte represión en Asia contra los misioneros católicos que alcanzó su clímax en el año 1622 con un total de 119 muertos en Japón. Pero conviene resaltar que el aluvión de mártires de aquel momento histórico no encontró la suficiente cobertura de apoyo entonces en Roma. Imperó el criterio de promocionar a la santidad vidas ejemplares, pero sin el aldabonazo final de la muerte épica. Se tardó en elevar a los altares a los mártires procedentes del ejercicio misional. En el siglo XVIII se canonizaron unos pocos mártires, entre ellos el citado capuchino Sigmaringa. En el siglo XIX, Pío IX beatificó a unos cuantos mártires del Japón, sobre todo dominicos.

Pero el tema del martirio misional quedó aparcado como tema delicado por la Santa Sede. Y ello pese a la proyección mediática que tuvieron obras como la de Lope de Vega sobre los misioneros en Asia. La cuestión radicaba en los problemas de confrontación en la estrategia misional seguida por las diversas órdenes religiosas. Elisabetta Corsi ha puesto el acento en las variadas maneras de entender las misiones por parte de jesuitas, dominicos y franciscanos, que comprendieron de forma diferente el ejercicio de la tolerancia, la disimulación y desde luego la naturaleza del propio indigenismo.

Roma aparcó durante muchos años la cuestión del martirio para no reabrir viejos debates intraeclesiásticos. Propaganda Fide fue convertida por Juan Pablo II en Congregación para la Evangelización de los Pueblos en 1982. La mirada antropológica quedaba reflejada en el mismo título. El propio Papa Juan Pablo II abrió la espita de la necesidad de legitimar con la santidad los testimonios de martirio, en cualquier ámbito, en cualquier época. En su encíclica ‘De Tertio Millennio’ estimuló la necesidad de autocrítica de la propia Iglesia a la hora de evocar las sombras de esta en torno a lo que él llamó las «formas de antitestimonio y de escándalo». En esta línea, promovió con el cardenal Etchegaray un simposio en octubre de 1998 para estudiar la Inquisición, en el que fueron invitados un grupo de historiadores de todo el mundo (entre los que me encontraba yo mismo, en lo que fue para mí una experiencia inolvidable) y que tuvo como primer objetivo, por parte de la Iglesia, asumir la responsabilidad de lo que pudo significar de ‘antitestimonio’ la Inquisición.

En este sentido, el Papa Juan Pablo II promovió el testimonialismo católico que se reflejaba (no ya en la época de Diocleciano) sino en la ejemplaridad épica de los hombres y mujeres que murieron por la defensa de la confesionalidad católica en cualquier contexto.

De esta manera, han salido del silencio a finales del siglo XX y comienzos del XXI centenares de mártires católicos que arrancaban del propio Barroco. «El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe, un testimonio que llega hasta la muerte», decía el propio Papa Wojtyla, beatificado él mismo en 2011 y canonizado en 2014. En los últimos años, la novela del japonés Shusaku Endo y la película de Martin Scorsese han contribuido a la popularización de las misiones en el mundo asiático. Hoy, el heroísmo épico martirial en el mundo católico constituye una incuestionable cantera de valores ejemplares a la hora de promoción a la santidad. En 1622 los mártires existían, pero se vertían sobre ellos demasiadas incertidumbres.

Ricardo García Cárcel es historiador.

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