Hace cien años, y el mismo dilema

No deja de ser curioso que en una sociedad tan conmemorativa como la nuestra nadie haya recordado el centenario de uno de los manifiestos más relevantes de la historia del catalanismo, el titulado Per Catalunya i una Espanya gran. En efecto, ahora hace un siglo, en las elecciones del 9 de abril de 1916, la candidatura de la Lliga Regionalista alcanzó una notable victoria, sobre todo en la ciudad de Barcelona, presentando como programa político este manifiesto redactado por Enric Prat de la Riba. Este texto es la primera manifestación explícita del nuevo catalanismo intervencionista y también su primera oferta programática a la opinión pública española. El escrito, bastante largo, empezaba con una reflexión histórica sobre la debilidad del sistema político y la identidad española y proponía ir hacia la constitución de una nueva España a partir de un reconocimiento de su pluralidad. La tesis de Prat era bien clara: “La única solución es una franca y completa autonomía” de los pueblos que él denominaba “peninsulares”. Una vez hecho este reconocimiento, habría un posterior pacto político dado que “la consagración federativa de la libertad de todos los pueblos peninsulares es empezar la España grande”. Por el contrario, si se persistía en defender el modelo centralista de Estado, eso significaría “trabajar por una España más débil, más dividida, más disminuida cada día”. Se trataba, por lo tanto, “de liberar Catalunya para transformar España”.

El momento político era oportuno. Una vez lograda la Mancomunitat de Catalunya, y vistas sus limitaciones, había que tener más incidencia en la política española para transformar aquel Estado, demasiado uniformista y precario, y dinamizar el sistema político de la Restauración, monopolizado por los partidos del turno dinástico en el poder. Pero, sobre todo, había que aprovechar aquel momento de gobiernos débiles y partidos fragmentados, sin ningún líder prestigioso ni suficiente unidad interna, para irrumpir en la política española con una propuesta audaz y transformadora.

La campaña electoral mostró que el gobierno liberal del conde de Romanones, con el anticatalanista Santiago Alba en el Ministerio de Gobernación, era totalmente hostil a la propuesta de Prat y que estaba dispuesto a todo para evitar un éxito electoral del catalanismo conservador. Así, Alba dio un descarado apoyo gubernamental a todos los candidatos anti-Lliga, fueran conservadores, lerrouxistas, reformistas, carlistas, federales o nacionalistas de izquierdas. El resultado final de aquellos comicios fue una notable fragmentación política, aunque la Lliga fue la triunfadora moral. Animados por esta victoria, los diputados de la Lliga, dirigidos por Francesc Cambó, se integraron con pasión en la vida parlamentaría española creyendo que podrían llevar a cabo sus propósitos. Inicialmente parecía que lo podrían lograr dado que la prensa de Madrid les daba un gran protagonismo y en las Cortes tenían un papel relevante. Así, en mayo-junio de 1916, un eufórico Cambó no paraba de enviar mensajes extremadamente optimistas a Prat y a Ventosa: “Hoy tenemos una enorme fuerza parlamentaria y el gobierno ve que, contra nosotros, no puede sacar nada... Es el momento de obtener el máximo de concesiones... Aquí no se habla más que de lo nuestro... Aquí están alarmadísimos y empiezan a retirarse... Es preciso que, hasta que se cierren las Cortes, tengan el problema catalán cada día”. Meses después, sin embargo, el mismo Cambó se veía obligado a plantearle a Prat el gran dilema político en que se encontraba. En una carta, del 5 de noviembre de 1916, decía que tenían que escoger entre “actuar meramente de partido nacionalista” o hacer “de hombres de gobierno”. Para él, la primera opción era la más “fácil”, pero la segunda, a pesar de ser más difícil, era la más “prestigiosa”.

Cambó optó por la segunda vía: jugar fuerte en la transformación de aquel sistema político. En julio de 1917 dirigió en Barcelona una rebelde asamblea de parlamentarios españoles que exigió al gobierno Dato y al Rey iniciar un proceso constituyente. Esta iniciativa, si bien consiguió, unos meses después, liquidar el sistema del turno en el poder y la constitución de gobiernos de coalición, con presencia de la Lliga, no fue mucho más allá. Los gobiernos de “concentración” en lugar de transformar el sistema de la Restauración acabaron por defenderlo encarnizadamente. El resultado fue claro: ni se consiguió avanzar hacia una Catalunya más libre –fracaso en las Cortes del proyecto de estatuto del 1919– ni tampoco hacia la España Grande: la crisis del régimen llevó a la dictadura de Primo de Rivera.

¿Esta experiencia sobre el intervencionismo catalanista en la política española puede sernos de alguna utilidad? El actual sistema político cada vez se parece más al de la Restauración y el bipartidismo PP-PSOE en el turno entre conservadores y liberales. ¿Alguien cree sinceramente que este sistema puede ser reformado de verdad por las fuerzas que han estado en el gobierno estos años?; ¿alguien piensa que dentro de la actual Constitución es posible una Catalunya más libre? ¿Así, ante las próximas elecciones generales, cómo tendrían que ir a Madrid los diputados elegidos por los catalanes? ¿No os parece que se vuelve a plantear el mismo dilema de hace un siglo? ¿Tienen que tratar de incidir en el gobierno español con la voluntad de cambiar las cosas desde dentro?; ¿o tienen que hacer de representantes de los catalanes que quieren decidir democráticamente un futuro más libre? Parece mentira que cien años después todavía se nos planteen dilemas tan similares. A veces, en política, un siglo es muy poco tiempo. Y así estamos.

Borja de Riquer

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