Hacer de la cooperación una política de primera

El reciente cambio de Gobierno en España nos lleva a pensar que algunas políticas públicas pueden tomar otro rumbo. Por ello me gustaría referirme específicamente a la política exterior y, concretamente, a la de cooperación para el desarrollo. Importa porque, nos guste más o menos, vivimos en un mundo cada vez más interrelacionado. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se confirma la necesidad de afrontar los retos globales de una manera conjunta, aunque haya países y políticos empeñados en poner trabas y buscar soluciones autárquicas y excluyentes. Para trabajar en función de objetivos globales existen mecanismos para fomentar el comercio internacional, para afrontar las amenazas de seguridad o los más recientes desafíos que nos presenta el cambio climático o la movilidad humana. En todos ellos se parte de un principio de colaboración y beneficio común, asumiendo que para llegar a soluciones estructurales es preciso cooperar con aquellos países que, siendo parte y sufriendo el mismo problema, no tienen las capacidades necesarias para enfrentarlo solos.

Una de esas políticas, por definición, es la de cooperación para el desarrollo. Sin embargo, en España no hemos sido capaces de entender su importancia. Por eso no hemos logrado estructurarla como política pública en sus 30 años de actividad (este año precisamente se cumplen tres décadas de ayuda oficial al desarrollo). Seguimos viéndola como algo secundario, discrecional, de poco valor, sobre la que podemos tomar decisiones demagógicas cambiantes en función de la situación económica interna, del clima social o de la ideología del partido que Gobierna. Esto ni es bueno para un país que pretende tener voz en el contexto internacional, ni apropiado en términos de eficiencia, ni admisible para una sociedad que pretende sustentarse en valores como la justicia, los derechos humanos o la igualdad.

La cooperación al desarrollo debería ser una de las bases de la acción exterior del Estado por dos razones. Una, desde el punto de vista ético, por decencia. No es posible reclamar la dignidad propia si no reclamamos la de los demás. Ayudar es algo consustancial a la naturaleza humana. De hecho, toda persona es lo que es en función de la ayuda que recibe y de la que proporciona a los demás. La segunda razón tiene que ver con el interés. Nos debería importar que el mundo funcione bien, con la máxima igualdad posible, respetando las diferentes culturas y asegurando los derechos de cualquier persona. Es la manera de garantizar nuestro propio bienestar.

Sin embargo, no podemos decir que la cooperación al desarrollo esté siendo un instrumento que da valor a la política exterior. Su escaso peso, en parte, se fundamenta en su baja calidad como política pública. Y nótese que hablamos principalmente de calidad, no de cantidad, por lo que implica reformas para mostrar todo lo que es capaz de aportar. Y, en mi opinión y en la de otras muchas personas dedicadas por años a esta materia, esta reforma debería estar fundamentada en cuatro ámbitos: institucionalidad, presupuesto, instrumentos y comunicación.

Una de las debilidades que generan mayor consenso es la de la arquitectura institucional. Contamos con la misma desde finales de los años 80, cuando empezamos a cooperar. Se organiza a través de una Secretaría de Estado (solo por un breve periodo dedicada en exclusiva a cooperación), y un brazo ejecutor en la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). Junto a ambas, una serie de competencias compartidas con el Ministerio de Hacienda y otros Ministerios (como Economía y Defensa, por ejemplo) y con la actividad de instancias descentralizadas. Esta estructura se ha mostrado poco efectiva, sobre todo para consolidar la coherencia de políticas y favorecer la coordinación con otros actores.

Salvo en momentos puntuales, a lo largo de estos 30 años, en los que ha funcionado una Comisión Delegada para Asuntos de Cooperación, la fragmentación y ausencia de la cooperación en los máximos niveles de decisión la lleva a ser prácticamente invisible. Para salir de este aislamiento, necesitamos llevarla con fuerza al Consejo de Ministros a través del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, o generando incluso un Alto Comisionado para ello como se ha hecho con gran acierto para acometer la Pobreza Infantil o la adaptación a la Agenda 2030. En lo operativo, será necesario afrontar el paso de la AECID de Agencia Estatal a otra forma jurídica.

En segundo lugar, la Cooperación Española necesita un mayor y mejor presupuesto. El dato objetivo es que España está a la cola de los países de la OCDE, siendo el que más ha recortado estas partidas desde el inicio de la crisis. Ni siquiera Grecia o Portugal han reducido tanto sus fondos en el mismo intervalo. Para el año 2018, la previsión es alcanzar un 0,22% de la Renta Nacional Bruta, lo que nos seguiría manteniendo en los últimos lugares de países donantes.

Sin embargo, el problema en materia de presupuesto no es solo de volumen, para el que se debería mantener un objetivo de llegar al 0,7% alcanzado (en esta legislatura con al menos un 0,4%, unos 500 millones de euros más por año). Es también un problema de calidad. El nuevo proyecto mantiene la fragmentación, asignando a la AECID un papel residual (237 millones de euros de los 2.600 presupuestados) y, por tanto, una escasa capacidad de influencia en la toma de decisiones sobre la AOD.

En tercer lugar, la cooperación al desarrollo no cuenta con unos instrumentos normativos que le permita trabajar adecuadamente en los contextos en los que se mueve. La obligación de ceñirse a una Ley de Contratos y a una Ley de Subvenciones, pensadas para la actividad en España, limita la posibilidad de actuar en contextos vulnerables, alejados de la lógica de la Intervención General del Estado, y donde el factor de flexibilidad y calidad del gasto deben ir asociados. Esta restricción nos lleva a procedimientos lentos y en muchos casos ineficientes, donde perdemos la capacidad de involucrar a diferentes actores en marcos de alianza más apropiados para la labor que hay que realizar.

Finalmente, la cooperación para el desarrollo debe estar más presente en la calle, en el debate público. Atrayendo a la sociedad en su conjunto, a la Universidad, a las ONGD, a los medios de comunicación o a la empresa para formar un frente común que defienda esta política pública. Para ello es fundamental comunicar lo que hace, para qué lo hace y cuáles son los resultados de esa actuación, algo en lo que hemos hecho mínimos esfuerzos en las últimas tres décadas. Solo hay que apreciar cuánta gente de la que se considera “solidaria” y apoya la cooperación, según el CIS, conoce lo que España hace en materia de ayuda más allá de las grandes crisis humanitarias.

Sin esta bien entendida presión para que el asunto entre claramente en los programas electorales de las principales fuerzas políticas, las reformas, el crecimiento y las capacidades de la Cooperación Española estarán en seria tela de juicio. Y si eso ocurre volveremos a perder la oportunidad de colocarnos en el contexto internacional en el papel que nos corresponde, como país que defiende principios de solidaridad y justicia para todas las personas por igual.

Fernando Mudarra es director general de Ayuda en Acción.

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